Las "Estrellas del Pasado" en la óptica de Daniel Balmaceda
Historias, anécdotas, episodios risueños y desconocidos de personajes argentinos, desfilan en el libro "Estrellas del pasado", de Daniel Balmaceda.
En su último libro, "Estrellas del Pasado", con anécdotas compiladas a través de cartas, memorias, biografías, expedientes, partes de batalla, tradiciones orales y periódicos, Daniel Balmaceda descubre hechos desconocidos y "coloridos" de nuestra historias. Asimismo, Mar del Plata aparece presente, entre otros, en dos de los capítulos que acá se reproducen.
Bolívar y el aro sospechoso
El 16 de junio de 1822 fue día festivo en Quito. La ciudad abandonó su actividad cotidiana para recibir a Simón Bolívar. Durante el desfile por las calles abarrotadas de vecinos, el Libertador divisó a una dama de grandes caderas, senos llamativos, contextura gruesa, pelo oscuro y crespo, ojos pardos, boca pequeña y carnosa, que miraba la ceremonia desde un ventanal. Se clavaron las miradas. Ese día, las historias de Bolívar y Manuela Sáenz se entrelazaron.
Manuela tenía 26 años y llevaba cinco unida en matrimonio al médico inglés Jaime Thorne, con quien no intimaba demasiado. Bolívar y la dama fueron presentados formalmente en el baile que se dio a la noche en honor del ilustre visitante. El apeló a una de sus clásicas estrategias de conquista: le contó cómo se conocieron Romeo y Julieta. Funcionó. A partir de allí, la pasión los envolvería en mil historias de encuentros, desencuentros y reconciliaciones.
Una vez concluida la estancia en Quito, Bolívar salió hacia Guayaquil -que sería el célebre punto del encuentro cumbre con San Martín- y Manuela se instaló en la hacienda El Garzal (no muy lejos de allí), desde donde le escribió a su galante Libertador, el 27 de julio, instándolo a abandonar la ciudad y dedicarle más tiempo a ella en ese remanso, lejos de las miradas indiscretas. Pero el caraqueño estaba ocupado, contándole la historia de Romeo y Julieta a una joven de ojos claros, María Joaquina Garaycoa, a quien conoció la noche en que tuvo lugar la fiesta que se brindó al general San Martín.
Los libertadores se entrevistaron a solas el 26 de julio de 1822. Al día siguiente, el argentino regresó a Lima, ordenó sus cosas y regresó a Mendoza, vía Chile, donde inició su retiro. Bolívar debía hacerse cargo del ejército sanmartiniano. Por ese motivo, arribó a Lima en septiembre de 1823. Manuela Sáenz lo hizo en octubre, acompañada de su madre, quien se había propuesto fiscalizar las actividades de su hija y, sobre todo, mantenerla lejos del galán caraqueño. Sin embargo, durante la última semana de octubre de 1823, Simón Bolívar y Manuela Sáenz se vieron una vez más en Magdalena, en las afueras de Lima. Se trata de un lugar histórico. Fue residencia de los últimos virreyes del Perú y también albergó a San Martín.
Allí se encontraba Bolívar cuando una tarde recibió la inesperada pero grata visita de su amante Manuela, a quien no veía hacía tiempo. Ella logró sortear la vigilancia materna, pero no disponía de mucho tiempo. Por eso, el reencuentro comenzó a celebrarse de inmediato y en la mayor intimidad. La joven quiteña corrió a la cama y al deslizarse dentro de las sábanas recibió un pequeño pinchazo: era el aro perdido de alguna dama. Manuela se lanzó sobre Bolívar y lo atacó con uñas y dientes. Se marchó furiosa, luego de dejarle notables marcas en la cara. Durante una semana hasta que cerraran las cicatrices, el Libertador se recluyó en su cuarto. Todas sus actividades se suspendieron, alegando que había enfermado en forma repentina. No se le ocurrió decir que lo había atacado una avispa.
Polizón Sanmartiniano
En 1882, un joven lombardo llamado Giuseppe Deyacobbi (16 años) resolvió ensanchar su mundo, partiendo del norte de Italia en busca de promisorios horizontes. El inconveniente era que no tenía dinero para recomenzar su vida en otra parte. Ni siquiera para pagar un pasaje de tercera clase en algún vapor que cruzara el Atlántico. Por lo tanto, una noche logró abordar un barco y esconderse lo suficiente como para no ser devuelto y que América lo recibiera con los brazos abiertos.
