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Opinión 24 de enero de 2017

Quién tiene más plata

La fortuna de los ocho hombres más ricos del mundo es superior a la que acumula la mitad de la población mundial. Pero el problema es bastante más grave que la situación de ese grupo hiperconcentrado. Y tal vez no tenga solución.

por Agustín Marangoni

En 2014, las 85 personas más ricas del mundo concentraban más riqueza que la mitad de la humanidad con menos ingresos. Dato: la mitad son 3.600 millones de personas. En 2017, ocho personas concentran más riqueza que esa mitad. La cuestión es doble. Los más ricos son todavía más ricos. Y los más pobres son todavía más pobres: hace dos años acumulaban el 0,7% de la riqueza global, hoy apenas el 0,2%.

Los ocho hombres, según los datos de Forbes, son: Bill Gates –fundador de Microsoft– con un patrimonio de 75 mil millones de dólares. Amancio Ortega Gaona –español, dueño de Inditex, que incluye la tienda Zara– con 67 mil millones de dólares. Warren Buffet, de inversiones Berkshire Hathaway– con 60,8 mil millones de dólares. Carlos Slim Helú, dueño de Telmex,  telecomunicaciones de México– con 50 mil millones de dólares. Jeff Bezos, de Amazon, con 45,2 mil millones de dólares. Mark Zuckerberg, creador de Facebook, con 44,6 mil millones de dólares. Lawrence Ellison, de la empresa tecnológica Oracle, con 43,6 mil millones de dólares. Y Michael Bloomberg –exalcalde de Nueva York y fundador del multimedio Bloomberg– con 40 mil millones de dólares.

El patrimonio total de estos ocho empresarios alcanza los 426.000 millones de dólares.

Las cifras son tan exorbitantes que pierden el sentido. El sueldo mínimo vital y móvil en Argentina es de 538 dólares mensuales. Unos 8080 pesos argentinos. Por ese sueldo, una persona dedica ocho horas de su día, casi todos los días de su vida, a trabajar. Argentina se ubica en el segundo puesto de países con mejores sueldos mínimos de la región. Los casos de Chile –373 dólares–, Brasil –245 dólares– y Colombia –229 dólares– son aún más complicados. Y ni hablar de la situación de países como Haití, donde un trabajador en blanco del sector industrial gana 4,84 dólares por jornada.

Las cifras se desprenden de un informe técnico elaborado por la confederación internacional Oxfam, compuesta por 17 ongs que realizan labores humanitarias en 90 países. Cada página del estudio activa una alarma sobre la hiperconcentración de la riqueza y las consecuencias que arrastra para el desarrollo de sociedades igualitarias. Lo lógico: uno no puede leer un trabajo de esas características sin pensar a cada palabra que el mundo se va al tacho. Aunque, de acuerdo a las cifras, el mundo debería haberse ido al tacho hace un siglo. En los últimos veinticinco años, el 50% más pobre de la población nunca tuvo más del 1,5% de la riqueza total. Y el 1% más rico nunca tuvo menos del 46%. Es decir, la desigualdad es histórica. El asunto es que los engranajes de la maquinaria concentradora llevaron el escenario a un extremo nunca antes visto. La cifra es contundente: el 10% de la población mundial tiene más riquezas que el 90% restante.   

Las reglas financieras del sistema capitalista contribuyeron a que los ingresos del 10% más pobre de la población mundial hayan aumentado menos de 3 dólares al año entre 1988 y 2011. Mientras que el 1% más rico multiplicó sus ingresos 182 veces. Esta realidad no impacta sólo a los países pobres o a los países en vías de desarrollo. En Estados Unidos, hace treinta años que el 50% más pobre de la población tiene congelados sus ingresos. El 1% más rico los aumentó un 300%. Es decir, algunos muchos están trabajando para enriquecer a muy pocos. En 2015 las diez empresas más importantes del mundo (todas relacionadas con el sector tecnológico, alimenticio, energético y de comunicaciones) facturaron más que la suma de los ingresos públicos de 170 países juntos. En el mundo hay 194 países soberanos.

