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La Ciudad 26 de febrero de 2018

La conmovedora historia de amistad de Julieta y Jonatan: ella peleaba por su vida y él le donó un riñón

Se conocieron cuando eran chicos. Ella padecía insuficiencia renal desde bebé y ya le habían trasplantado un órgano de su madre. Pero su cuerpo lo rechazó en 2014. Ahora, él decidió ayudarla con un gesto de solidaridad.

por Bruno Verdenelli
@brunoverdenelli

Sobre la muñeca derecha, en vez de una pulsera, Julieta Ponce luce un tatuaje. Es sólo una palabra grabada en letras negras, con la tipografía de una vieja máquina de escribir: Resiliencia. En psicología se la define como la capacidad de una persona para superar circunstancias traumáticas. Y a ella, el término la describe a la perfección.

Prácticamente desde que nació, la joven que hoy cuenta 27 años peleó para vivir. En la última batalla que dio dentro de un hospital tuvo una ayuda heroica: su mejor amigo, Jonatan Escandon, le donó un riñón con el objetivo de salvarla de una vez por todas.

TRASPLANTE 03

Es que a los 11 meses, una extraña bacteria le provocó a Julieta un Síndrome Urémico Hemolítico, patología que en 1990, casi en simultáneo, afectó a otros dos bebés marplatenses. Estos fallecieron, mientras que ella entró en coma. A su madre, Patricia, le dijeron que debía despedirse y fue la última familiar que ingresó a la sala de terapia intensiva infantil que en aquel entonces funcionaba en el interior del Sanatorio Belgrano. Y no se quería ir. Pero llegó el instante del último beso; fue en el pequeño brazo. Segundos más tarde, la niña despertó. Y ese beso también lo tiene tatuado.

“Un milagro, lo dijo el médico. Hicieron que fuera a despedirme porque no pasaba esa noche”, cuenta Julieta en la actualidad. Pero esa enfermedad dejó las secuelas que atravesaron toda su existencia y desencadenaron en el segundo trasplante al que fue sometida, después del gesto de Jonatan.

“Estuve 21 días en diálisis, con parálisis cerebral y de rostro. De todo eso me quedó una insuficiencia renal. Mi infancia fue de cuidado, nunca hice gimnasia y ni siquiera pude aprender a andar en bici”, explica. A pesar de ello, su vida fue relativamente normal: sólo tomaba una medicación recetada por su nefróloga, a la que conoció a los 9 años.

Pero a principios de 2012 su salud empeoró. “Viajé a Brasil y no terminé durmiendo nada: o salía, o hacía excursiones, porque no me daba el físico. Cuando volví me hice estudios y ahí me dijeron que los riñones estaban dejando de funcionar, y que existían dos opciones: un donante, vivo o cadavérico, o ir a diálisis. Pero tenía que ser rápido porque los riñones no funcionaban más… Yo me daba cuenta por el cansancio físico”, relata.

 

A los 11 meses Julieta contrajo el Síndrome Urémico Hemolítico. Los médicos le dijeron a su familia que la enfermedad era moral y debían despedirla. Su mamá entró a la sala de terapia intensiva y le dio un beso en el brazo. Segundos más tarde, la niña despertó. Ese beso ahora la joven lo lleva tatuado.

 

Fue su madre la que intentó un nuevo milagro: se sometió a análisis clínicos y resultó que era compatible. Estaba apta donarle uno de sus órganos y salvarle la vida a su hija, y podía hacerlo con urgencia por tratarse de dos familiares directos. Completaron la documentación en las planillas correspondientes y la operación se hizo en el Hospital Privado de Comunidad (HPC), el 25 de julio. Fue exitosa y Julieta recibió el alta médica con un riñón que le funcionaba en un 99 por ciento.

Después de 15 meses, en 2014, ese porcentaje se había reducido al 30. “No saben por qué lo rechacé y no pudieron recuperarlo”, señala Julieta. Ese fue el peor momento: la joven tuvo que someterse a hemodiálisis por un mes y después a diálisis peritoneal, durante casi cuatro años, mientras aguardaba en la lista de espera del Incucai por otro donante y otro milagro.

