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La Ciudad 10 de octubre de 2017

“Sólo Dios sabe cómo sobrevivimos”

A casi cuatro meses del hundimiento del buque pesquero "El Repunte", los únicos sobrevivientes de la tragedia, Lucas Trillo y Julio Guaymas, rompieron el silencio. "Ya nada volverá a ser como antes", confían durante la extensa charla con LA CAPITAL

por Marcelo Pasetti
@marcelopasetti

Viernes 16 de junio. 18.30. Los hombres están agotados pero contentos. Acaban de completar todos los cajones de la bodega de “El Repunte” con langostinos, tras dos días y medio de navegación. En realidad, uno de esos días no hubo buena pesca, pero el tiempo alcanza como para amarrar en el puerto sureño el domingo y recibir los llamados telefónicos de esposas e hijos por el Día del Padre. La campaña viene bien y habrá tiempo, piensan, para más salidas. Uno de los marineros se lamenta porque no podrá ver el partido de Aldosivi y Boca, en el Mundialista. Es hincha de Boca, pero también de Aldosivi, dice.

“Muchachos, después de bajar el pescado amarren todo bien porque se viene un temporal grande”, ordena el primer oficial, José Arias. Julio Guaymas, primer pescador, da las indicaciones de rigor para amarrar las redes y los portones. Siguen las cargadas futboleras. “¿Cuándo juegan por la Copa Libertadores?”, chicanea uno de River, apuntándole a los boquenses pero también a los de Independiente, que en “El Repunte” están parejos en cuanto a hinchas. Sivano Cóppola, fana de Rosario Central, salta por todos. “El domingo ustedes pierden con Racing, gallinón”.

El viento empieza a soplar con más fuerza, pero los pescadores, cumplida la tarea, en lo único que piensan es en cenar. Le habían metido muchas horas seguidas al trabajo y están empapados. Un baño rápido y el alivio de ponerse ropa seca. A esa hora, son un ejército hambriento, deseoso por recuperar la energía perdida.

“¡Te quiero Ricky!”, celebra alborozado el primero de los muchachos en llegar. Se restriega las manos y espera sentado a sus compañeros en el pequeño comedor, mientras el cocinero, José Ricardo Homs, se apresta a servir el asado al horno con papas. El capitán, Gustavo Sánchez, cenó más temprano. Algo de centolla, que había quedado de la noche anterior, y un sándwich. Sube al puente y le dice a Arias, que enciende su enésimo cigarrillo, que baje a cenar. Son casi las 21.

“Andá que yo me quedo acá”, le dice “El Gallego” Sánchez, mientras que con esa mirada experta de los hombres de mar, prácticamente radiográfica, analiza las olas que siguen creciendo en altura y fuerza. Salvo un maquinista que también está trabajando, otro que descansa -hacen guardia cada seis horas- y el capitán, todos disfrutan de ese asado reparador. Algunos no ven la hora de irse a dormir. Otros prefieren el ritual de ver alguna película.

“King Kong, Guardianes de las galaxias II, El capitán América Civil War… ¡Lucas, qué películas de mierda trajiste!”, le dispara Néstor Paganini a Lucas Trillo -encargado de la elección y provisión de películas y series- mientras va tirando los DVD sobre la mesa. Los demás se ríen. Lucas también. Ya son un clásico esas gastadas por sus gustos fílmicos. Por eso Lucas ni les cuenta que el domingo, en Puerto Madryn, piensa pasar un par de horas en el cine viendo “Piratas del Caribe 5” o “La Mujer Maravilla”.

“Si no te gusta, la próxima trae películas vos”, le replica Lucas, cacheteándole la cabeza a su amigo.

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Sábado 17 de junio. La mayoría de los hombres ya descansan en estas primeras horas del sábado. Se escuchan los ruidos del motor del barco que navega a toda máquina, también el inconfundible sonido de las olas pegando sobre la embarcación. Están a 20 horas de navegación de Puerto Madryn.

