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Opinión 20 de febrero de 2018

La naturaleza del prejuicio y su resistencia al cambio

* Por Alberto Farías Gramegna (desde Madrid)

“¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio” – Albert Einstein.
“Nosotros no podemos soportar ni nuestros vicios ni sus remedios” – Tito Livio
En “La naturaleza del prejuicio” y “La personalidad prejuiciosa”, el psicólogo estadounidense Gordon Allport (1897-1967) escribe que “en todos los casos de intenso prejuicio caracterológico emerge un factor común: la tendencia a sentirse amenazado”. El sujeto pareciera que se teme a sí mismo, a sus instintos, y su conciencia, le teme al cambio mismo y a su propio ambiente social.

Y concluye: “Puesto que no puede vivir cómodo consigo mismo ni con los demás, se ve forzado a organizar todo su estilo de vida. (…) No se trata de que comiencen por estar deformadas sus actitudes sociales específicas sino que es su yo el que está lisiado”.

Y es que los prejuicios -en particular aquellos vinculados a las ideologías populistas, fundamentalistas, los fanatismos, etc.- son refractarios a cualquier prueba de realidad. Anidan en la incapacidad del “hombre mediocre” -diría Ingenieros- de trascender su propia mirada del mundo que cree única, universal y verdadera. Es también el miedo a abandonar su “zona de confort”, aunque esta sea fuente de constante frustración y sufrimiento.

Parafraseando a Gastón Bachelard, es que el seudoconocimiento creencial es un obstáculo para el conocimiento crítico. Esta es la característica del pensamiento fundamentalista integrista, sea de izquierdas, de derechas, o de cuanto dogma religioso, cultural o social existe.

Prejuicio, ideología y emoción

“Hablan con la seguridad que sólo da la ignorancia”, sentenciaba Borges, dando en el centro de la causalidad del prejuicio ideológico: el sentimiento de amenaza a la identidad, propio de las personas socio-emocionalmente inmaduras. En “Emoción y Sentimientos”, López Rosetti señala que el hombre es un ser emocional, eventualmente capaz de raciocinio. Pero ¿es posible entonces una mirada no ideologizada de las cosas y los hechos?: Sí, claramente, a condición de evaluarlos por su validación práctica en el logro de los resultados buscados y no por sus presuntas “esencias” enunciadas como buenas o malas intenciones. Lo que no resulta posible es desligarlos del marco ético-moral que de él se desprende en los comportamientos de los actores: puedo creer estar haciendo el bien con mi adhesión a tal o cual discurso, pero si a poco de comprobar que termino haciendo el mal no cambio mi actitud, habré traicionado mi moral por falta de ética. Como dijo Machado: “Es de sabios cambiar de opinión, cuando la realidad la objeta”. Sino caemos en la autojustificación que se daba a sí mismo Tomás de Aquino: “No hago el bien que quiero, más sí el mal que no quiero”

¿Qué ves cuando me ves?

Ciertamente toda percepción del mundo es selectiva. Se sostiene en un pre-juicio de la cosa percibida, porque no es posible percibir -inicialmente y hasta que nos enfoquemos en una mirada reflexiva no prejuiciosa- por fuera de nuestras creencias sociales, culturales y políticas, es decir con independencia de  nuestro marco de representación y referencia cotidiana. Por lo que ese inevitable marco espontáneo se constituye, paradójicamente, como obstáculo para acceder a una percepción diferente a la inicial, susceptible de ser despojada de los “clichés” y las etiquetas propias del espíritu de cuerpo, tribu política o clan ideológico, endogámico como toda secta, en la que por labilidad identitaria o por pragmáticos intereses psicológicos o pecuniarios muchos se incluyen como atributo de identidad de pertenencia.

Las creencias responden al mecanismo conocido como “sesgo de confirmación”, es decir las personas encuentran siempre el dato que presuntamente confirma aquello en lo que creen y desestiman “in toto” la información que lo contradice. De todo eso sobran ejemplos entre nosotros, donde la “posverdad” y el prejuicio manda sobre la razón evidente. Esta realidad cultural fáctica, en ocasiones es aprovechada por aquellos que llevan agua turbia a sus dudosos molinos de tierras “non sanctas” y ya se sabe que para el taimado, cuanto peor mejor.

No sé de qué se trata…pero me opongo

“Aquí las cosas siempre se hicieron así, no nos compliquemos tratando de cambiarlas, además seguro que detrás hay algún interés oculto”, me dijo alguna vez, entre irónico y escéptico un antiguo empleado de una empresa, ante el requerimiento de revisar ciertos aspectos en la organización del trabajo. Es que el cambio afectaba no solo a su débil identidad prejuiciosa amenazada por lo nuevo, (como defensa apela a la idea de la intriga y la confabulación) sino principalmente a sus concretos intereses ocultos que proyectaba en los demás. Este es un ejemplo de lo que llamo “inercia cultural perceptiva”.

Se ha dicho hasta el cansancio que nuestra sociedad ha perdido la “cultura del trabajo” y ya muy pocos se esmeran en “hacer bien las cosas”. El “se igual” es heredero de la falta de “premios” y “castigos”, reflejo de la mediocridad necia de creer que premiar la excelencia, el esfuerzo y el talento es “discriminar” o “estigmatizar” (sic) al que no alcanza esa performance. Es otro ejemplo del prejuicio de quien ignora, porque pre-juzgar es ignorar, ya que se cree que se conoce antes de conocer. Con el argumento (en general cierto) de las injusticias sociales y los determinismos socio-económico-culturales, se pretende “corregir” la desigualdad de oportunidades, proponiendo la igualdad “nivelando para abajo”, como ocurre frecuentemente en el ámbito educativo, confundiendo así oportunidad con resultados, una transposición propia del discurso populista. Hoy, por ejemplo, en nombre de lo que se ha dado en llamar “políticamente correcto” se llega a extremos ridículos, absurdo o extravagantes, sobreactuando hasta lo patético.

El problema de la necedad por intoxicación ideológica, es que el sujeto en su terca y porfiada actitud negadora ante una evidencia contraria que no puede percibir, tampoco sospecha la existencia de esa misma limitación. Es la naturaleza del prejuicio.
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