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Opinión 29 de junio de 2016

Don Arturo: los 1001 días de un estadista

Por Eloy Gómez Raverta (*)

“Una Nación está en peligro cuando su presidente habla todos los días y se cree la persona más importante del país”. (Illia)

Cuando Arturo Illia asumió la Presidencia de la Nación, yo apenas tenía un año y siete meses de vida.

Está claro, por una cuestión de almanaque, no pude disfrutar de ese estadista audaz, hábil, comprometido, austero y honesto, aunque sí respiré desde pibe, desde la cuna radical de mi familia, el profundo respeto y admiración que generaba la figura de Don Arturo.

La historia contemporánea y muchos de sus detractores, sin embargo, recién lo rescataron cuando nos dejó en enero del ’83, unos meses antes de recuperar la democracia.

Con su sutil pluma, la semana pasada, el escritor y filósofo Marcos Aguinis escribió en el diario La Nación una extraordinaria columna: Los éxitos de su gestión austera y dinámica eran saboteados con una hostilidad que ahora resulta increíble, absurda. Había una intención delirante por sacarlo del poder a cualquier precio, y no se entiende por qué. La prensa mejor pensante no valoraba la dimensión de su patriotismo ni su lúcida calidad de estadista. Ramiro de Casasbellas, periodista de “Primera Plana” que no cesaba de calumniarlo, reconoció tardíamente: “El gobierno de Don Arturo Illia no abusó un milímetro de sus poderes. Al recato de su mando lo denominamos ‘vacío de poder’; al irrestricto cumplimiento de las leyes, ‘formalidad democrática’; a la moderación, ‘lentitud’; a la labor silenciosa y certera, sin autobombos ni desplantes, ‘ineficacia’; al repudio de la demagogia, ‘sectarismo’; al ánimo de concordia, ‘falta de autoridad’, y a la severa reivindicación de una doctrina nacional, popular y cristiana, ‘exigencias de comité’. Éramos nosotros los sectarios, los que carecíamos de autoridad”.

Tremendo, lapidario. El sinceramiento de Casasbellas, que nos recuerda Aguinis, pone un as de luz sobre la realidad que tuvo que enfrentar Illia en esos dramáticos años ’60.

“No les tengo miedo a los de afuera que nos quieren comprar, sino a los de adentro que nos quieren vender”. (Illia)

El 12 de octubre de 1963, ese desprendido médico radical de Pergamino, se puso al hombro un país envuelto en llamas, en medio de una profunda convulsión, que un año antes sufrió la caída del presidente constitucional Arturo Frondizi; con las fuerzas armadas enfrentadas en dos bandos irreconciliables; el justicialismo proscripto y el sindicalismo vandorista que pergeñaba un peronismo sin Perón.

En ese clima, el golpe de estado, que finalmente se concretó el 28 de junio de 1966, era un plazo fijo.

Durante su mandato, Don Arturo estableció el presupuesto educativo en 23% del PBI (el más alto de la historia Agentina); sancionó una histórica Ley de Medicamento que le valió enfrentar a la embajada y a los poderosos laboratorios estadounidenses; logró tasas de crecimiento récord, que en el año 1964 llegó al 10%, mientras la industria escaló 19% en el ’65; bajó la desocupación del 9% en el ’63, al 5% en el ´66; anuló los contratos petroleros firmados por Frondizi; desterró la censura en los espectáculos públicos; sancionó la Ley del salario mínimo, vital y móvil; se negó a mandar tropas argentinas a la invasión de Estados Unidos a Santo Domingo en 1965; consiguió que Gran Bretaña aceptase negociar su soberanía política sobre las Islas Malvinas mientras prosperaban las buenas relaciones con sus habitantes; y eliminó la proscripción al peronismo aunque no pudo zafar de ese corsé al mismísimo Perón.

En el siglo pasado durante dos años y ocho meses, y vuelvo a recurrir – a modo de epílogo- al generoso texto de Aguinis que recuerda las palabras del premio Nobel Luis Federico Leloir: “La Argentina tuvo una brevísima Edad de Oro en las artes, la ciencia y la cultura: fue de 1963 a 1966”, fueron los 1001 días de Arturo Umberto Illia.

(*) Periodista. Director de F5 Diario.



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