Guaymas está durmiéndose pero oye algo que lo despierta. Llega al comedor y ve a Lucas secando el piso con un trapo. Le da una mano y baja el primer oficial Arias a preguntar qué sucede. Algo extraño. El barco, perciben, está escorado a babor, hacia el lado izquierdo. Lo averizan y “El Repunte” queda derecho, y el comedor seco. Sin embargo, a los pocos minutos, se produce como un martilleo constante de olas. Una seguidilla de olas muy fuertes que impactan contra el pesquero. El ruido es ensordecedor. Lucas ve cómo se hunde una chapa de la cocina. Ya hay preocupación. El barco vuelve a torcerse.

Guaymas sube al puente para hablar con el capitán. “Gallego, estamos escorados a la otra banda. ¿Qué pasa?”, pregunta el hombre que tiene varias tormentas en alta mar sobre sus espaldas, desde que empezó a pescar, allá por 1997.

“No sé, Julio… Avisale al Viejo” (Horacio Airala, jefe de máquina).

Julio repite la pregunta ahora ante otro interlocutor. “Ahí estoy trasvasando combustible para adrizar el barco”, le responde Arias a Guaymas. En la sala de máquinas no hay agua. Ambos se quedan conversando, pero Guaymas vuelve a encarar al capitán. “Gallego, esto se está torciendo mucho. Cada vez estamos más torcidos”. Insiste para volver a bajar a la sala de máquinas. “No sé qué pasa. Estoy pasando combustible para el otro lado, pero no se endereza”, admite ahora Arias.

Informado el capitán, el pescador recibe una directiva: “Avisale a la gente que por las dudas se levante”.

Hay corridas en el barco. Empiezan a levantar a quienes aún duermen. La orden es juntarse todos en el puente. Ya amaneció, y las olas siguen golpeando, cada vez con más fuerza. Implacables. Una y otra vez.

“Boludo, me olvidé el chaleco”, dice nervioso uno de los recién levantados, y su asombro crece al constatar la situación en el puente de mando. Vuelve a su camarote, manotea el chaleco y se lo coloca. “Tranquilo muchachos, vamos a acomodarlo”, dice el capitán tratando de calmar a sus hombres. El barco está cada vez más inclinado.

“¡Nos vamos a dar vuelta de campana!”, grita otro de los hombres con desesperación. De tener el viento de estribor pasan a tenerlo de babor. “El Repunte” está cada vez más escorado. Ya no responde al timón. Cada vez hay más agua. Quizás entró a la bodega y corrió la carga. Sólo resta esperar la orden para abandonar el pesquero de casi 33 metros de eslora. Se encuentran a 65 kilómetros al noroeste de Puerto Rawson. Los hombres se miran impacientes. “Mayday, mayday”, escuchan al capitán gritando por la radio. La señal de socorro se da en coincidencia con la orden de abandonar el barco.

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Lucas Trillo, 35 años, y Julio Guaymas, de 39, son los dos únicos sobrevivientes del hundimiento de “El Repunte”. Aquel 17 de junio perdieron sus vidas José Ricardo Homs, Luis Jorge Gaddi y Sivano Cóppola. Sus cuerpos fueron hallados en el mar. En tanto, Gustavo Sánchez, José Omar Arias, Horacio Airala, Néstor Paganini, Claudio Islas, Fabián Samite e Isac Cabanchik permanecen desaparecidos. A días de cumplirse cuatro meses de la tragedia, Trillo y Guaymas hablan por primera vez con un periodista. Nada será igual para estos hombres que lucharon por sus vidas entre cuatro y cinco horas en un mar helado, hasta que fueron rescatados y luego hospitalizados.

