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Cultura 25 de julio de 2016

La comunidad del meñique

Por Pablo Ramos

El escritor Pablo Ramos publicó “Hasta donde puedas quererte solo” (Alfaguara), un libro de relatos en el que saca a flote sus fantasmas, adicciones y ausencias. En este texto, titulado “La comunidad del meñique”, se detiene en la figura de su padre y en el Casino de Mar del Plata, donde su viejo pasaba largas jornadas. Una historia que ya había anticipado en una extensa nota publicada en LA CAPITAL en 2010.

Recuerdo que la primera vez que entré al club Brisas del Plata, en donde mi padre jugaba al mus o a la generala, y vi a ese grupo de hombres raros, de monjes secretos, que reían entre dientes y hablaban un idioma distinto del de la calle, de muy pocas palabras y lleno de sobreentendidos, pero en el cual cada monosílabo tenía un peso monumental, que bebían un brebaje hecho de una espuma amarillenta y misteriosa, que se inclinaban sobre la bebida y levantaban el meñique de uña larga y blanquecina en señal de distinción a la hora de llevar el vaso a los labios, recuerdo que en cuanto los vi pensé: así quiero ser yo cuando sea grande.
Los veía como veía a mi héroe Aquiles: semidioses que libraban batallas imposibles contra el destino, que llevaban una armadura, en este caso por dentro, una coraza vítrea que necesitaba ser lubricada permanentemente con el brebaje que preparaba el brujo ese que los convocaba desde detrás del mostrador: el bufetero. De esos guerreros del dado y la baraja me queda la imagen de José el zapatero, de lo hermanos Payare, de Pontoriero, de Rubén el carpintero, de Pantera, mi padre y el delgadísimo Tito Manteca. Todos tenían muchas batallas en su haber, y todos, sin excepción, habían perdido gente amada en esas batallas. Hermanos, padres, amigos, matrimonios y hasta hijos. Tullidos de cuerpo algunos, tullidos del alma todos, se armaban y embebían en líquidos mágicos para seguir dando pelea. Para seguir adelante.
Siempre traté de entender la relación que mi padre tuvo con la bebida. Tal vez buscando entender la que yo tengo con ella. Algo que me parece haber copiado, más que haber recibido en herencia. La manera de beber, ese meñique levantando que ahora es también el mío y la fe en esos rituales. Porque me atrevo a sospechar que el alcoholismo, además de una enfermedad y un vicio, debe ser algún tipo de fe. Y en mi padre iba a manifestarse en un pedido final que ni mi madre conoce, del que seguramente se va a enterar cuando lea este libro. Va a enterarse de que las cenizas que llevó y arrojó en el mar de Mar del Plata no estaban completas. Yo me había robado una buena cantidad para cumplir una promesa que una vez le hice a mi padre, para arrojarlas también en Mar del Plata, pero en otro mar, el mar de su fe. Una fe personal, reservada para la construcción de un final propio y por lo tanto infinitamente más digno que el común de los finales. Una “cosa de borracho”: su cosa de borracho. Algo que va a perder el valor de lo anónimo nomás lo cuente, pero que no pienso, por nada del mundo, sepultar en el olvido.
Mi padre terminó siendo un alcohólico, pero uno de esos a los que casi nunca se los ve borrachos, aunque lo estén, de esos que copa a copa se van volviendo lentos, taciturnos y de dicción clara pero trabadita. De labios secos, de sed amarga, de mirada vítrea. Así terminó siendo mi padre.
Sus bebidas predilectas eras los vermús, de todo tipo. El vino también, pero poco, y muchas más el blanco que el tinto. la cerveza sí, sólo en verano. Y el champán, por supuesto, por sobre todas las otras bebidas. Jamás bebió whisky, mucho menos ginebra. Ninguna bebida blanca. Una vez probó la cocaína, me lo dijo en el club, acodado al estaño, soltando un bostezo casual pero cuidadoso de no exponer el interior de la boca.
-Con el polvito ese no funcionás como hombre -me dijo-, no sé qué es lo que le ven ustedes.
Y no sólo se refería a que uno no logra una buena erección si está duro de coca, sino a que es imposible con esta droga en particuular, usar los músculos con precisión. Cortar una madera de manera recta, hacer bien una hilada de ladrillos, tornear con vista, en fin, trabajar como trabaja un hombre, diría él. Y un hombre no trabaja ni de escritor, ni de comerciante, ni de actor, ni de cura, ni de milico. Un hombre trabaja transformando la naturaleza en beneficio de los demás hombres. Así pensaba mi padre, y no creo que estuviera tan equivocado.
