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Opinión 24 de abril de 2018

Cumbre de las Américas: ¿Por qué más de lo mismo?

por Ricardo Rivas

Trabajadores hospitalarios y pacientes participan en una protesta por la falta de medicinas e insumos médicos, en Caracas. Foto: EFE | Cristian Hernández.

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), reportó oficialmente que “lamenta profundamente la deportación de 82 nacionales de Venezuela por parte de Trinidad y Tobago”, el pasado sábado 21 de abril.

Por su parte, Volker Türk, Alto Comisionado Auxiliar para la Protección, precisó que “el retorno forzado de este grupo es motivo de gran preocupación” y aseguró estar “en contacto con las autoridades (deportantes) en procura de aclarar cuál ha sido el proceso legal” por el que se obligó a los refugiados a regresar a Venezuela “para asegurar que Trinidad y Tobago continúa cumpliendo con sus obligaciones internacionales”.

Para el ACNUR es relevante saber si Trinidad -“firmante de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951”- cumple con “el principio de non-refoulement” a esas personas que demandaban la protección internacional.
Dicho concepto –con precisión y claridad- “establece la obligación de los Estados de no devolver a una persona a un lugar donde su libertad, su vida o su integridad física pudiera correr peligro”, recuerda esa agencia de la ONU, en línea con las prescripciones del Derecho Internacional Público para refugiados.

Lo sucedido, obliga a hacer foco sobre la grave crisis humanitaria que se desarrolla desde muchos meses en el Norte de América Latina y que puede extenderse con graves consecuencias sociales, políticas y económicas.

De hecho, en febrero último, el ACNUR distribuyó un reporte al que denominó como “Situación Colombia“, en el que da cuenta de las tareas realizadas en territorio colombiano pero también en Ecuador y Venezuela.

Según ese trabajo, “7,3 millones de personas desplazadas internamente (se encuentran) registradas en Colombia”.
Estima también en “7.861 los (colombianos) refugiados reconocidos” que habitan en territorio venezolano, además “de las 173.673 personas que viven en situaciones similares a las de los refugiados” en ese país.

Agrega luego que “60.524 refugiados reconocidos viven en Ecuador”, donde “un estimado de 226.000 personas han solicitado asilo entre 1989 y 2016”, de los cuales “87,5% son ciudadanos colombianos, mientras que el 12,5% corresponde a otras nacionalidades”.

En Ecuador, revela otro detallado informe del ACNUR, se protege “a la mayor población refugiada de América Latina” de la cual “en un 95% está compuesta por personas que huyen del conflicto armado interno” colombiano en vías de solución a partir de los Acuerdos de Paz firmados en Cuba en 2016.

Pero la tragedia no se agota allí. La organización de la sociedad civil Human Rights Watch, el 18 de abril último, advirtió que “la crisis humanitaria en Venezuela está traspasando las fronteras” de ese país; dio cuenta que “decenas de miles de venezolanos han escapado” hacia otros países y reclamó a los “gobiernos latinoamericanos ejercer una firme presión” para solucionar “la grave escasez de medicamentos y alimentos” que padece la población.

Semanas antes, el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, junto con grupos de exiliados venezolanos, reclamaron a los gobiernos de “Colombia y Brasil instalar en las fronteras campamentos humanitarios para desplazados” que abandonan Venezuela.

En línea con tales demandas, el ACNUR, informó oficialmente que “a causa de la situación en Venezuela, el número de solicitudes de asilo de ciudadanos de ese país se ha disparado” y revela que “mientras que en 2016 se registraron 27.000 solicitantes de asilo venezolanos en todo el mundo, en lo que va de 2017 (julio de ese año), cerca de 50.000 lo han solicitado“.

“Los principales países de destino para los solicitantes (en 2017) han sido los Estados Unidos (18.300), Perú (4.453), España (4.300) y, México (1.044)”, en tanto que “Aruba, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Curaçao, Ecuador y, Trinidad y Tobago, han recibido solicitudes”, agrega el Alto Comisionado.