“Muchas veces no puedo dormirme. Fue una tragedia terrible, algo que no podré olvidarme en el resto de mi vida. Hace muchos años que navego y he visto otros naufragios. Con el barco en el que estaba antes fuimos a tratar de salvar a otros tripulantes, pero nunca pensé que esto me podía pasar a mí”, admite ante LA CAPITAL Lucas Trillo, el dueño de casa, quien se encuentra junto a su esposa Julieta. Thiago, su hijo de dos años, se divierte apretando botones del teléfono. “Uno nunca se espera esto. Estoy con tratamiento psiquiátrico y tomando medicamentos”, dice quien trabaja en el mar desde hace 14 años. Su padre estuvo en la guerra de Malvinas con el “María Alejandra”, como voluntario civil, haciendo trabajos de inteligencia y de aprovisionamiento. Lucas se crió en los muelles, escuchando historias de pescadores en las charlas de mayores, en la 12 de Octubre. Años más tarde, él mismo contaría ante amigos cuando intentaron salvar a los pescadores del “Fe en Pesca”, o el “Cabo tres puntas”, con una tormenta tremenda, y sin poder acercarse a quienes finalmente fueron rescatados por el “Camerige”. O cuando vio hundirse el “Atlántida”, un día en el que el mar estaba planchadísimo.

Julio Guaymas devuelve el mate. Es un hombre que sabe de tragedias y de pérdidas humanas. Su padre era pescador. Su hermano también. Está desaparecido desde 2005, cuando se hundió su barco. Julio hoy sufre ataques de pánico, reparte su tiempo entre visitas a psiquiatras y psicólogos, y a partir de aquel fatídico 17 de junio, son muchas las noches en las que se ha despertado llorando, o a los gritos. “Esto es muy difícil. No me lo voy a poder olvidar jamás. Uno nunca piensa que le va a tocar. Todo el mundo que navega despide a su familia en el muelle con un beso y un hasta la vuelta. Si pensás que te va a pasar algo no saldrías nunca a navegar”, puntualiza a media voz.

Ambos recuerdan ese último día de pesca, las ganas de volver a puerto para el Día del Padre, y la pesadilla que precedió a la tragedia, en el barco que lentamente fue perdiendo la pelea ante el viento y las olas gigantescas. Las escenas están frescas.

“Cuando ya no había mucho más para esperar, fui a despertar a Fabián Samite (engrasador), porque él dormía en la proa. Me olvidé de ponerme el chaleco. El panorama era tétrico. Yo miré la popa y me di cuenta de que ésta no la pasábamos. Con Fabián Paganini (marinero) abrimos la puerta y se sumó Samite, el que más clara la tenía con el tema de las balsas y la seguridad, porque había hecho un curso de supervivencia. La balsa estaba amarrada. Me pasaron un cuchillo y corté los cabos de seguridad, dejando sólo la cinta final, esperando la orden para abandonar el buque”, cuenta Trillo. Y añade: “Cuando el Gallego (el capitán) pidió “Mayday” por la radio, con Samite cortamos la cinta de seguridad y largamos la balsa”. Entre el viento y el impacto de las olas, la balsa se enredó en la parte de los tangones, concretamente con los cables.

“Fabián Samite se tiró al mar, y atrás yo. No tenía chaleco y fui nadando como pude hasta la balsa. Uno de los cables me pegó y me tiró para abajo. Estuve un rato abajo del agua y cuando pude salir vi que Arias y Cabanchik ya estaban arriba de la balsa tratando de desenredarla, mientras Islas trataba de ayudar a Homs a subir. Ahí me agarré de Julio (Guaymas). El tenía chaleco salvavidas y yo necesitaba recuperar aire. Vi un aro salvavidas y me lo puse por debajo de las axilas. Traté de hacer la plancha pero no podía. Las olas eran muy grandes”, describe.
En el barco sólo permanecían dos hombres. Desde el agua, les gritaban al capitán y al jefe de máquinas que se tiraran. Ya no había nada por hacer. Saltaron sin ganas. Vencidos.

