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Opinión 12 de diciembre de 2017

La biblioteca pública: retrato del abandono cultural

La colección de libros naufraga en la desactualización, el edificio está en condiciones inaceptables y ya no hay siquiera servicio de seguridad. Radiografía de un espacio que perdió el 50% de sus socios. 

por Agustín Marangoni

La biblioteca pública Leopoldo Marechal atraviesa un momento crítico. La falta de mantenimiento del edificio, la desactualización del material, las falencias estructurales y los inconvenientes internos por falta de seguridad y de tecnología eficiente repercuten directamente en el caudal de usuarios. En el año 2000 había cerca de 6000 socios activos. Hoy no llega a los 2700. Este número va a contramano de lo que sucede en las principales bibliotecas públicas del país, donde la cantidad de asociados crece con el correr de los años.

La biblioteca, como institución, está en el centro del análisis a nivel internacional. El avance de las nuevas tecnologías redefinió su rol y su proyección en la sociedad. El Manifiesto Ifla/Unesco sobre la biblioteca pública explica bien claro que no es un lugar donde sólo se prestan libros, es también un espacio de encuentro, un engranaje para la inclusión y un dispositivo clave para la diversidad cultural. Dadas las circunstancias, la profundidad de este planteo en Mar del Plata está a años luz de distancia.

Vamos por partes. La colección de la biblioteca Leopoldo Marechal no se actualizó prácticamente nunca. El Concejo Deliberante, cuando aprueba el presupuesto anual, asigna una partida para la compra de material, pero esa partida no se ejecuta completa. Llegado el momento, los fondos se transfieren para otros sectores. En consecuencia, la biblioteca queda siempre relegada. La última compra de libros se efectuó en 2011, pero tampoco alcanzó. La anterior fue en 1993.

Las bibliotecas se evalúan a partir de la antigüedad de su colección. Cuanto más actualizada, mayor valor. La biblioteca LM tiene una colección vieja, realidad que contradice su espíritu. Originalmente, fue pensada para apoyar la lectura recreativa, en especial novelas y literatura infantil. Su tarea es incentivar el hábito de la lectura. El problema es que durante los últimos veinte años se confundió el rumbo hacia una biblioteca escolar y universitaria. Además, no es una institución depositaria. Los textos que quedan viejos y nadie usa –por ejemplo un libro de derecho civil de hace cuarenta años o un manual de informática que explica cómo usar Windows 95– no deberían estar en el archivo. El depósito hoy tiene cerca de 80 mil libros, de los cuales se utilizan menos de la mitad. Ese caudal entorpece la indexación y la organización interna. En total, sumadas las 30 bibliotecas públicas de Mar del Plata, hay 308.000 libros. Y son números aproximados, porque el sistema informático no es preciso. Ni siquiera se hace un seguimiento sobre cuáles son los libros y las temáticas que más demanda tienen. Es un procedimiento simple –obligatorio en estos tiempos de big data– que permitiría interpretar la actividad de los socios y mejorar las prestaciones. No se hace, porque no hay con qué.

En este punto surge la dificultad compleja de las donaciones. Decenas de familias quieren llevar a la biblioteca los libros que quedan de las mudanzas, de las casas de campo o las colecciones de personas que fallecieron. En el 99,9% de los casos esos libros no tienen valor alguno. Suelen ser libros vetustos o, directamente, de mala calidad. Las bibliotecas no se pueden alimentar de donaciones, eso produce que las colecciones sean aleatorias, sin criterio ni planificación. Y ni hablar del espacio que ocupan.

biblioteca_2El depósito de la biblioteca está castigado por las filtraciones de agua y la humedad. El papel es un soporte delicado que se degrada con facilidad y requiere de un seguimiento constante. Lo mismo pasa en los anaqueles de la sala de lectura silenciosa del primer piso: los días de lluvia quedan expuestos a goteras y a las filtraciones de las paredes. En los últimos meses se hicieron tareas parciales de mantenimiento, pero no alcanzaron para contener el agua que también cae sobre las mesas y las luces.

Los problemas de esta sala se acumulan hace años. En invierno, como hay buena calefacción, entra gente de la calle para dormir. Al no haber seguridad –no hay servicio de vigilancia en ninguna dependencia de cultura municipal– esas personas se acurrucan en un rincón hasta el horario de cierre; a veces se esconden en los baños y son los mismos empleados los que tienen que pedirles que se retiren. Es común que se acovachen para comer o que hagan ruido. Y hasta encontraron gente masturbándose.

