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Opinión 29 de agosto de 2016

Celebración al silencio

Por Fabrizio Zotta

“¿Qué vacía una silla?
¿Quién?
¿Quién no está sentado ahí,
en el asiento de un tren,
de un micro o en la butaca de un teatro?
¿Por qué falta?
¿Cómo suena esa ausencia?”
Gabo Ferro, “El lapsus del jinete ciego

 

Están los que dicen que esta época tiene un problema de “densidad”. Es la idea, un poco sobrevalorada ya, de “lo líquido”. Se supone que en esta etapa de la historia la liviandad de las formas nos permite un mundo “customizable”, voz inglesa que significa que todo puede ser configurado de acuerdo a las preferencias del usuario: no necesito escuchar un disco entero, sino que tengo mi playlist personal. No necesito ver mi programa favorito en un horario determinado por otros, lo veo cuando y donde quiero. No son relevantes las reglas protocolares, sino que la situación se adapta a lo que yo digo que es la situación. Dios nos libre de aburrirnos con cualquier circunstancia: estudiar, leer, mirar, escuchar, pensar, vivir, debe ser divertido.

Pero el estado general de las cosas a veces se hace más explícito cuando uno, que viene acostumbrado a transitar en esa normalidad, se topa con lo contrario, y la ruptura te golpea y te quedas medio atontado, sin entender lo que sucede. Gabo Ferro editó hace unos meses su octavo disco: El lapsus del jinete ciego, que lo traerá a la sala Payró del Teatro Auditorium de Mar del Plata, el viernes 4 de noviembre. Una obra que tiene lo agridulce de cualquier tentación: ¿Me quedo escuchando? Mejor no. ¿Le digo a mi cerebro que no lo entiendo, por distinto, por aburrido, por anacrónico? ¿Abandono? No, me quedo, intento entender, me abandono a sus reglas, a ver si aparece la maravilla.

Ferro tiene 50 años. Era el artista que, en los primeros 90, encabezaba la banda de hardcore “Porco”, que gritaba “Me abandonás, te voy a arrancar los dientes. Me los voy a tragar, te voy a clavar la ropa al piso, porque me abandonás”. Hasta que el 31 de marzo de 1997, apenas finalizado el tercer tema de un show de Porco en el Hotel Bauen de Buenos Aires, sintió su límite. Se dijo que la música (y el negocio de la música) no podía ser eso, se hartó, apoyó el micrófono con suavidad en el escenario y se fue. Sin hablar. No volvió a cantar durante siete años.

Incluso perdió la voz. Pero se reinventó y se dedicó a estudiar historia. Se graduó con honores de la Academia Nacional de la Historia, hizo un máster en investigación histórica, escribió libros, se hizo poeta y docente universitario. Pero no cantaba. Hasta que, así como en aquella noche de 1997, un día levantó ese micrófono y grabó, en un solo día, “Canciones que un hombre no debería cantar”, su primer disco solista, y a partir de entonces inició un camino hacia una popularidad algo extraña, que lo mantiene aún en el parnaso de los artistas independientes, o de aquel under porteño, pero que le permite musicalizar con seis canciones los capítulos de La Leona, la telenovela de Echarri que emitía Telefé.

El último disco de Gabo es incómodo. Fue grabado en un teatro vacío, porque “¿Suena como silencio? ¿Puede grabarse? Cantarle a un teatro vacío no es cantar para nadie”, escribió en la contratapa del disco. Y agregó en una entrevista reciente: “Quise registrar ese silencio de sala grande, grabarlo para que forme parte activa del audio de las canciones. El otro motivo: lo pensé como acción política para acompañar a tantos teatros que siguen cerrando.”

Un irrespetuoso del presente. Dueño de un material de una densidad tan molesta, con canciones excepcionales que salen de una guitarra especialmente preparada por un luthier, que suena tan brillante y aguda como su voz. El lapsus del jinete ciego es original e incómodo: cuando nadie acepta el silencio aparece una obra musical que lo tiene como protagonista, ¿Puede tolerarse tanta ausencia? Me inquieta la idea.

Es el desafío más interesante que puedo encontrar en Spotify.