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Cultura 28 de noviembre de 2016

Diario de lector: Un hombre sin atributos

Por Gabriela Urrutibehety

www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar
El lector que escribe un diario lee “Stoner”, de John Williams, una historia pequeña con un gran personaje. Un personaje grande, paradójicamente, por su misma pequeñez.

William Stoner es el hijo de un granjero que, a comienzos del siglo XX, es enviado a la universidad para estudiar ciencias agrarias, pero allí descubre la literatura. Entonces, rectifica el lector que escribe un diario, es la historia de un profesor, desde que empieza a estudiar hasta su muerte. Nada más.

Un profesor ni muy brillante ni muy tonto, que solo hace eso: ser un profesor mediocre -o mediano, siente la tentación de rectificar el lector- que fracasa prácticamente en todo. Todo es su matrimonio, es la crianza de su hija, es la carrera universitaria, es el amor por una joven colega. Todo es todo, pero se trata de un fracaso sin estrépito, casi lógico, tan inevitable como que las cosechas sean cada vez menos abundantes en las tierras cada vez más agotadas de la chacra de sus padres.

Stoner es un ser sitiado, un hombre amenazado y en retirada perpetua pero que, aun así, mantiene fidelidad a un único amor: la literatura. Todo comienza en una clase en la que un profesor recita a Shakespeare: “Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte/amar bien aquello que debes abandonar pronto”. Y el amor, como le revela el mismo profesor, es el amor por esa profesión que abraza (y la metáfora gastada le gusta al lector que escribe un diario).

Ese es el territorio al que Stoner se aferra, aunque desde afuera vienen degollando. Su matrimonio es un fracaso: le queda su hija, a la que atiende con devoción y el escritorio en su casa donde es feliz escribiendo. Pero pronto su mujer lo arrincona: decide hacerse cargo de la crianza de Grace y alejarla del padre y utiliza el estudio para ubicar sus útiles de pintura y escultura, aunque jamás desarrolle una carrera en ese sentido. Stoner se arrincona en un pequeño e incómodo lugar de la casa en donde además duerme, solo. Pero sigue estudiando y leyendo.

Pocas son las decisiones que Stoner toma: además de la inicial, la del cambio de carrera, está la de aplazar a un alumno, pese a que sabe que eso le traerá la enemistad del jefe de su Departamento. Pese a que anticipa la guerra posterior y la posterior derrota, lo hace guiado por una dignidad que no es tozudez aunque tiene mucho de la fatalidad con la que los granjeros pobres, como sus padres, trabajan la tierra. Y la guerra que se desata implicará perder también en el campo personal, donde decide guiado por el mismo patrón.

Esa dignidad desesperanzada se manifiesta de la manera más efectiva en el final, en la muerte. Una muerte común y corriente, narrada como todo el resto del libro con una austeridad que bordea la aridez pero que nunca cae en ella. Porque en todo momento el lector siente que Stoner es un personaje entrañable, alguien que en su propia prescindencia (“nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases”) gana espesura.

“Los colegas de Stoner, que no le tenían particular estima cuando estaba vivo, ahora raramente hablaban de él; para los más viejos, su nombre era un recordatorio del final que nos espera a todos, y para los más jóvenes era meramente un sonido que no evoca ninguna sensación del pasado”, advierte el autor en el primer párrafo de la novela, casi una invitación a no leerla.

Stoner es un Everyman sin moraleja, un tipo común sin destino de tragedia, aunque el siglo XX y sus dos grandes, trágicas guerras estén funcionando como telón de fondo y, quizás, como fundamento. Y en esa medianía -o mediocridad, concedamos- hay un brillo provocado, obviamente, por una escritura que sorprende sacando de esa pobre materia un ser potente, poderoso y, seguramente, inútil.
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