Desde el punto de vista estructural, la sala no tiene ni enchufes. Los estudiantes no pueden trabajar con sus notebooks, ni cargar celulares o tabletas. Se instalaron luces nuevas hace diez años, pero los tubos se fueron quemando y nunca se repusieron. Buena parte de los escritorios no tiene luz. Y sobre la pared del fondo se apilan las sillas rotas que no se reparan.

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En el hall del primer piso se habilitó una sala parlante para que los jóvenes estudien en grupo. En el servicio de entregas, las computadoras están conectadas a una instalación precaria: los cables cuelgan de muebles y cajones –tanto cables de red como cables de electricidad– lo cual, además de estar fuera de regla, es peligroso. Tampoco hay un servicio de internet fluido, ni para uso interno ni para los lectores. La velocidad apenas supera 1 mb de descarga y la autenticación hay que renovarla cada media hora, tiempo que para un usuario que está estudiando, tal vez dos o tres horas de corrido, es insuficiente.

El viejo catálogo de fichas fue reemplazado por un sistema digital. El tema es que hay apenas tres computadoras de consulta –una sola para el catálogo– con máquinas de hace quince años. Es tan lento el rendimiento que los empleados tienen que turnarse para usar el sistema. Si lo usan al mismo tiempo se satura. Se podría usar un software superior, gratuito y de código abierto, pero las computadores que hay no lo soportan.   

Los baños están desatendidos. Pierden agua, los artefactos están viejos, no tienen tapa en los depósitos, las cañerías están fuera de combate, los techos y las puertas están manchados con inscripciones. Ni siquiera hay papel.

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El buffet, a un costado de la planta baja, hace más de un año que no renueva la concesión, por lentitud burocrática. Sólo quedó la barra y dos muebles cerrados con candado. Ese espacio vacío desperdicia la posibilidad de atraer gente a tomar café o almorzar, de generar ingresos y de comunicar las actividades literarias, que hoy son pocas y están escondidas en un universo escaso de público.

A las nueve de la noche, los empleados son los encargados de cerrar con llave. Como no hay vigilancia, primero tienen que revisar cada rincón para asegurarse de que no haya quedado alguien escondido. Suele pasar y es un momento incómodo. Una vez que termina el recorrido, sí, cierran, solos, en plena oscuridad de la noche.

Sobre quiénes usan y qué leen

La biblioteca Leopoldo Marechal recibe mayoritariamente estudiantes secundarios, universitarios (los de Derecho son habitué por proximidad) y adultos mayores. A ojo, los empleados calculan que lo que más se lee son novelas, en especial las nuevas. Los estudiantes suelen llevar su propios apuntes. El público adolescente va en busca de sagas del estilo Harry Potter, Sinsajo, entre otras, porque son caras en librerías, ninguna baja de los 400 pesos. También tienen una demanda activa los libros de alimentación saludable, manualidades, biografías, yoga y autoayuda. Es lineal: se pide lo mismo que impone el marketing y la publicidad. El dato es un reflejo de la poca influencia que tiene la biblioteca para proponer un recorrido de lectura distinto al que diseña el mercado.

Los pocos libros actualizados que llegan se consiguen a través del acuerdo que la gestión anterior de gobierno firmó con las librerías, el cual determina que el impuesto municipal se puede pagar con libros. A las librerías les conviene porque entregan textos al precio final de venta, es decir, con su ganancia incluida. Y a las bibliotecas también les conviene porque reciben material actualizado. Ese trámite se realiza a través de la Secretaría de Hacienda. Se labran cédulas, se acuerdan los montos anuales y la Dirección de bibliotecas reparte esas cédulas entre los bibliotecarios para que se acerquen a las librerías y retiren material. El problema es que los montos no alcanzan. Un ejemplo directo: se inauguró la carrera de medicina en la UNMdP. La biblioteca Marechal no tenía material actualizado. Un libro académico sobre anatomía general, por citar una materia, tiene un costo de 5000 pesos. Es decir, con sólo comprar dos libros de una materia, de una carrera específica, se agota una buena parte de los recursos.

Sobre este punto, en los pasillos de las bibliotecas se escuchan quejas sobre el criterio de la directora de bibliotecas, María Paz de León, cuadro del riñón de Vilma Baragiola y Maximiliano Abad, para repartir las cédulas. Algunas bibliotecas reciben casi nada, bajo el argumento que no generan movimiento de socios. Desde las instituciones señalan que si no reciben material nuevo no pueden motorizar el movimiento de socios. Y así, en un círculo interminable.

Mar del Plata, hace cincuenta años, era una de las tres ciudades con más bibliotecas del país. Sus colecciones se atendían con esmero y eran de consulta masiva. Hoy, sin ideas, sin gestión y sin presupuesto, su biblioteca principal es un edificio olvidado que acumula libros estancados en el tiempo.



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