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Opinión 13 de marzo de 2017

El buen psicópata

Por Fabrizio Zotta

La columna ya estaba escrita. Había pasado por alto el concierto del Indio en Olavarría, y me iba a referir a otro asunto. Pero el domingo desperté con las noticias conocidas por todos, y lo primero que me vino a la cabeza fue un reportaje que leí hace muchos años: aquel de Enrique Symns a Solari, en la revista Cerdos y Peces, cuando aún eran amigos y Symns hacía monólogos en los shows de los Redondos.

En esa entrevista, Solari desplegaba su reflexión en torno a los psicópatas del siglo XXI: decía que la única manera de sobrevivir al sistema que se iba gestando en el nuevo orden mundial era volverse un psicópata. Era enero de 1987, en ocasión del lanzamiento de Oktubre, y el Indio explayaba una teoría que también convertiría en canción, dos años después, en “La parabellum del buen psicópata”. Decía Solari: “Para mí [los psicópatas] son héroes urbanos potenciales que no han tenido mucho éxito en su relación con los demás. No resulta aventurado pensar que el psicópata es un tipo de vanguardia, un nuevo modelo de personalidad que en el siglo XXI podría ser la expresión central de la naturaleza humana.” Y cerraba la idea con una autorreferencia premonitoria: “No me gustaría convertirme en un psicópata, yo preferiría que este sistema no prosperase.

Cuatro años después de esas declaraciones, el propio Indio escribió el comunicado de su banda tras el asesinato de Walter Bulacio, en abril de 1991. Decía: “Por las características de la dinámica televisiva, los medios de información apelan a discursos efectistas que degradan los sentimientos. Por ejemplo: el repetir los actos de dolor porque la grabación lo exige. La gracia final, siempre, es mantenernos entretenidos. La esclavitud ante estos canales provoca una dificultad casi absoluta. Este estilo político televisivo está inundando nuestros pensamientos, nuestras pasiones y nuestros sueños.” El caso Bulacio, además de ser la primera de unas cuantas muertes en shows de los Redondos, generó la pelea entre Solari y Symns, cuando este último lo acusó, públicamente, de ser un asesino.

En 1991, Symns escribió: “[A Bulacio] lo mató un policía pero a ese repugnante tipo lo contrató la banda y siempre el que paga tiene más responsabilidad que el contratado. El Indio jamás fue a una marcha y ni siquiera aceptó la índole criminal de la muerte de Walter”. El final del razonamiento del periodista es que Solari era, también y en parte, el asesino de Bulacio. A un cuarto de siglo de todo aquello, Olavarría vuelve a poner en crisis las formas del Indio frente al hecho, y la cuestión de la responsabilidad del artista en lo que sucede con su obra. Se levanta la consigna post Callejeros de “El rock no mata”, frente a la conjunción de negligencias, desidias de organización, negocios políticos y ambiciones económicas. Y, también, por supuesto, frente al propio artista.

Aquellos conciertos de los Redondos, y los de hoy de su ex líder, son un hecho social, además de un hecho artístico: ¿Por qué sucede lo que sucede? ¿Dónde está el goce? La “misa ricotera” -de la que disfrutan impunemente los medios de comunicación- ¿habla de la obra o de lo que sucede fuera de ella? Solari es uno de esos artistas que aún produce una magia, que mantiene una pulsión artística, sin ser una maqueta, como tantos otros, de lo que en algún momento fue. Es inexplicable, imposible de analizar, incluso para él: “Yo no sé por qué soy el Indio Solari”, dice en el documental “Tsunami, un océano de gente”, antes de llorar por primera vez en cámara. Y lo que sucede con él lo trasciende, y trasciende al arte mismo.

En Olavarría, en lo que pudo ser el último show de Solari, las palabras de la entrevista de hace 30 años cobran un sentido que la historia parece confirmar: un artista enorme, de una inteligencia deslumbrante, de una sofisticación infrecuente, se inventó para sí una vanguardia de psicópata de siglo XXI para sobrevivir, y paga en el camino los precios que hay que pagar.

Cada vez que graba o toca en vivo se leen las crónicas de su vida, de sus fobias, de su oscuridad, de su misterioso comportamiento, se lo acusa de su fortuna, de no hacerse cargo de las cosas que provoca (entre las que, por supuesto, se cuentan las cinco o seis muertes en shows de Redondos, además de la de Bulacio, y las dos del sábado en Olavarría) Se lo critica porque tiene una casa en Nueva York, por su lírica del “yo voy en trenes, no tengo adonde ir”, y su realidad del millonario encerrado en su mansión.

Se espera de él un comportamiento al que se niega por fóbico, por extravagante, por ególatra o por necio. O porque sostiene, desde hace 30 años, la rebelión ante lo que considera un modo de la esclavitud, como escribió al morir Bulacio, y como refrendaría hoy. De aquella esclavitud sólo pudo escapar convirtiéndose en el “nuevo modelo de personalidad”, en el psicópata en el que no quería transformarse, y que busca sobrevida ante el monstruo que él mismo ayudó a crear.

También lo señaló Symns, ya recientemente, cuando quiso arrepentirse de su acusación al artista, pero sin compasión por él: “Descubrí que somos víctimas de nuestras ambiciones y que cuando éstas más se acrecientan, mayor es el peligro para nuestro ser. El Indio está cada día más cerca de esas fauces; y su público, ciego a la auténtica música, es cada vez más parecido a las multitudes que concurrían a los circos romanos.”

Como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás.



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