Pero nadie puede negar, yo no puedo negar, el hecho de que mi padre, igual que yo, era un alcohólico. Porque sencillamente no pasaba un día sin beber alcohol. A veces en poca cantidad, la mayoría de la veces en cantidad media. Sereno, mi padre bebía porque necesitaba beber.
Durante toda mi infancia él hizo sus cosas en silencio y mi madre se encargó de hablar y de definir cada una de esas cosas que él hacía. Ella fue la primera que marcó una línea. Un lado era bueno y el otro lado, malo. Del lado bueno estábamos nosotros: ella, mis hermanos y yo, y del otro lado estaba mi padre. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que, en realidad, el lado más duro, más cruel de ser vivido, era el de mi padre. Y lo era por muchas razones, pero la más importante es la que salta a la vista: de ese lado estaba solo.
El prefería la comida “venenosa” del club, la pizza de cancha, a la comida casera. Prefería las barajas y la generala a revisar o a ayudarnos a mis hermanos y a mí en las tareas de la escuela. Durante mucho tiempo pensé que eso era así porque era un monstruo, un ser anormal sin sentimientos humanos, pero el tiempo pasó y yo, que nunca me parecía a él en nada y que tanto orgullo sentía por diferenciarme, terminé de la misma manera: llevando en el alma la misma incapacidad, la misma extraña cosa que me hace preferir siempre lo que se sirve afuera, lo que se amasa sin amor, la mano indiferente que llena la copa. El mozo o el puntero son los amigos perfectos para nosotros, porque nos ayudan a envenenarnos sin preguntas, sin expectativas también, y nuestra desidia, lejos de parecerles una ofensa, les facilita el trabajo. El amor por el veneno y determinada nostalgia de la indiferencia son lo que más me acerca a mi padre.
El día en que le diagnosticaron hipertensión y mi madre empezó a cocinarle sin sal, fue el día en el cual empezó a abusar de ella, y yo no lo entendí. Cualquier médico tiene la receta para la hipertensión: dejar la sal, las latas, tomar pastillas, lo que sea; mi viejo se dio cuenta, de borracho nomás, de que la cura estaba en el veneno. Ponía un montoncito de sal en el plato, cortaba cada pedazo de lo que cortara y lo embebía en sal. Al punto de que ponía cara de “qué salado que está” y lo comía con una sonrisa.
¿Se quería matar? Supongo que no, que jamás entendió que ese camino lo iba a llevar a la muerte, pero el camino de las prohibiciones lo iba a llevar, según su manera de ver las cosas, a la muerte en vida. Todos los caminos, el que se quiera tomar, llevan a la muerte. Eso lo sabe cualquiera, pero no todos los caminos llevan a la muerte en vida. Y por más que sean una mayoría los que decidan vivir como si no estuvieran vivos, mi padre no. Jamás lo hizo, jamás volvió a repetir el error de haber cerrado el taller.
Hace muy poco tiempo me enteré de algo que no sabía, algo que por nada del mundo me habría imaginado. Me lo contó el hermano de que quien fue, durante casi toda su vida, el mejor amigo de mi padre y que también está muerto hoy. Resulta que la muerte de mi abuelo fue bastante más trágica parami padre que para los dos hermanos que quedaron, junto con él, huérfanos, el día de la caída del balcón. El secreto que él guardaba y que sólo le había confiado a su mejor amigo tenía que ver con algo que condicionó su vida y la de todos nosotros, que la vivimos junto a él. Mi padre se sentía responsable; se sentía, y se sintió durante toda su vida, el asesino de mi abuelo, el asesino de su propio padre.
El asunto es que mi padre tendría unos doce años cuando se estaba arreglando o agrandando o haciendo, nunca se sabe nada con seguridad, la casa de Sarandí. Y mi abuela insistía en tener un balcón. De la misma manera en la que lo escribí en La ley de la ferocidad. Lo que no escribí, y no lo hice porque no lo sabía, es que fue mi papá quien, siendo tan joven, tuvo la responsabilidad de soldar y atar los estribos del armado de las vigas para colar el hormigón. No sé qué hizo bien, seguramente casi todo, excepto haber entrado profundo en la pared ya hecha del frente de la casa, pero eso debió haber sido un error de supervisión de mi abuelo. Repito que mi padre era apenas un muchachito, un niño casi. Pero el balcón cayó, entero, sobre la cabeza de mi abuelo, y la culpa, más pesada que el hormigón, sobre la espalda de mi padre.