TRASPLANTE 05

“En el medio me tuvieron que sacar el riñón porque levanté fiebre y no sabían por qué. Y estaba inflamado… Cuando me cocieron se me formó una hernia y ahí volví a la hemodiálisis, y después de nuevo a dialisis peritoneal, que no se puede hacer por más de cuatro o cinco años. Y no aparecían donantes…”, revela. Su desesperación y la de su entorno era terrible.

Si bien su grupo de amigos, entre los que estaba Jonatan -a quien había conocido por su hermano mayor-, la contenía y armaba todos los planes en base a ella, su realidad era muy diferente a la del resto. “Un día estaba bien y el otro, así de la nada, muy mal”, dice, aunque admite que inclusive en esos instantes de dolor “no buscaba nada, no iba por ahí tratando de encontrar un donante”.

“Estuve 21 días en diálisis, con parálisis cerebral y de rostro. De todo eso me quedó una insuficiencia renal. Mi infancia fue de cuidado, nunca hice gimnasia y ni siquiera pude aprender a andar en bici”, cuenta Julieta.

Convertirse en héroe

El tiempo transcurría y el órgano que necesitaba Julieta no aparecía, hasta que el verano pasado la hermanastra de su primo, quien conocía su historia, le dijo que quería ser su donante.

“Viajé a Tucumán a visitar a mi familia de allá, por un casamiento. Me llevé todas las bolsas para mis diálisis y ella, que se llama igual que yo, me dijo que quería donarme un riñón. Así, de la nada. Al principio yo estaba en desacuerdo, porque tiene 20 años, pero se presentó igual. Después supe que no pasó el test psicológico y ahí descubrí un montón de cosas que yo no sabía. Y nunca más la vi ni me habló”, cuenta la joven.

TRASPLANTE 11

Mientras tanto, Jonatan comenzó a pensar en darle un fin a la cuestión. “Yo hablaba mucho con la madre de Julieta, para no cargarla a ella ni preguntarle tanto sobre el tema. Un día le dije que quería hacerme los estudios, para saber si podía ser donante o no. Para sacarme la duda y que lo tomáramos con una opción B”, admite.

El punto de inflexión se dio en junio de 2017, cuando un domingo Julieta participó de un desfile, en el que tuvo que caminar sobre un par de tacos por una pasarela varias veces. Al otro día le dolía el cuerpo y no se podía levantar de la cama. Tuvieron que internarla.

Ella, como siempre, no dejaba que nadie la visitara en su habitación del HPC más que sus padres. Pero no sabía que Jonatan estaba en el mismo lugar, varios pisos más abajo, haciéndose los estudios pertinentes para lo que terminaría por consumarse como un gesto inigualable.

“Te hacen ecografías para saber si tenés los dos riñones, porque puede pasar que no los tengas. Me los hice sin que ella supiera y me dieron todos positivos. Al cuarto día me dijeron que estaba apto y subimos con la madre para decírselo”, indica Jonatan. Y relata cómo fue ese encuentro. “Le dije: ‘Bueno, mirá, me hice todos los estudios y te dono un riñón’. Y, conociéndola, ella empezó: ‘No, no, no. Yo no quiero nada’, y así” (risas).

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Es que, ahora, Julieta cuenta que desde pequeña está acostumbrada a operaciones e intervenciones, pero no está segura de si los demás pueden tomarlo de la misma manera, sin temores o sustos. “Esto yo lo tengo desde chica, me aguanté todas… Creo que viví más en el hospital que en otro lado. Y no quería que alguien tuviera que pasar por esto, que en realidad no es nada trágico, pero no deja de ser una operación”, argumenta.

Pero el deseo de Jonatan de ayudar a su mejor amiga fue más fuerte que su negativa. “Después de los estudios empezamos con todos los abogados, un trámite que tarda mucho pese a que ellos le ponen todo el énfasis. Pero justo fue la feria judicial de julio”, dice el joven.

