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Cultura 9 de mayo de 2016

Literatura en tiempos de globalización

Escritor de provincia, escritor de gran ciudad

Por Rafael Felipe Oteriño

El destacado poeta y miembro de la Academia Argentina de Letras comparte con los lectores de LA CAPITAL el parlamento que ofreció en la Feria del Libro que se lleva a cabo en Buenos Aires.
No hablamos de hegemonía ni de olvidos en cuanto al reparto de la gloria literaria, sino de las cualidades de la lengua puestas de manifiesto al escribir la obra. Buscamos examinar si hay diferencias sustanciales entre la poesía de provincia y la capitalina en la interpretación y plasmación del hecho literario. Decir que en tiempos de globalización la dicotomía entre provincia y metrópolis ha quedado borrada, sería incurrir en una simplificación. El desafío del tema impone elaborar una postura superadora.
Hoy como ayer (hablo de un ayer no lejano), es difícil, casi imposible, separar a la provincia de la metrópolis, salvo en los aspectos de difusión de la obra. La información y los modelos literarios llegan por igual a todas partes. Acaso hoy más rápido que antes, gracias a la generalización de los medios tecnológicos. Pero antes esa información llegaba igual a quien la buscaba (de eso siempre se trata: de quien la busca), filtrada en libros pasados de mano en mano, en páginas de una revista o de algún suplemento literario, y los poetas de provincia armaban su discurso poético con las mismas armas que los capitalinos.
Recuerdo haber estado –hace más de 30 años- en casa del poeta salteño Raúl Aráoz Anzoátegui y comprobado que los libros de su biblioteca no eran distintos de los de la biblioteca porteña de Horacio Armani. Y lo mismo cabe de un poeta tan provinciano y, a la vez, exento de territorialidad como Alejandro Nicotra, que está más próximo al mediterráneo René Char que a sus propios contemporáneos. Pienso en el idéntico tratamiento del ámbito familiar por parte del primer Borges y de su contemporáneo platense Francisco López Merino (“Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma…”, dice Borges; “Mis primas, los domingos, vienen a cortar rosas…”, escribe López Merino).
Pienso en los poetas de “La Carpa”, que fueron tanto o más innovadores en el noroeste argentino que los de su misma generación porteña. Es muy difícil definir literariamente a cualquiera de ellos por su topónimo provinciano, a espaldas de lo que, entiendo, es más distintivo: el particular tono de su respirar (ritmo) y de su contar (que es atinente a la verdad), hecho de modulaciones interiores que son fruto de su diálogo con su tiempo antes que del contacto con su comarca de origen.
Es lo que ocurrió en Europa con Kavafis y Ungaretti en la primera mitad del siglo XX, y con Philip Larkin en la segunda. Los dos primeros nacieron en Alejandría, o sea, en la periferia de la gran cultura a la que no tardarían en influenciar, mientras que Larkin fue un poeta marginal e inclasificable de la Inglaterra monárquica. Kavafis, con su novedoso distanciamiento y la reelaboración de la cultura antigua. Ungaretti, desde la sencillez de una poesía apegada a las cosas cotidianas y al pathos que sobre ellas sobrevuela. Larkin con su mirada crítica de solitario-bibliotecario de un pueblo de provincia, con la que desenmascara las apariencias y jactancias del común de la gente.
En todos tres, por igual, se expresa la congoja del hombre universal frente al barrido de la historia. Los tres oponen a la impetuosidad de lo genérico el perfil del hombre persona-física-individual. Y con esa sensibilidad expresan al hombre universal. Y a ellos podría agregar la figura de Robert Frost y de su poesía rural, horaciana, con su sabiduría para expresar la vida rural de Nueva Inglaterra: “buenos cercos crean buenos vecinos” dice su verso.
Lo que señalo es que el escritor, ya sea de provincia o de la gran metrópoli, es “provinciano” en el momento de escribir. Fruto de su mundo cultural y de su experiencia particular, cada uno porta, a su manera, una tipicidad que, filtrada entre sus líneas, tiene la virtualidad de hacer del lenguaje una estación única e irrepetible. Ciertos mitos locales, ciertas magias contagiadas por la tradición, un contacto más estrecho, ya sea con la naturaleza física o con el rito urbano, crean una geografía mental que es una segunda naturaleza de la que se alimenta la literatura. Pienso en Puig y su mitología de raíz interior, en Onetti y su mundo encerrado en una ciudad imaginaria, que es y no es la ciudad real de sus días.
Porque lo que el escritor escucha, tanto en la provincia como en la capital, es la experiencia del contacto, el poderío de las historias individuales, de los lenguajes familiares, la oralidad en el decir y el contar. Y estos son los estímulos de la escritura, que –como sabemos- nunca muele en el vacío. Pienso en los Poemas Solariegos y en los Romances del Río Seco de Lugones: “En la Villa de María del Río Seco./ Al pie del cerro del Romero, nací./ Y esto es todo cuanto diré de mí,/ porque no soy más que un eco/ del canto natal que traigo en mí”.
De lo que se trata es de poesía con o sin la fuerza vital que anima a la lengua para expresar lo otro, el algo más. Del brío de una palabra que resiste a la masificación, al hombre anónimo, al dolor no compartido, extremos desde los que se escribe toda obra valedera. Y para que esto ocurra se necesitan ciertas condiciones de distancia, concentración y libertad como para ser testigo y, a la vez, parte de un mundo que incita al escritor a darle asiento verbal y escrito.
De donde concluyo que, visto desde esta óptica, el localismo es, paradójicamente, universal, pues alude a cuestiones mundanas como quién nace, quién muere, quién construye su casa, quién parte de viaje, quién no regresa. Cuestiones de vecinos comunes a todos los hombres. Lo demás es pintoresquismo, que no tiene nada que ver con el provincialismo ni con la gran ciudad.
Una de las paradojas del mundo globalizado es la resistencia que genera en la sensibilidad nunca masificada del escritor, permitiéndole responder a su época de manera universal y nada provinciana. La provincia, con su colorido y temperatura propios, y en la otra vereda, la ciudad cosmopolita, con su susurro interminable, ponen de relieve –como un delta de muchos brazos- que las fuentes de la poesía son plurales –están aquí y allá-, pero que nunca provienen de la abstracción ni del cliché.



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