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Opinión 8 de noviembre de 2016

Más allá de la máquina

El músico sueco Martin Molin desarrolló un instrumento de madera que se acciona con bolitas de metal y engranajes. Cómo una obra que fusiona lo analógico y lo digital puede conseguir melodías en diálogo con la historia.

por Agustín Marangoni

El arte contemporáneo suele ser denostado bajo el argumento que es cualquier cosa. Un fajo de billetes, por ejemplo. O un calamar pudriéndose en una caja de cristal. La acusación es débil, sin duda, pero hay una realidad: el mundo –pequeño gran mundo– del arte está anémico de ideas nuevas. Lo poco nuevo que sucede es un destello que casi siempre se diluye en la inmensidad. El mercado está detrás de las cotizaciones y no le presta demasiada atención al valor de la obra. Frente a este escenario, buena parte del arte contemporáneo se ha recluido en grupos de artistas y críticos que producen para ellos mismos. Esa reclusión empuja al artista a limitar sus puntos de vista. También su alcance. Vivir encerrado tiene sus costos.

Por fortuna, cada tanto surge algo que sacude la estantería. Tampoco es un sacudón absoluto, ya no existe la posibilidad de semejante cosa. Una obra, en estos tiempos, nunca es completamente nueva ni tiene la necesidad de serlo. Cada creación, cuando tiene un sustento sólido en su idea y en su desarrollo, dialoga con la historia. La historia escrita, la que se está escribiendo y la que se va a escribir. Esa es una de las principales características del arte contemporáneo: recorrer el tiempo hacia adelante y hacia atrás para hablar del presente. O sea: saber qué pasó, alertar sobre lo que vendrá y conocer sus circunstancias.

El autor de este caso es sueco. Su nombre es Martin Molin y tiene 33 años. Trabajó durante un año y medio en su taller de Gotemburgo para crear un instrumento que genera ritmos y melodías en base a un sistema de engranajes, bolitas, micrófonos y embudos. Hasta ahí no hay demasiada novedad, se cuentan de a miles los dispositivos musicales mecánicos que circulan por museos y escenarios desde hace cien años. Lo interesante es el resultado y los enlaces que logra entre arte y ciencia.

Hay algo que siempre es llamativo: el público que no está del todo familiarizado con la gramática del arte suele destacar las obras por su grado de dificultad. Como si lo difícil fuera lo único valorable. En esta obra, ese primer obstáculo está superado con creces. La máquina de Molin es una estructura hiper compleja, no sólo por la forma y los dispositivos que la integran, también por la precisión. La música se construye en el trabajo con el tiempo. El tiempo, para Molin, es una consecuencia mecánica y su principal aliado estético.

Foto 2La idea surgió durante una visita al museo Speelklok de Ultrecht, donde se exponen instrumentos mecánicos. Cuando vio el trabajo de Matthias Wandel quiso aplicar parte de sus conocimientos técnicos –que estudió a través de su canal en Youtube– en un mecanismo propio. Así fue que él mismo creó las 3000 piezas que componen la obra, titulada Marble Machine. Usó 3000 tronillos, 500 piezas de Lego, 2000 bolitas y cinco planchas de abedul báltico. “Fue un proceso arduo, pero solucionar problemas me pone en movimiento. La razón profunda por la que desarrollé esta máquina es que el proyecto entero es una verdadera fiesta de resolución de problemas”, explica Molin.

La máquina alcanza una sonoridad cálida. La madera y el metal, dos materiales nobles en el universo de la música, se fusionan orgánicamente, no suenan fríos ni obvios. Los métodos implementados son los mismos que se usan en una cajita de música, sólo que más grandes, en distintas secuencias y con otros fines. Molin redimensiona los criterios de funcionalidad: los extrae de la lógica industrial y los suelta en el terreno artístico. Usa los mismos recursos para nuevas ideas, entonces logra un impacto artístico que alcanza terrenos que exceden el arte.

Este instrumento fue ideado para hacer música con Wintergatan, su banda de música progresiva. El problema es que todavía es muy difícil de transportar. Se tarda entre tres y cuatro días en desarmarlo y rearmarlo; además, su funcionamiento todavía no es perfecto, tiene algunas fallas que se están corrigiendo y para sacarlo de gira es una complicación. Propuestas, a siete meses de su presentación mundial, no le faltan.

Poco importa si Molin quiso citar a los grandes artistas científicos, como Leonardo da Vinci o Theo Jansen. Tampoco importa si conoce la historia de los autómatas, o si creyó que lo suyo era una novedad única. Lo que vale, más allá de toda la parafernalia mecánica y de cualquier bibliografía sobre arte, es la capacidad que tiene su obra de dialogar con las ideas de este siglo. Desde la electrónica y la mecánica, en una síntesis muy humana, ubica una máquina con diseño propio al servicio de una banda. Incorpora los conocimientos de la industria dura para hacer canciones.

Desde la lectura política hay dos cuestiones a subrayar. Primero, que el mecanismo funciona con el impulso del cuerpo. Hay ahí una postura sobre el valor de la producción artística. Segundo, su obra es una contestación al caos inherente a las piezas de música experimental. Lo cual se agradece. Además, logra despertar la curiosidad de un arco de público amplio. Eso es insubordinación pura.



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