Las estimaciones más recientes –siempre imprecisas pero para nada exageradas dado que se producen con datos de organizaciones de la sociedad civil, agencias de organismos multilaterales y Estados de acogida) aseguran por estos días que unos 300.000 venezolanos desplazados residen en Colombia, 40.000 en Trinidad y 30.000 en Brasil.

El gobierno brasileño del presidente Michel Temer, el lunes 12 de febrero pasado, para hacer frente a la crisis humanitaria fronteriza con Venezuela en el norteño estado de Roraima, ordenó duplicar la cantidad de militares desplazados en el área.

“Estaremos duplicando nuestros pelotones de frontera”, anunció el ministro de Defensa de Brasil, Raúl Jungmann, en Boa Vista, capital de aquella provincia porque, como lo expresó Temer: “Este flujo intenso de venezolanos crea problemas para el estado de Roraima y ciertamente va a crearlos para otros estados si no tomamos medidas de naturaleza federal”.

Colombia no se quedó atrás. El presidente Juan Manuel Santos, Premio Nobel de la Paz 2016, desde Cúcuta –frontera nordeste con Venezuela- anunció medidas para dificultar el ingreso de venezolanos desplazados “de manera ilegal” para “permanecer en el país como migrantes sin papeles” y envió más de 3.000 agentes de seguridad a ese territorio fronterizo para hacer cumplir las nuevas disposiciones.

Con pocos días de diferencia, entre el 19 y 20 de febrero, en Brasilia, capital brasileña, altas autoridades latinoamericanas abordaron la crisis humanitaria. Isabel Márquez, representante en Brasil del ACNUR, antes que se integrara al cónclave el titular de esa agencia, Filipo Grandi, sostuvo que el encuentro sería “un reconocimiento al espíritu de solidaridad y cooperación que ha caracterizado siempre a América Latina y el Caribe en todo lo que se refiere a protección internacional”.

El 14 de abril último, cuando finalizó la “Cumbre de las Américas” en Perú, se conoció el “Compromiso de Lima” que rubricaron la totalidad de los mandatarios allí reunidos.

En ninguno de sus puntos los Jefes de Estados abordan la crisis humanitaria ni la mencionan. Tampoco la seguridad de los periodistas, ni la impunidad que envuelve la muerte violenta de los trabajadores de prensa en la región y en una buena parte del mundo, pese a que al asesinato de los tres integrantes del equipo periodístico del diario El Comercio, de Ecuador, se conoció en el inicio de sus deliberaciones.

Los cadáveres de Javier Ortega, periodista, Paúl Rivas, fotoperiodista; y, Efraín Segarra, conductor, aún no fueron entregados para que sus familiares, amigos, amigas, compañeros y compañeras de trabajo, ecuatorianos o no, elaboren el duelo para sobrellevar sus ausencias tan trágicas como repentinas.

Sin embargo, los mandatarios nada dijeron en ese “Compromiso de Lima”, un texto deslucido en el que sólo enumeran los objetivos que desde mucho tiempo se incumplen porque no se puede, porque no se sabe o porque no se quiere hacerlo.

Corrupción, gobernanza, acceso a la información pública, transparencia. Los títulos de siempre. Los de todas las cumbres y una “foto de familia” en la que desde siempre los Presidentes saludan sonrientes a los fotógrafos que registran sus estudiados mohines. No son pocos los analistas que entienden que la Cumbre se llenó de muy poco y produjo casi nada novedoso.

Es verdad que, desde el comienzo, el calendario electoral regional jugó en contra del cónclave. Con elecciones presidenciales por celebrarse –en ese momento- en Paraguay, Colombia, México, Brasil y Venezuela, de cada uno de esos países sólo arribaron a Lima seis “patos rengos”, como se suele denominar a los mandatarios en los meses anteriores a dejar sus cargos o sus representantes.

Asimismo, urgido y en su rol de comandante en jefe, Donald Trump, el presidente de los Estados Unidos, no concurrió para seguir en tiempo real los bombardeos que ordenó sobre Siria acompañado de tropas de Francia y el Reino Unido.

