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29-08-2011

Willy, ese adorable ogro

Y cuando llegue el día del último viaje,

esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

Antonio Machado

por Nino Ramella

Fue el día más feliz de mi vida. Gracias. Lo dijo sin mirarme y poniéndome una mano sobre el hombro a medida que bajaba de mi viejo Citroën que él llamaba "le corbusier". Fue lo último que escuché de Willy. En más de treinta años de hermandad nuestros diálogos transitaban una ironía que alcanzaba cruel mordacidad. Por eso el pudor de esa confesión no le permitía mirarme. A la semana se murió del corazón, sólo para demostrarme que sí lo tenía.

Me complace saber que su día más feliz se lo regaló mi ciudad. Porque fue toda una comunidad que en el recinto del Concejo Deliberante reconoció el servicio que Willy hizo a Mar del Plata desde el Teatro Colón. Aquel día le dije en público que no se preocupara, que era más importante lo que me callaría que lo que dijera. Aquel juego, hoy puedo decirlo, en realidad estaba reservado para el que sobreviviera al otro y al momento de hablar en el cementerio. Ahora me doy cuenta de que era una promesa incumplible. Primero porque no me dio el cuero para decir nada y segundo porque no había nada que callar.

Me quedo pensando en que su muerte parece el remate de una vida guionada. Conquistó a una ciudad difícil y habitualmente mezquina a la hora de agradecer a quienes hacen algo por ella. Y lo hizo desde un carácter podrido. No por nada en su familia lo apodaron El Ogro. Era apasionado hasta la arbitrariedad. Su desmesura era cotidiana. Lo saben bien los artistas locales a quienes él asimilaba frecuentemente a las celebridades más encumbradas de la historia de la escena universal.

Murió Willy hace hoy un año de la forma en que cualquiera desearía para sí mismo. Horas después de que una ciudad le demostrara su amor. Fue cerrar una vida con un gesto perfecto, en una plenitud que pocos alcanzan. Será por eso que me abriga un dolor redondito, que no me lastima y que seguro estoy que rápidamente despertará en mí una sonrisa que todavía la tristeza eclipsa.

Algunas pocas fotos y cientos de preseas, banderines y diplomas agradecidos fue lo único material que Willy dejó en esta tierra. Una pequeña caja fue lo que en un catártico viaje para llorar en soledad -como se debe-, llevé conmigo en el auto de regreso a Buenos Aires. En mi cabeza una y otra vez resonaban aquellos versos de González Tuñón que Willy y yo escuchamos juntos diez, cien, mil veces en la voz de Chemari: ?poca cosa deja el muerto terminada la función. Canción, paloma y baraja. Todo cabe en una caja, todo menos la canción?

La sala del Teatro Colón llevará desde hoy el nombre de Willy. Seguramente la formalidad sumará ese ampuloso Guillermo Eduardo que figura en su partida de nacimiento y ese apellido mal escrito de mil maneras en los diplomas que tapizaban las paredes de su despacho y que ya habían ganado los palcos del teatro.

Lástima que en este caso no haya quien pueda reemplazarlo en esa habilidad que tenía para hablarle al público antes de la función, relacionando conceptos surrealistas casi siempre inentendibles pero que disparaban ovaciones de amor de su incondicional platea.