Nadie lo sabía o si lo sabían hicieron como si no hubiese pasado. Pero ya grande, en una borrachera según el hermano del amigo de mi padre, mi padre se lo contó a su mejor amigo. Con el pedido de que jamás se lo contara a nadie. Pero el amigo de mi padre se lo contó a su hermano, en su lecho de muerte, y éste me lo contó a mí. Y ahora yo lo escribo, que es como decirlo abiertamente pero mucho mejor, mucho más digno. Porque es como decirle a la consciencia cósmica de mi padre: “Papá, vos no tuviste la culpa, no se le encarga semejante trabajo a un niño. Flotá tranquilo, no tenés nada que ver en ésta”. Y parar ahí. Porque, de seguir, le diría: “Bueno, viejo, en las otras sí que tenés que ver, pero en ésta te aseguro que no”.
Para lo de las cenizas dejé que primero mi madre llevara la mayor parte de ellas (ella pensaba que eran todas) a las aguas de la playa La Perla, la preferida de mi padre, de la ciudad preferida de mi padre. Como buen tano, papá amaba Mar del Plata. Yo también la amo.
Fue toda una ceremonia emotiva en soledad, según contó mi madre, en la que ella, cantando algo, creo, habrá sido un tango, dejó caer las cenizas al mar. Supongo que mi padre estaría contento mirando, desde donde estuviera mirando, a mamá tan emocionada, tan enamorada como siempre de él. Pero también estaría contento porque sabía que yo tenía unos buenos puñados de él y pensaba enfilar, en unos días nomás, junto con un grupo de tres buenos amigos, directo al Casino de Mar del Plata, a desparramarlo entre fichas y vasos de Gancia.
Entramos los cuatro como en la película Buenos muchachos, con todo el personaje arriba, casi borrachos, sostenidos por una dosis de anfetaminas que nos había proporcionado el más veterano de todos. Mis amigos (a quienes no voy a nombrar porque son hoy buenos padres de familia) y yo, y cuatro mujeres que habíamos sacado de un cabaret de medio pelo, a unos cuantos pesos la hora y que iban a terminar quedándose casi una semana con nosotros, de onda, saltando de noche en noche las olas ciudadanas de la Reina del Atlántico y salpicándonos de risas y whiskies hasta caer derrotados por la alegría y el duelo.
Cada uno de mis amigos llevaba en su bolsillo un poco de mi padre y unos mil pesos, que en ese entonces era mucha plata. Yo llevaba cenizas en los dos bolsillos y tres mil pesos. Y empezamos a dejarlo ahí. Al principio nos separamos, cada uno con su chica. Yo había elegido a la más gordita, por supuesto, esta vez tenía que honrar la sangre italiana. Y en una hora había dejado a papá en un Gancia batido y en tres mesas distintas de ruleta.
Habíamos decidido separarnos por dos horas y volvernos a encontrar en las ventanillas de pago. Cuando pasó el tiempo y nos reunimos, el único que iba ganando dinero era yo. Los demás estaban casi en bancarrota. Intercambiamos impresiones, besamos cada uno a todas las chicas larga y profundamente en la boca frente a la mirada de los jugadores que pasaban por ahí, y decidimos seguir juntos. Mientras pedíamos más Gancias batidos uno de mis amigos tiró lo poco de papá que le quedaba en su copa y la bebió. Los demás lo imitaron y yo les dije que a mí no me iba a convenir comerme a mi viejo.
Les dije que me acompañaran al pase inglés. Y fue ahí en donde todo se nos iluminó y mi viejo bajó a darnos la semana más hermosa que yo haya pasado con mis amigos.
Porque empecé a ganar y a ganar y a ganar. En cada pase de dados me mojaba los dedos húmedos en cenizas y tiraba y ganaba. Cuando me cansé de ganar y de hacer ganar a la gente que estaba apostando a mi favor me jugué todo lo que estaba en la mesa a un solo tiro.
-¡Al uno más uno, de un tiro!- grité y sentí el murmullo de la pequeña multitud que me rodeaba. Las chicas del cabaret y amis amigos se acercaron más. Sentía la mano de uno de ellos en mi hombro, como alguna vez había sentido la de mi padre. Alguien me dio una pitada en la boca, y yo, que no fumo, tosí. Eran Jockey suaves largos, los que había fumado papá en el último tiempo. Pensé en sus ojos, ojos de mar Mediterráneo. Metí la mano en el bolsillo y raspé la ceniza que me quedaba, sentí el humo en mis pulmones y el sabor amargo del tabaco en mi boca y tiré. Una pequeñísima nube de ceniza se elevó como un espíritu travieso por encima del crupier y de la gente. Cuando abrí mis ojos los vi: en el extremo de la mesa los dos ases juntos parecían almas gemelas.
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