No alcanzó el objetivo de pasar inadvertido. Una vez que lo descubrieron, el capitán dio instrucciones para que lo dejaran en el primer puerto (aún navegaban aguas europeas) o lo pasaran a un carguero que lo llevara de regreso al punto de partida.
Sin embargo, eso no sucedió porque el panadero de a bordo detectó en el chico cualidades latentes y se lo pidió al capitán para tenerlo de ayudante a cambio de un poco de sobrante de comida. De esta manera, el joven Deyacobbi se aseguró el viaje transatlántico y tuvo, como bono extra, la posibilidad de aprender el oficio del panadero. Debe haber hecho las cosas bien, porque al desembarcar en Buenos Aires llevaba una carta de recomendación firmada por el panadero, dirigida a un amigo que trabajaba en Molinos Río de la Plata. A fuerza de empeño y constancia, se convirtió en corredor de la molinera por distintos puntos del país. Hasta que cierta huelga portuaria y otras cuestiones lo obligaron a realizar una estadía demorada en una ciudad que lo atrapó: Mar del Plata.
Las otras cuestiones tenían nombre y apellido: Juana Errecarta. Se casaron en 1888, el año en que el inmigrante cumplía 22 años. ¿Le fue bien al polizón en su nuevo destino? Tan bien que, además de formar una familia con cinco hijos, se convirtió en uno de los puntales del crecimiento de la ciudad. Tratar de entender si Deyacobbi le dio más a Mar del Plata de lo que Mar del Plata le dio a Deyacobbi es lo mismo que discutir sobre el huevo y la gallina. El lombardo instaló el primer molino, fue el promotor de la electricidad y responsable de que los tranvías eléctricos corrieran por las calles del balneario. Fue representante de la cervecera Quilmes, los jugos Bilz, el agua mineral Villavicencio, el licor Cusenier y la firma Mobiloil, entre tantas otras.
No podía dejar de proyectar. Creó una fábrica de hielo cristalino y en marzo de 1934, en los salones del hotel Bristol, presentó ante el presidente Agustín P. Justo su nuevo invento: pescados congelados en las barras de hielo. Por favor, hágase la imagen de pescados de distintos colores y tamaños, como si estuvieran en un acuario, pero frizados en una transparente barra de hielo. La idea no logró arrancar.
José Deyacobbi fue el promotor -junto con Abraham Magnanelli, otro inmigrante que elevó la calidad de Mar del Plata y Ostende- de la instalación del monumento ecuestre de San Martín en el maravilloso parque Villa Borghese, en Roma, inaugurado en 1956. Menos mal que el panadero se dio cuenta de que la esencia de aquel polizón contenía oro en polvo.
El cráneo de Juan Moreira
Durante tres meses, desde comienzos del 1874, las partidas policiales buscaron al gaucho Juan Moreira. ¿De qué se lo acusaba? De varios crímenes originados a partir de peleas cuerpo a cuerpo. Es decir, se trataba de un matón pendenciero que iba acumulando cadáveres en los partidos de la provincia de Buenos Aires. Alsinista devenido en mitrista, oriundo de San José de Flores (hoy barrio de Flores) y casado con Andrea Santillán, Moreira recorría pulperías y tenía el enojo fácil. Se convirtió en la mayor preocupación del Departamento de Policía que dirigía Enrique O'Gorman (hermano de la finada Camila). Según la autoridad, se buscaba a:
Juan Moreira. Oficio: vago mal entretenido. Edad: 46 a 48 años. Religión: católico apostólico romano. Estatura regular, algo grueso. Color blanco colorado y picada de viruelas. Pelo castaño, usa poco bigote y el mentón rasurado. Nariz aguileña. Boca grande, con una herida de bala en el labio inferior. Ojos verdosos. Usa pantalón negro.
A fines de abril, Moreira fue cercado por una partida cuando se encontraba con su compañero Julián Andrade en Lobos, más precisamente en el peringundín de la Estrella. Aclaramos que en los registros policiales se denominaba peringundín y luego piringundín a los lugares de baile de gente de "dudosa moralidad".
