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Opinión 18 de enero de 2017

No sé de qué se trata…pero me opongo

Por Alberto Farías Gramegna

En  el texto “La personalidad prejuiciosa”, el psicólogo Gordon Allport escribe que “en todos los casos de intenso prejuicio caracterológico emerge un factor común: la tendencia a sentirse amenazado”. El sujeto, -reflexiona el autor- pareciera que se teme a sí mismo, a sus instintos, y conciencia, al cambio mismo y a su propio ambiente social. Y concluye: “Puesto que no puede vivir cómodo consigo mismo ni con los demás, se ve forzado a organizar todo su estilo de vida. (…) No se trata de que comiencen por estar deformadas sus actitudes sociales específicas sino que es su yo el que está lisiado”.

Y es que el prejuicio anida en la incapacidad del hombre mediocre -diría Ingenieros- de trascender su propia mirada del mundo, que cree única, universal y verdadera. Es la tara de los fundamentalistas, sean con discursos de izquierda, de derecha y de cuanto dogma religioso, cultural o social existe. Pero ¿es posible una mirada no ideologizada de los hechos mundanos? Si, a condición de evaluarlos por su validación práctica en el logro de los resultados buscados y no por sus presuntas esencias enunciadas como buenas intenciones. Lo que no resulta posible es desligarlos del marco moral y de la ética que de él se desprende en los comportamientos de los actores: puedo creer estar haciendo el bien con mi adhesión a tal o cual discurso, pero si a poco de comprobar que termino haciendo el mal no cambio mi actitud, habré traicionado mi moral por falta de ética. Como dijo Machado: “Es de sabios cambiar de opinión, cuando la realidad la objeta”.

 La “naturaleza” perceptiva del prejuicio social

 Toda percepción es selectiva. Se sostiene en un pre-juicio de la cosa percibida, porque no es posible percibir -inicialmente y hasta que nos enfoquemos en una mirada reflexiva no prejuiciosa- por fuera de nuestras creencias sociales, culturales y políticas, es decir con independencia de nuestro marco de representación y referencia cotidiana. Por lo que ese inevitable marco espontáneo se constituye, paradójicamente, como obstáculo para acceder a una percepción diferente a la inicial, susceptible de ser despojada de los “clichés” y las etiquetas propias del espíritu de cuerpo, tribu política o clan ideológico, en la que cada quien se incluye como atributo de identidad de pertenencia. De eso sobran ejemplos en un país como el nuestro, con vocación dicotómica, adornado de antinomias y “lugares comunes” tomados de los consabidos relatos maniqueos, donde prevalece la necedad tozuda de confrontar despectivamente, siempre cuestionando cualquier propuesta que no sea la de nuestra corporación, porque se atribuye al otro una presunta intención maligna y conspirativa. Nosotros (los buenos) somos la verdad, ellos (los otros, los malos) son la mentira. En épocas de la “post-verdad” de la red, todo vale y de cualquier cosa se hace un tango. El epistemólogo Gastón Bachelard sentenció: “El conocimiento (anterior) es un obstáculo para el conocimiento (nuevo)”. En otras palabras, el prejuicio manda sobre la razón evidente. Esta realidad cultural fáctica en ocasiones es aprovechada por la “mala gente”, aquellos que llevan agua servida a su molino de estiércol, en tierras de intereses “non sanctos” y ya se sabe que para los taimados de toda laya, “cuanto peor mejor”  y  “a río revuelto…”

 La necia cultura del facilismo

 Según la RAE, la expresión “facilismo” es de uso común en Argentina, Colombia, Cuba, Ecuador, Honduras, Perú, Uruguay y Venezuela y alude a la tendencia socio-cultural a “hacer o lograr algo sin mucho esfuerzo, de manera fácil y sin sacrificio”. Un ejemplo de inercia cultural: “Aquí las cosas siempre se hicieron así, no nos compliquemos tratando de cambiarlas”, me dijo alguna vez, entre irónico y escéptico un antiguo empleado de una empresa, al que muchos veían como un “hombre práctico”, ante mi requerimiento como responsable del área de RRHH, de revisar ciertos aspectos en la organización del trabajo. Se ha dicho hasta el cansancio que nuestra sociedad ha perdido la “cultura del trabajo”. Ante la falta de educación y de motivación vinculada con la calidad de vida laboral y el orgullo profesional, ya pocos se esmeran en “hacer bien las cosas”. El “se igual” es heredero de la falta de “premios” y “castigos”, reflejo de la mediocridad necia de creer que premiar la excelencia, el esfuerzo y el talento es “discriminar” o “estigmatizar” (sic) al que no alcanza esa performance.

Es decir que se confunde oportunidad con resultado. Con el argumento (en general muy cierto) de las injusticias sociales y los determinismos socio-económico-culturales, se pretende “corregir” la desigualdad de oportunidades, proponiendo la “igualdad nivelando para abajo”, diría mi abuela. En nombre de la democratización de la educación, por ejemplo, al negar las diferencias en los rendimientos, se condena al virtuoso a la mediocridad y al mediocre a la desmotivación para dejar de serlo. Una ideología siniestra de la necedad en nombre de una confusión axiológica propia del integrismo populista. El problema del necio no es que no sepa, sino que no sabe que no sabe, en su terca y porfiada actitud ante la evidencia, que por otro lado no sabe, no puede o no quiere ver por su Yo lisiado. Hace muchos años, tomado un café frente a lo que es hoy la TV Pública y en aquella época ATC, un conocido primer actor del teatro nacional me dijo: “Pibe, nuestro problema es que no queremos tener un país, sino un “ispa”. De haber estado allí el gran Ortega y Gasset, le hubiese respondido enfáticamente, “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas!”.



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