El manual capitalista asegura que las empresas son la piedra filosofal de la economía de mercado, porque dan sustento a la construcción de sociedades prósperas y justas. Sin embrago, las reglas benefician a los más ricos, lo cual anula cualquier discusión sobre la justicia de estas reglas. De acuerdo con cifras de la Organización Mundial del Trabajo, hay 21 millones de personas que son víctimas de trabajos forzosos. Esclavos, dicho sin demasiado firulete. La rentabilidad de estos trabajos asciende a 150.000 millones de dólares anuales. En síntesis: hay empresarios que ganan millones porque eliminan el costo de la mano de obra. Y donde no lo pueden eliminar lo reducen al máximo posible. Sólo los países que hacen valer los derechos de sus trabajadores consiguen economías prósperas. El resto, los que se denominan subdesarrollados, no. Son generadores de mercancía a bajo costo. Una usina de trabajadores pobres. Valorar el trabajo y respetar los derechos universales del trabajador sería un arma potente contra la concentración de la riqueza. Pero no sucede por una cuestión simple: los Estados están gestionados y administrados por empresarios que favorecen a los empresarios.

El caso más resonante en los últimos días es el de Estados Unidos. El presidente electo Donald Trump asumió sin experiencia política. Del despacho de su empresa constructora aterrizó sin escalas en la Casa Blanca. Lo acompaña un gabinete que suma 14.000 millones de dólares en patrimonio. Entre las quince personas que administran el gobierno, acumulan la misma riqueza que la tercera parte con menos ingresos de ese país.

trump_1La rueda de la concentración gira sin pausa. En el mundo hay 1810 personas que tienen más de mil millones de dólares de patrimonio. El 89% son hombres y suman entre todas la misma riqueza que el 70% de la humanidad, algo así como seis millones y medio de millones de dólares. El 32% de esos millonarios heredó. El 25% hizo su fortuna con trabajo y grandes ideas. El 43% a través de relaciones clientelares: un enlace directo entre empresarios y funcionarios públicos que devuelven favores –legalmente, entre comillas– a través de licitaciones, obras públicas y demás negociados. Más allá del origen de semejantes fortunas, la gramática económica permite que ese dinero se multiplique a través de un asesoramiento financiero eficiente. Según cálculos simples, en treinta años el mundo contemplará la aparición de la primera persona que alcanzará un patrimonio de un millón de millones de dólares. Lo equivalente al PBI de España, por ejemplo. Esa suma se logrará con los intereses que genera la fortuna en sí misma. Lo más grave es que esta inercia es imparable, a no ser que alguna institución le ponga un tope a las ganancias de una persona. Idea que está a años luz de los principios del capitalismo.

Otra herramienta que podría utilizarse como contención ante esta realidad es la política impositiva. Los ricos podrían pagar impuestos acordes a su capital y a las necesidades de la sociedad. De acuerdo con las cifras macroeconómicas de 2014, Oxfam calculó que un impuesto del 1,5% a las personas que tienen más de 1000 millones de dólares lograría una recaudación de 70.000 millones de dólares, lo suficiente para escolarizar a todos los niños y niñas del mundo y brindar contención sanitaria integral para seis millones de chicos que hoy se mueren en condiciones de miseria: los que comen menos de una vez al día. Un multimillonario de esta escala recibe, aproximadamente, entre el 5 y el 7% de interés sólo por incluir su dinero al circuito financiero. Es decir, nadie dejaría de ganar. Bill Gates, el más millonario de todos, ha dedicado buena parte de su capital a programas filantrópicos. Pero él mismo reconoció que la filantropía no puede nunca sustituir una política fiscal justa y adecuada a los contextos sociales.

