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12-09-2011

Ciencia, religión y moral

por monseñor Antonio Marino

¿Quién de nosotros podrá negar los beneficios aportados a la humanidad por el proyecto cultural que iniciado en el siglo XVII, con el auge de la ciencia empírica y el racionalismo de la edad moderna, se prolonga en la Ilustración del siglo XVIII y en la revolución industrial y tecnológica que llega hasta nuestros días?

Nuestra capacidad para el asombro se va difuminando ante el ritmo imparable de los adelantos que la ciencia y la técnica no cesan de aportar. Cada día vamos incorporando novedades y recursos de los cuales nos beneficiamos y que van cambiando nuestros hábitos y el modo de solucionar problemas o alcanzar objetivos.

Por ilustrar con sencillez lo que decimos, baste pensar que en materia de telefonía como de informática, aparatos o equipos que superen los cinco años, comienzan a parecernos piezas de museo.

Tecnología y cultura

El optimismo en el poder de la razón para conocer la Naturaleza y sus leyes, y alcanzar así un dominio efectivo sobre ella, ha sido un rasgo inconfundible que ha caracterizado este movimiento cultural. El conocimiento científico y el dominio tecnológico del mundo pasaron a ser la tarea cultural por excelencia. Lo que sabe la ciencia, lo puede la técnica. Surgieron así la revolución industrial y la revolución tecnológica, las conquistas sociales, las transformaciones políticas y económicas, y los reclamos por los derechos de los individuos.

Dentro de este cuadro, sin embargo, se perfila un rasgo inquietante, cuando descubrimos que la racionalidad prácticamente quedó identificada con la ciencia y desde entonces tiende a desvincularse más y más de la moral y de la religión.

Esta última queda, según esta mentalidad, relegada al interior de los templos o de las conciencias, pero no encuentra lugar en la vida pública, que es considerada como el campo donde tiene vigencia la sola razón, la cual juzga a la fe religiosa como irracional, y como una amenaza para la igualdad y la libertad.

En cuanto a la moral, ésta es considerada como resultado de una construcción cultural, relativa a una época y esencialmente cambiante. De este modo, los innegables beneficios aportados por la modernidad, a través de los adelantos científicos y técnicos, quedan privados de una regulación proveniente de los principios de una ética objetiva. Los deseos se convierten en derechos. Todo lo que es técnicamente posible, podrá ser también social y jurídicamente aceptable, más allá de las costumbres establecidas, o de pretendidas exigencias morales, o de las enseñanzas de cualquier religión.

Un solo ejemplo bastará para dar concreción a cuanto venimos diciendo, respecto de esta desvinculación entre ciencia y moral. Por recurso a la biotecnología, el mundo actual conoce el fenómeno de bancos de embriones congelados, en espera de saber qué hacer con ellos; al mismo tiempo, otros son descartados. Esto mismo se vincula con el mercado de compra y venta de ovocitos; o bien el caso de abuelas que gestan en su vientre a un nieto concebido por la fecundación de un óvulo de su hija, fecundación que, a su vez, pudo ser homóloga, con semen de su esposo, o heteróloga, con donante anónimo. La casuística en la materia se vuelve cada vez más compleja.

Proyecto en Diputados

En la Cámara de Diputados de la Nación avanza un proyecto que autoriza técnicas de fecundación artificial. Deberíamos reflexionar seriamente sobre las implicancias de muchos de sus artículos.

En una época de justa sensibilidad por el derecho de los hijos a conocer su identidad ¿es coherente autorizar la dación de gametos (art. 10 y 11)? Además, ¿no se incurre en "discriminación" al clasificar a los embriones concebidos in vitro en "viables" e "inviables" (art. 15), perdiendo estos últimos su derecho a la vida? ¿No estamos cosificando al ser humano al incorporar la figura de la "donación de embriones", algo inadmisible desde la perspectiva de los derechos humanos del niño concebido (art. 6 y 18)? De todo esto resulta que el ser humano así concebido puede ser destruido, conservado o donado por arbitraria decisión de los requirentes de la técnica (cf. art. 15) y se lo priva de su condición de sujeto de derecho. Otra arbitrariedad consiste en obligar a las instituciones de salud a cubrir procedimientos que no son terapéuticos y que merecen serias objeciones ético-jurídicas (art. 23). ¿Existe un "derecho a tener un hijo" abstracción hecha del medio empleado? ¿El ser humano concebido y declarado "inviable" es medio para lograr un fin?

La lógica brevedad del espacio nos impide abundar en cuestionamientos por el estilo. Cerramos con una reflexión de un notable filósofo del siglo XX, Paul Ricoeur: "Comprender nuestro tiempo es poner juntos en relación directa los dos fenómenos: el progreso de la racionalidad y lo que yo llamaría de buena gana el retroceso del sentido".