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30-10-2012

Los 52 años del jugador que agotó los adjetivos calificativos

por Héctor Sánchez (*)

Desde los tempraneros títulares en diarios y revistas cuando debutó en la primera división de Argentinos Juniors, a pocos días de sus 16 años, hasta grafitis en las paredes o las letras de más de 20 canciones que lo homenajean en el mundo entero, Diego Armando Maradona cumplió 52 años y para el imaginario colectivo sigue siendo el mejor jugador de todos los tiempos.

No hay futbolero que pueda abstraerse de la magia que generó su juego, ni polémica que lo haya dejado afuera. Pero fue la pelota la que siempre puso las cosas en su lugar -como cuando él la elevaba al lugar más protagónico que puede tener- y la que en definitiva motorizaba los adjetivos calificativos que Maradona agotó.

Igual que sucede con Carlos Gardel en cualquier encuesta que se vote para elegir al mejor cantor de tangos de la historia, Maradona queda afuera de una compulsa futbolera a la hora de definir el podio del fútbol, pero solo para volver con más fuerza tras la aclaración necesaria: está fuera de discusión, pero no del recuerdo permanente de su juego deslumbrante.

El autor del mejor gol de los Mundiales, el que fundió su número 10 en la camiseta con la palabra Dios, el que genera fanáticos que lo vieron jugar y también a quienes no pudieron verlo pero que se saben de memoria sus jugadas y goles a fuerza de imágenes que no paran de ser reproducidas por lo medios electrónicos, ese jugador sin molde fue centro hoy, como cada 30 de octubre, de salutaciones y homenajes planetarios.

Hijo dilecto de la era de la televisión como eje central en la maquinaria financiera del fútbol, Maradona llegó a sus 52 con los pergaminos enmarcados y vigentes, esos mismos que supo conseguir con su talento aún inigualado, y con las polémicas a cuesta como siempre, en un ejercicio verbal permanente que, si le causó pérdidas, nunca fueron determinantes como para opacar la esencia de su fama, que fue el arte de jugar al fútbol.

En Maradona, y eso no se podía saber aquel día de octubre de 1976 cuando ingresó en el segundo tiempo en la vieja cancha de madera de La Paternal para debutar ante Talleres de Córdoba, quedó sintetizada también una de las últimas expresiones del potrero de este lado del Río de la Plata, ese amor por el juego y por la pelota que se fue diluyendo hasta llegar a este presente gris de atletas entusiastas que trabajan de futbolistas.

Ese juego de comparaciones agiganta su figura y sigue deglutiendo adjetivos: de aquel 'barrilete cósmico' que Víctor Hugo Morales inmortalizara en el relato del segundo gol ante Inglaterra en el Mundial de 1986 en México, hasta hoy, no hay definición que no haya planeado sobre su figura para enlazarlo y llevarlo al otro podio, el de los pueblos que lo siguen recibiendo con honores solo reservados para ídolos.

Y los ídolos, cuando pasan determinadas barreras sociales impuestas por los poderesos, y suficiente cantidad de calendarios, entran en la categoría de inoxidables.

Es en ese punto en donde Maradona se repone de frases brillantes y de dichos inconvenientes; de amores y odios verbalizados sin anestesia; de posiciones políticas osadas y audaces que pocos se animan a mostrar (mucho menos en el mundo especulativo y millonario del fútbol) y por las cuales le han pasado factura reiteradamente.

Los 52 años de un mito que traspasó fronteras y mundos casi desconectados del fútbol y confines que pelean por no caerse de los mapas, no conforman un cumpleaños más, sino un día en que el altar de sus incondicionales se ilumina con la paleta de colores del mejor fútbol que se haya podido ver en una cancha, mientras sus detractores quisieran trocarlo por hogueras.

Y será por eso que el jugador por siempre emblema de la Selección argentina festeja sus 52 y lo hace a su manera: envuelto en las mismas llamas que conoce desde muy chico, las que lo iluminaron para alcanzar el Olimpo de los dioses que edifican las sociedades modernas, y las mismas que lo acosan al ritmo de una vida que nunca supo de sosiegos.

(*): Télam.