Por su parte, desde Chile y Costa Rica, viajaron flamantes Jefes de Estado que pocos días atrás estrenaron sus cargos.

En ese contexto, podría afirmarse que poco más de 400 millones de latinoamericanos no estuvieron representados plenamente en el seno de un cónclave peligrosamente cercano al vacío en sus conclusiones.

La lucha contra la corrupción -uno de los ejes del “Compromiso de Lima”- resulta ser un título latoso por cuanto desde el 29 de marzo de 1996, los Estados Miembros de la Organización de los Estados Americanos (OEA), reunidos entonces en San José de Costa Rica, adhirieron a la Convención Interamericana contra la Corrupción  que de poco sirvió desde entonces.

Desde 2003, también el Sistema de las Naciones Unidas cuenta con una convención vigente desde 2005 

Nada menos que 14 presidentes o vicepresidentes, de izquierdas y de derechas -en ejercicio de sus mandatos o no- son investigados o se encuentran encarcelados por la comisión de acciones corruptas, años después de aquellos documentos que de nada fueron de utilidad siquiera para disuadirlos de no robar junto con empresarios y hombres de negocios a los que debieron haber controlado.

Ningún párrafo admite ni reconoce que el tiempo de las palabras parece haberse agotado a partir de los efectos que las gestiones políticas regionales -con contadas excepciones- aparecen como insuficientes para dar respuestas eficientes a amplios sectores de la sociedad civil sumida en múltiples privaciones.

Sorprende -aunque no demasiado- que los Presidentes y Jefes de Estado, a través de sus sistemas de información pública destaquen que en el “Compromiso de Lima” se abordan cuestiones relevantes -como sin dudas lo son- la “transparencia y acceso a la información; la participación de la sociedad civil en el seguimiento de la gestión gubernamental; la protección de informantes y libertad de expresión; la educación en valores democráticos; el rol del sector privado en la lucha contra la corrupción; el financiamiento de los partidos políticos; la transparencia en obras públicas y compras gubernamentales; el intercambio de información y evidencia jurídica entre las fiscalías; la cooperación entre los sectores bancario y judicial; la profundización de iniciativas de recuperación de activos; y, las medidas contra el cohecho y soborno internacional.”

Sorprende, porque nada de lo consignado es novedoso y, por otra parte, porque los firmantes tienen desde siempre la obligación legal de hacer que se cumplan ese tipo de políticas públicas.

En Lima, sólo en el Título B, Punto 23, del documento final de la Cumbre de las Américas 2018, se exhorta a “proteger el trabajo de los periodistas y personas que investigan casos de corrupción, de manera consistente con las obligaciones y los compromisos internacionales sobre derechos humanos, incluida la libertad de expresión”. Nada nuevo ni mucho menos proactivo.

“El asesinato, el terrorismo, el secuestro, las presiones, la intimidación, la prisión injusta de los periodistas, la destrucción material de los medios de comunicación, la violencia de cualquier tipo y la impunidad de los agresores, coartan severamente la libertad de expresión y de prensa. Estos actos deben ser investigados con prontitud y sancionados con severidad”, prescribe desde 1994, el párrafo 4 de la Declaración de Chapultepec.

Por cierto, siempre es valioso y destacable reafirmar las bases conceptuales que deben sustentar a todo Estado democrático de derecho pero cuando se verifica –después de tales menciones reiteradamente reafirmadas- que la violencia contra periodistas, comunicadores, trabajadores y colaboradores de medios y, ciudadanos en red aumenta, al igual que la grave crisis humanitaria que crece en América Latina y esos temas no aparecen taxativamente consignados en los que pretenden ser documentos para la posteridad, para la historia, la lectura sólo deja sensación de poco. De muy poco.

(*): Periodista. Vicepresidente de la Unión Sudamericana de Corresponsales (UNAC). Miembro del Instituto de Periodismo Preventivo y Análisis Internacional de la Universidad Complutense de Madrid (UCM).



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