Y ella añade: “Yo salí del hospital, seguí con mi vida, con la diálisis, con los dolores. Me daban morfina. No podía hacer nada, ejercicio ni esfuerzo”.

“Le dije: ‘Bueno, mirá, me hice todos los estudios y te dono un riñón’. Y, conociéndola, ella empezó: ‘No, no, no. Yo no quiero nada’, y así”, cuenta Jonatan.

Los psicólogos, asistentes sociales y hasta un juez que evaluaron la situación terminaron dándole el permiso a Jonatan para ser el donante que tanto había aguardado Julieta. Es que entrevistaron hasta a los miembros de su familia, para conocer su situación económica y saber si tenía una sustentabilidad porque por un mes o más no iba a poder trabajar ni hacer esfuerzos.

“Mi familia estaba de acuerdo, con los miedos obvios de una operación. Yo nunca había tenido ninguna intervención grande. Mi hermano era el más reacio, que me decía que estaba loco: todos te tratan de loco al principio, y después te dicen: ‘¿Y si el día de mañana le pasa algo a tus hijos?’. Y yo pienso que si algún día le pasa algo así a mis hijos va a haber otra persona como yo”, explica Jonatan, convencido de lo que significa la solidaridad.

Todo listo

La fecha final para la operación era en diciembre, pero se interponía con las fiestas. De común acuerdo, los amigos decidieron aplazarla un mes más. La obra social de Julieta, “que siempre se hizo cargo de todo”, no presentó objeciones y tampoco lo hicieron los médicos.

“El 22 de enero a la tarde nos despedimos, porque teníamos que estar internados aislados, y ella tenía que hacerse la diálisis. A las 7 de la mañana me vino a buscar el camillero y no ni siquiera estaba nervioso: a las 11 de la noche me había dormido. Apagué la tele y me despertó a las 6 de la mañana la enfermera”, narra Jonatan.

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Y enseguida cuenta una divertida anécdota ocurrida en ese momento. “Me mandaron a bañarme. Llegó mi mamá, yo no estaba y empezó a gritar que me habían llevado y no se había podido despedir. Hasta que le explicaron que me estaba bañando fue todo un caos”, dice mientras ambos se ríen.

El camillero lo llevó al quirófano, y según le pareció, “fue como una película: ir por un pasillo, escuchar ruidos y ver pasar focos hasta dormirse”. Cuando se despertó, a las cinco horas, estaba todo bien.

Con Julieta sucedió lo mismo, aunque más tarde porque su intervención quirúrgica se hizo instantes después de la de Jonatan. Como no se podían ver, él le mandó un cartel a través de sus amigas. Decía: “Amiga recuperate pronto, te quiero mucho”, y tenía dibujado un corazón. Ella lo va a conservar siempre.

Después pasaron los días, sin esfuerzo y con el cuidado en las comidas y las bebidas, y los dos recibieron el alta médica.

“Me cambió la vida”

Julieta afirma que el trasplante le cambió la vida. “Dependía de tener que hacerme la diálisis cada cuatro horas. No podía trabajar en ningún lado que no fuera con mi familia. No podía salir o ir a la playa sin tener que volverme a las cuatro horas para hacerme las diálisis. Estoy tomando como 42 pastillas por día pero al lado de lo otro no es nada… Después van a ser sólo dos. Soy otra persona”, señala. A casi un mes de la operación, celebra que “el riñón funciona bárbaro”.

¿Cómo se reacciona ante un gesto así? ¿Qué se hace para valorarlo? Ante esas preguntas, Julieta no duda: “Nunca se termina de agradecer esto, aunque igualmente yo siempre estuve agradecida a él. Por él. Desde antes de esto”.
Ambos amigos además ponderan el hecho de que la noticia que los tiene como protagonistas se difunda. “Porque hay miles de casos y hay tantos que lo pueden hacer”, fundamentan. Creen que “la gente debe tomar conciencia”. Y para ello, nada mejor que se conozca un caso de resiliencia. Uno como el de Julieta.



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