El barco se hundía y con él se llevaba a la balsa, aún enredada entre los cables. “Los chicos se tuvieron que tirar. Después, al rato, vimos a la balsa flotando. La teníamos a cien metros. Era poca distancia, pero resultaba imposible llegar. Todo era un caos. Vi a Arias agarrado a un tablón. También al Gallego. El resto de los muchachos, salvo Paganini y Cóppola, tenían chalecos. Todos intentamos llegar hasta la balsa. Yo sé nadar y no podía llegar. Las olas te tiraban para atrás. Me di vuelta y decidí que me llevaran las olas y la corriente. Encontré una tabla y me aferré como pude”, sostiene Lucas mientras su amigo lo escucha con atención, y su esposa le toca los hombros.

“Cuando se hundió la balsa -interviene Guaymas- yo estaba agarrado del lado de afuera, por el aro. Me hundió y me desesperé porque no podía salir. Finalmente pude hacerlo y recuperar aire. Con los minutos, nos fuimos separando de los chicos. Cada vez más…”

“Dame una segunda oportunidad”

Lucas Trillo se sacudía con las olas. Aferrado a una pequeña tabla, comenzó a patalear y a mover sus brazos. “Iban pasando los minutos, y se sentía el frío. Yo estuve cuatro horas. No sé cómo aguanté. Pensaba nada más que en mi familia. En mi mujer, en mi hijo. No me merezco esto, le decía a Dios, y le rogaba que me diera una segunda oportunidad. Quería sobrevivir“, resalta en su charla con LA CAPITAL. Hace una pausa, ceba otro mate y sigue hablando. “Como no tenía chaleco no podía hacer la plancha, así que tenía que nadar constantemente para no hundirme. Por eso tuve rabdomiosis, que es la rotura de fibras musculares, se eliminan toxinas y todo eso va a los riñones. Un tipo que entrena fuerte puede tener 1.500 unidades de esa toxina y yo tenía casi 10 mil. Por eso mis riñones no funcionaban y tuve que estar en terapia. No podía orinar. Estuve 48 horas sin poder orinar”.

Y continúa: “Ya no veía a ninguno de los muchachos. La tormenta te sacudía y te sacaba para todos lados. Vi cosas que no puedo olvidar”. Hace una pausa y sus ojos se humedecen. “Un avión de Prefectura pasó un par de veces. Le hacía señas pero sabía que nunca me vería. Para colmo yo tenía una remera negra y el aro salvavidas no era tan brilloso como el chaleco. Por más que moviera las manos desesperado no iban a verme. Vi un colchón y me amarré también como para hacer más bulto, para que me viera si pasaba un helicóptero. No paraba de patear para mantenerme a flote. Yo quería moverme para no congelarme. El agua estaba helada. La hipotermia es la muerte sin dolor. El frío te duerme. Te dormís y te morís. Con las manos apretaba la tabla como para mantener la circulación y el calor corporal. Quería vivir…”.

Las fuerzas y las esperanzas iban decayendo. ¿Qué pensamientos se cruzan por la cabeza de un hombre en ese momento límite en el que, como la pelotita de tenis de la película de Woody Allen, que puede caer de uno u otro lado de la red, se da la pelea final entre la vida y la muerte?

“Yo estaba dispuesto a sobrevivir. Y más aún cuando divisé al barco ‘María Liliana’, que había salido en nuestro auxilio. Cambió de rumbo y se iba acercando. Yo veía gente afuera. Ahí me volvió el alma al cuerpo. Fui nadando como pude y me pasé del otro lado. Si una ola me tiraba contra el barco me mataba… Entonces el capitán dio toda máquina para atrás, para que el barco me hiciera de refugio. Los muchachos me largaron una soga y traté de trepar. El “María Liliana” es un barco altísimo. Ya no tenía más fuerza. Llegó un momento en el que no pude más, y me desvanecí. Las últimas fuerzas que me quedaban las quemé ahí. Me desvanecí y supe que me enlazaron el cuello“, cuenta.

“Dos, no”, pensó mientras veía la escena uno de los marineros del “María Liliana”. Uno de esos tipos anónimos valientes, corajudos, que no lo dudó. Se tiró al mar con una soga y la ató a la cintura de Lucas. Un rato antes, como Trillo, uno de los hombres de “El Repunte” estaba siendo subido al “María Liliana” con una soga, cuando una ola maldita lo arrastró y se lo llevó.