En este punto es donde aparecen los denominados paraísos fiscales, que muchos han quedado al desnudo con la aparición de los famosos y poco difundidos Panamá Papers a principios del año pasado. Estos paraísos son espacios neblinosos donde los millonarios esconden su dinero para evadir impuestos. El dinero, en muchos casos, fue ganado con trabajo genuino. En muchos casos no. Da lo mismo: el objetivo de un paraíso fiscal es no tributar. O lo que es igual: no retribuir al Estado lo que el Estado necesita para dar contención social. Los paraísos fiscales son un problema serio. Se estima que los países en desarrollo pierden entre 100.000 y 240.000 millones de dólares anuales consecuencia de la evasión de las grandes empresas. Los perjudicados son todos, pero en especial los sectores más vulnerables, porque dependen de los servicios públicos para subsistir.

De acuerdo con el número grueso de los Panamá Papers, los paraísos fiscales esconden casi ocho millones de millones de dólares. El propio FMI reconoció que se lava por año un monto equivalente al 5% del PIB mundial. Esos dólares están quietos y anónimos. Como si no existieran, literalmente.

El dato de los ocho millonarios más millonarios hizo ruido la semana pasada. Y, como era de esperar, en minutos salieron los militantes de la meritocracia a señalar que ahí no hay ningún problema. De hecho, felicitaban a estos hombres por tener su fortuna registrada y en movimiento. El argumento principal asegura que el cálculo de porcentajes es engañoso porque las riquezas del 50% más pobre de la población es inferior al 1% de la riqueza total. Entonces, cualquier persona que percibe un salario mínimo vital y móvil como el de Argentina, por ejemplo, ya se ubica muy por encima del 10% de la humanidad que vive con menos de un 1,9 dólares por día. También esgrimieron que los índices de pobreza extrema mundial son los más bajos de la historia. Hace 25 años llegaba al 37% de la población; hoy el 10% se encuentra en esas circunstancias, según datos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Todo esto es cierto. Pero la lectura es incompleta.

El hecho que exista una franja media más holgada que las franjas más pobres no sirve como argumento para aceptar el escenario global de hiperconcentración, evasión impositiva y diseño de políticas para favorecer a los más ricos. Y menos que menos para justificar que exista un 50% de la población mundial con casi nada. O nada. El capitalismo no contempla la igualdad, eso es claro. Ni siquiera contempla la posibilidad de redistribuir aunque sea una parte mínima de los que más tienen. El dato espectacular de los ocho millonarios eclipsa la ausencia de políticas efectivas y de discusión profunda acerca de las estructuras que favorecen la concentración de la riqueza.

La clave está en el conocimiento. No de las cifras globales. No. Lo que está en juego en el mundo hoy es el conocimiento necesario para generar riqueza. La brutalidad del sistema, con todos los índices negativos que arrastra a nivel social, comienza con la falta de oportunidades. La lectura del cuánto es incluso secundaria. Hablar de millones de millones de millones es una discusión en abstracto. Lo que sí se puede figurar es que los países de mejor desarrollo económico son aquellos que invierten en conocimiento, en el know how.

El conocimiento cotiza más que la materia prima. La preocupación de un gobierno no puede anclarse en tentar a las multinacionales para que generen puestos de trabajo. Las negociaciones por el costo de la mano de obra y exenciones impositivas son una opción agotada. La única salida de la lógica concentradora está en lograr que los individuos agreguen valor a una economía mediante sus propias herramientas de trabajo. Educación, capacitación, presencia del Estado y gestión eficiente de los recursos públicos. Es una salida a largo plazo. Pero es la única real.

Para quebrar los engaños políticos primero hay que visualizarlos. El capitalismo es un sistema que genera todas las condiciones para persistir en los mismos errores. El capitalismo, tal como está planteado hoy, es un error en sí mismo. Se demuestra con cifras.

Foto 1: Alpha Coders

Foto 2: La prensa



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