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03-03-2015

El populismo y la independencia de los jueces

Es hora de comenzar a aceptar que la imparcialidad también existe.

por Aleardo F. Laría (*)

Una de las herencias más nefastas que ha dejado el populismo en la cultura argentina consiste en la dificultad de aceptar la independencia de los jueces (y periodistas).

Bajo una concepción que considera que existe un conflicto político permanente entre el "pueblo" y el "bloque dominante", todas las decisiones judiciales -al igual que las opiniones periodísticas- son consideradas justas o injustas según se acomoden al interés político de las partes en juego.

Desde esta concepción política, no existiría espacio para la imparcialidad.

Lo sorprendente es que esa forma de analizar las decisiones judiciales contamina no sólo a los populistas, sino también a muchos de los que estando en la vereda de enfrente no advierten que incurren en errores simétricos al de los populistas.La muestra más palpable de la creencia en la inevitable politización de las decisiones judiciales la ha brindado recientemente la presidenta Cristina Fernández con su tesis acerca del surgimiento del "partido judicial". Está en las entrañas del populismo suponer e imaginar que "todo encaja con todo".

La interpretación de las diferencias y desacuerdos políticos en clave conspirativa, donde los representantes de la soberanía popular reciben el acoso permanente de los poderes fácticos, lleva inevitablemente a pensar que cualquier decisión judicial no compartida forma parte de la trama conspirativa.Es innegable que los esfuerzos constantes del populismo por ocupar las estructuras del Estado y, por consiguiente, las esferas propias de la Administración de Justicia, evidencian el esfuerzo deliberado por convertir a jueces y fiscales en "militantes de la causa popular".

El populismo tiene una impronta totalitaria que le lleva a justificar sus constantes embestidas facciosas dirigidas a ocupar todos los espacios de poder y en esa concepción no existe lugar para las agencias autónomas del Estado ni para el funcionamiento profesional de los funcionarios encargados de gestionar los servicios básicos de la Administración Pública.

Esta impronta cultural está tan arraigada que ya no sorprende y se acepta con callada resignación, por ejemplo, que los medios públicos de comunicación -radio, prensa y TV- se conviertan en descaradas usinas de propaganda oficial.

Del mismo modo, se consiente que agencias de regulación del Estado -como la AFSCA- que deberían actuar como organismos independientes de aplicación de las disposiciones legales, se convierta en un refugio de militantes de uno de los partidos del Frente para la Victoria, que encuentran así un medio de subvención irregular con fondos públicos.En un contexto político de esta naturaleza, resulta muy difícil argumentar a favor de la posibilidad, necesidad y conveniencia de actuaciones imparciales e independientes en distintas esferas de la vida pública.

Pero justamente, en eso consisten los procesos de modernización que acontecen cuando aumentan y son cada vez más consistentes los espacios del poder o de la sociedad civil donde los funcionarios o responsables de áreas asumen comportamientos de imparcialidad, competencia y rigor profesional, aumentando así la calidad del entramado institucional de un país.En el amplio campo del Poder Judicial es innegable la presencia de jueces, fiscales y funcionarios que se han dejado corromper por la seducción gubernamental, pero también hay que reconocer que son muchos los que se esfuerzan por evitar incurrir en cualquier tipo de discrecionalidad valorativa.

Una prueba palpable de lo que decimos se puede encontrar tras la lectura de los 95 folios de la sentencia de la Cámara Federal que declaró la inconstitucionalidad del Memorándum con Irán, un texto que contiene un razonamiento jurídico impecable y convincente.

En el fondo, una sentencia es siempre una labor dirigida a razonar las decisiones adoptadas, haciéndolas susceptibles de aceptación por las partes. De modo que el esfuerzo por la adopción de un punto de vista imparcial es connatural a la función de juzgar, si bien existe siempre el riesgo de no alcanzar el resultado esperado por ceder, en ocasiones de modo inconsciente, a los prejuicios o valoraciones ideológicas que sesgan el razonamiento. Por ese motivo, se establece la doble instancia, como fórmula que permite filtrar la presencia de valoraciones inadecuadas.La reciente sentencia del juez Daniel Rafecas, que desincrimina a la presidenta de la Nación de la acusación de encubrimiento de un delito de terrorismo producido hace 20 años, ha suscitado numerosas críticas.

Algunas se limitan a cuestionar el razonamiento del juez, sin salir del plano estricto de lo que es un inevitable debate jurídico. Pero, hay otras impugnaciones que van por el lado personal, poniendo en duda la posibilidad de que en este país un juez pueda dictar una sentencia fundada en un razonamiento pulcro e imparcial, estrictamente jurídico. Aunque, también hay que decirlo, el propio juez Rafecas conspira contra la tesis de su independencia, cuando en la sentencia incorpora un párrafo laudatorio de la Presidenta, innecesario y obsecuente. Es hora de comenzar a aceptar que la posibilidad de la actuación imparcial no sólo existe, sino que convendría a todos que fuese la forma habitual de resolver los asuntos contenciosos. No se deberían hacer concesiones a la falacia populista que considera que todas las decisiones quedan inevitablemente contaminadas por el interés político. Hay un amplio espacio para la toma de decisiones imparciales, profesionales, rigurosas y justas.

Cuanto más amplio sea ese espacio, más cerca se estará de alcanzar las cotas de democracia y República a las que legítimamente aspira nuestra sociedad.

(*): DyN.