“Me subieron al barco”, sigue Lucas. “Me hicieron reanimación y me sacaron el agua que tenía en los pulmones y en el estómago. Todo eso me le contaron después. Mi cuerpo estaba duro. Me frotaron varias horas con alcohol. Al hospital llegué recién al otro día”, puntualiza quien estará para siempre agradecido a esos pescadores que le salvaron la vida. “El otro día fui a visitarlos al barco, a saludarlos y a decirles una vez más gracias. Había un correntino, René, que no se despegó de mí. Me ayudó y siempre estuvo a mi lado. Siempre hablo por teléfono con él”, dice.

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Jugados y sumariados

Todo fue horrible. Desesperante. Vi a un compañero flotando, muerto, al lado de mí. Yo me aferraba a la tabla que me amarré al brazo con un cabo“, refiere Guaymas, un gigante con cara de tipo bonachón. El estuvo más de cinco horas en el agua hasta lograr ser rescatado. “Pataleaba continuamente y movía los brazos, aunque llegó un momento en el que dejé de sentir las piernas y se me iba acalambrando el estómago. Pero no me quería rendir. Estaba dispuesto a luchar, sacando fuerzas de todos lados y pensando en mi familia”, confía quien tiene cinco hijos, cuatro varones y “una princesa” de dos años. “Se me aparecían sus caritas. Te juro“, indica emocionado. “Luchaba, pero en un momento no tenía más fuerzas. El cansancio y el frío te van derrotando. Sólo tenía la remera puesta porque el oleaje me sacó las zapatillas, el pantalón y hasta los calzoncillos…”. Entre las olas gigantescas, alcanzó a divisar un barco. Era el “María Liliana”. No estaba alucinando. Se encontraba a 300 metros aproximadamente. “Empecé a gritar, a hacer señas, pero no servía de nada. Yo era un punto en la inmensidad. Gritaba, me movía, pero sabía que no me iban a ver nunca”. Julio de repente vio cómo el barco comenzaba a alejarse. “Ahí perdía mi gran oportunidad. Ya esperaba la muerte“.

Un poco después, supo que un helicóptero de la Prefectura se acercaba. “Nos están buscando”, pensó. El helicóptero se acercó más y más, y Guaymas vio cómo bajaba un rescatista a levantar un cuerpo que estaba flotando a 150 metros. Cumplida esa tarea, el helicóptero se disponía a volver a su base. También se iba. Sin embargo, giró y volvió. “Negro, te vimos de pedo, cuando ya nos íbamos“, le contó días más tarde el piloto.

“Cuando los vi arriba de mí reviví. Cuando bajó el rescatista era tanta mi desesperación que le arranqué el casco con la cámara. Me subieron, me sacaron la remera y me envolvieron con una frazada. Uno de los muchachos se tiró encima mío y me abrazaba para darme calor. Yo no podía más, me dormía”.

“Negro, no te duermas. No te duermas. ¿Luchaste tanto y te vas a rendir ahora? Vamos carajo, no te duermas. Negro, aguantá…”. El pescador escuchaba, nunca perdió la conciencia. A los quince minutos ya estaba recibiendo suero caliente en el hospital. Recién a las once de la noche comenzó a recuperar la temperatura corporal. Los rescatistas de la Prefectura fueron a visitarlo. Julio no sabía cómo agradecerles. “Esos tipos se jugaron la vida. Pero además, qué locura, se comieron un sumario por haber despegado del Puerto cuando no podían por el temporal. No los dejaban despegar pero salieron igual y fueron sumariados. Salieron bajo su propia responsabilidad. Les debo mi vida“, consigna.

En su casa atesora el regalo que le llevó  uno de los socorristas de la Prefectura en una de las visitas al Hospital. “Tomá”, le dijo. “Esta es la primera frazada con la que te cubrimos”.



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