Moreira recibió un balazo y cuando, ya malherido, buscaba saltar una tapia para huir, el sargento Andrés Chirino lo ensartó en las costillas con su bayoneta. En un movimiento imperceptible, Moreira sacó una pistola de la cintura y disparó sin mirar hacia atrás pero con una puntería notable: la bala dio en el pómulo derecho del sargento, hiriéndole un ojo. Acto seguido, Moreira tomó la daga que llevaba entre los dientes (medía 85 centímetros) y lanzó un golpe muy efectivo en la mano izquierda de Chirino: le rebanó cuatro dedos; sólo se salvó el pulgar.
Pero la suerte estaba echada. Cayó Moreira y la agonía duró menos de dos minutos. Fue enterrado en el cementerio de Lobos. La noticia llegó a Buenos Aires el 4 de mayo. Chirino nunca recibió la importante recompensa que se ofrecía. Años más tarde, trabajaría de encargado de un edificio en Avenida de Mayo y Chacabuco, en la ciudad de Buenos Aires. En cuanto a Andrea Santillán, le ofrecieron actuar en el teatro haciendo el papel de ella misma pero no aceptó.
Dijimos que Moreira fue enterrado en el cementerio de Lobos, pero luego fue exhumado y el cráneo quedó en manos del doctor Eulogio del Mármol, quien se lo regaló a su colega, Tomás Perón. Dominga Dutey -la viuda de Tomás Perón y abuela de Juan Domingo (quien así se llamó por ella)- mantuvo durante años el cráneo en una sala de su casa. Lo heredó el hijo de Dominga, quien terminó donándolo al Museo de Luján porque el pequeño Juan Domingo lo usaba para asustar a las vecinas y de tanto jugar con él se le cayó y perdió algunos dientes.
Para la calavera fue un viaje de ida y vuelta: regresó a Lobos y hoy es exhibida en el museo Juan D. Perón, el que le hizo perder los dientes.
Un travesti en la Bristol
En enero de 1887, los vendedores de catalejos hicieron su negocio en Mar del Plata, la ciudad que había sido fundada en 1874. La alta demanda se debía a que los hombres habían encontrado la herramienta para espiar a las bañistas. A fines de enero, dos guardavidas de la Playa de la Iglesia (hoy Punta Iglesia, al sur de la Bristol) detuvieron a un mirón que pasó 48 horas en penitencia carcelaria. Le confiscaron el catalejo.
Se hizo necesario dictar normas de conducta. Por encargo del presidente Miguel Juárez Celman, en 1888 la Prefectura estableció el "Reglamento de baños para el Puerto de Mar del Plata" que, entre otras cuestiones, estipulaba lo siguiente:
Artículo 1º: Es prohibido bañarse desnudo.
Artículo 2º: El traje de baño admitido por este reglamento es todo aquel que cubra el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla.
Artículo 3º: En las tres playas conocidas por del Puerto, de la Iglesia y de la Gruta (hoy Cabo Corrientes) no podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras a no ser que tuvieran familia y lo hicieran acompañando a ella.
Artículo 4º: Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras que estuvieren en él, debiendo mantenerse por lo menos a una distancia de treinta metros.
Artículo 5º: Se prohíbe en las horas de baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como situarse en la orilla cuando se bañen señoras.
Artículo 6º: Es prohibido bañar animales en las playas destinadas para el baño de familias.
Artículo 7º: Es igualmente prohibido el uso de palabras o acciones deshonestas o contrarias al decoro.
El próximo artículo trataba de las penas: multas de dos a cinco pesos o arresto de 24 a 48 horas. Reincidentes: cinco a diez pesos o arresto de 48 a 96 horas. Una nueva falta le provocaría al infractor la expulsión de la playa durante un mes.
¿Hubo multas? No sólo eso, sino que también se realizaron nuevas detenciones. Pero el caso más comentado fue el del hombre que en el verano de 1901 se disfrazó de mujer y se metió al agua en la Bristol, en la zona de damas. El señor travestido se vio forzado a abandonar la playa acompañado por una numerosa escolta policial.
