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Opinión 28 de marzo de 2017

¿Qué hacemos con los presos?

Por Nino Ramella

Leo en la página de Policiales de los diarios diversas sentencias a quien la Justicia ha declarado culpables de distintos delitos. Algunos contra la propiedad, otros contra la vida, otros contra la integridad física o moral de terceros. Cadena perpetua, once años, cuatro años, etc.

Inmediatamente me pongo a pensar en la inutilidad de esas sentencias en el caso en que no haya políticas públicas adecuadas a los contextos de encierro. En nuestro país las penas satisfacen las aspiraciones de quienes están convencidos –la abrumadora mayoría de la sociedad- que la Justicia se perfecciona con el castigo.

Ahora bien, la inexistencia de políticas públicas orientadas a producir cambios en los penados que permitan su reinserción a la dinámica comunitaria no contribuye en medida alguna a mejorar la sociedad en la que vivimos. Por el contrario, las cárceles degradan la condición humana a tal punto que se transforman en un cursus honorum inmejorable para adquirir destrezas criminales y dejar atrás cualquier freno inhibitorio que aleje del delito.

La pena es el castigo a quien delinquió. Constituye lo que llamamos la vindicta pública. De esta manera el Estado subroga lo que en un particular sólo podría leerse como venganza personal. Pero si lo vemos sin la emoción y la empatía para con las víctimas que cualquier delito nos inspira, la pena no es más que una venganza institucionalizada. ¿Mejora eso la sociedad en que vivimos? ¿El castigo desalienta el delito? Absolutamente no.

En nuestro país la población carcelaria está constituida en su abrumadora mayoría por la clase social más baja. Se trata de varones –en proporción de uno a diez con relación a las mujeres-, jóvenes, de escasísima educación, provenientes de hogares generalmente desmembrados. Ese es el preso tipo en Argentina y la región.

Podríamos fácilmente decir que la desigualdad es la que llena las cárceles y que el delito no es exclusiva responsabilidad de los pobres; que los ricos no van presos y muchos etcéteras, pero sería un tema vastísimo que extendería demasiado la brevedad de estas líneas.

Focalizo aquí la cuestión en qué hacer con los presos. Para contestar esta pregunta los más reaccionarios propondrán disparates como los que habitualmente leemos en los foros de los diarios cuando el anonimato da rienda suelta a los pensamientos más atroces. Otros afirmarán la imposibilidad absoluta de recuperarlos. Muchos apelarán al remanido recurso de “quisiera verte a vos si matan a tu madre para robarle el celular” y cosas por el estilo.

Las alternativas propuestas llenan la boca de infatuados comentarios, dichos con la vehemente convicción de quien se sabe depositario de la verdad más noble e inapelable. Pero tengo noticias para darles: nada de eso mejora nuestra sociedad o nos aleja de la inseguridad o de cualquier otro tipo de delitos.

Miles y miles de personas acompañaron la marcha de Blumberg pidiendo el agravamiento de las penas. El clamor “convenció” a los legisladores que se apuraron a votar leyes en consonancia con lo que pedían, llegando inclusive a alterar la proporcionalidad de las penas en relación con otros delitos no abordados. La llamada Ley Blumberg (Ley 25.886) se aprobó por el Congreso  el 14 de abril de 2004, es decir ¡hace trece años! No necesito preguntar si estamos mejor que hace trece años en cuanto a la cuestión de inseguridad.

Las personas que claman la baja de imputabilidad de menores, el agravamiento de las penas, la construcción de más cárceles y demás salidas represivas deberian observar lo que ocurre en otros sitios en relación con las políticas de contextos de encierro y comparar los índices de criminalidad.

Sabemos de sobra que no puede haber paralelismos entre nuestra realidad y los países más desarrollados en este aspecto. El menor número de habitantes y las sociedades igualitaras de estos países no pueden compararse con nuestra región, la más inequitativa de la tierra. ¿Pero inhibe eso de al menos echar una mirada sobre cómo manejan el tema en esos sitios?

Leemos una y otra vez que en Finlandia, Dinamarca, Noruega, Islandia, Suecia y otras naciones cierran cárceles por falta de “clientes”. Ya hice la salvedad de la diferente composición social entre ellos y nosotros. Pero veamos qué hacen. Les transcribiré un artículo que leo en internet de un blog colombiano (www.lasemana.com):

¿Cómo es la vida de un preso en Escandinavia?

Educad al niño para no castigar al hombre, decía Pitágoras. Los países escandinavos parecen honrar esta máxima.

Las cárceles en Escandinavia no tienen cercas ni personal de seguridad. En lugar de cercas, hay campos, y en lugar de seguridad, profesores. La rehabilitación o reinserción de un individuo en la sociedad tras años de prisión hace parte de la política criminal de casi todos los países del mundo, pero muy pocos logran hacerlo realidad. La educación juega un papel fundamental.

Noruega y Finlandia, tienen una de las tasas de encarcelación más bajas de Europa: 66 presos por cada 100.000 habitantes en Noruega y 52 por cada 100.000 habitantes en Finlandia; mientras Estados Unidos registra 727 presos por cada 100.000 habitantes y Colombia 393 por cada 100.000 habitantes, es decir hay sobrecupo: 117.000 reclusos frente a 78.000 de capacidad de albergue.

Escandinavia, a diferencia de Estados Unidos y del mundo en general, es una sociedad altamente educada donde las diferencias sociales son menores. En este sentido, es muy difícil que los individuos sientan necesidad de recurrir a trabajos ilegales para ganarse la vida o subsistir.
Cuando un escandinavo –bien sea un islandés, un finés, un noruego o un sueco– es condenado por violación a la ley penal, es enviado a hacer parte de un programa de rehabilitación o socialización que incluye distintas actividades de orden pedagógico: música, arte, lectura e, incluso, agricultura. Bajo estas actividades aprenden el valor del trabajo y de la ética y el ejercicio de sus talentos naturales como fuerza productiva del país. En otras palabras, son formados intelectualmente, de modo que aprendan a integrarse en el mundo en que viven y a identificarse con su realidad.

El mensaje de la política carcelaria en Escandinavia hace hincapié en privilegiar la necesidad de reintegración del condenado en la sociedad más que en la necesidad de castigo. No se concibe el castigo como justicia, concepción normalmente impartida por las religiones. La justicia en el norte de Europa es asociada con la restitución y con el equilibrio. Si robaste, produces; si mataste, aprendes el valor de la vida. Es decir, una acción negativa se contrarresta con una acción positiva diametralmente opuesta a la que se incurrió.

En el verano, asesinos, violadores y ladrones pueden practicar tenis, cabalgar por el bosque, nadar en la playa o estudiar sobre importantes personalidades de la historia. Los convictos trabajan durante horas construyendo sus propias viviendas en madera y labrando la tierra en una granja con ganado al que hay que atender. Hay leña para cortar y procesar en el aserradero –con hachas y sierras- y cultivos y cosechas que emprender. Si el tiempo de condena alcanza, hasta un certificado laboral de lo aprendido obtienen a la salida.

En América y muchos otros lugares de Asia y Europa, los convictos comienzan su condena en una cárcel tradicional, es decir, en instalaciones seguras o herméticas, pero que tienen los problemas comunes a otras cárceles del mundo: drogas y falta de educación. Los internos permanecen encerrados en sus celdas sin nada que hacer o producir. Pasa el tiempo de su condena y son liberados en igual o peores condiciones en que fueron condenados, por lo que continúan delinquiendo

La cuestión local

La opinión pública reacciona a la inseguridad exigiendo más represión. El poder político no suele traicionar los vaivenes de la opinión pública porque de ella depende. Ergo, las políticas públicas en materia de contextos de encierro y los propósitos de reinserción de los presos no pasan nunca de ser un título de la retórica discursiva.

La escala de la realidad social es tan tremenda y alarmante que podrán encerrar a miles, pero la aparición de nuevos autores de delitos multiplicará varias veces esa cifra. Suponer que la inseguridad mejorará agravando penas es querer parar una ola con las manos.

Los presos van a salir alguna vez. Es una fantasía popular dejar a todos “que se pudran en la cárcel”, por usar un trillado lugar común. Eso no pasa ni va a pasar. Nunca. Ni aquí ni en ningún lugar. El día que estén afuera sería mejor para todos que sus opciones de supervivencia se orienten hacia sistemas productivos y no lastimando a terceros.

Y eso es posible. La reincidencia en los países escandinavos es de un 20 por ciento. En Estados Unidos es del 75 por ciento. En nuestro país la mitad de los presos liberados vuelve a ser detenido antes de cumplir un año en libertad.

En términos generales la mayoría ingresa a la cárcel por delitos de mediana gravedad y con escasa capacidad delictiva. Salen especialistas en otros crímenes más graves y organizados. Raramente ingresan a la cárcel jefes de banda o de organizaciones delictivas. Siempre caen perejiles.

Las cárceles argentinas son espacios donde reina la violencia y el mal trato, además de ser conducidos por los servicios más corruptos dentro del Estado.

Viene aquí una aclaración que una y otra vez me veo en la obligación de reiterar. No suscribo un progresismo bobo que se limita a proteger delincuentes por su condición social. El Estado tiene la obligación de neutralizar la capacidad de daño a terceros de cualquier persona. Sea un menor o un anciano o un demente. Y si por su peligrosidad requiere que pierda su derecho a la libertad pues es una potestad y responsabilidad del Estado ejercer esa fuerza.

Sería bueno que neutralizara tanto la capacidad de un banquero para estafar a miles de ahorristas como la de un pibe de afanar un celular en la calle. Pero este es otro tema que nos llevaría muy lejos. Dejémoslo para otra ocasión.

Despojar de la mínima dignidad a una persona por el delito cometido sólo genera una desvalorización de sí mismo. Y quien no tiene aprecio por su propia vida menos la tendrá por la del prójimo.

Un profesor que eduque, un tallerista que capacite en técnicas artísticas o de algún oficio, lograrán más en la transformación de una persona que decenas de custodios. Es básico y fácil de entender. Pero la cerrazón de las pulsiones no lo dejan ver.

Los institutos de menores de régimen cerrado son otro tema que da para otro artículo. Ya lo abordaremos.

La idea de que el castigo perfecciona la Justicia es una herencia de las religiones que establecieron el castigo como respuesta a quien quebranta las normas. Si llegamos a mirar más allá de este brete acaso encontremos cómo llegar a objetivos que no alcanzamos con lo que venimos haciendo hasta ahora.



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