La empresa divergente (acerca del factor y el recurso humano en la cultura de la organización)
Por Alberto Farías Gramegna (*)
Un imperativo central de cualquier empresa que pretenda crecer, en el marco de un mercado cambiante como el nuestro, es lograr la convergencia de sus esfuerzos hacia un punto en que la visión y la misión coincidan con la coherencia que solo garantiza un pensamiento gerencial estratégico.
Es lo que hemos llamado la “empresa convergente”, ya que articula funcionalmente el factor y el recurso humano en el marco de lo que diagnostica y sostiene el modelo de abordaje institucional C.O.T.A (Convergencia Organizacional Transactiva y Autoeficaz), que además en el contexto de la relación sujeto-tarea tiene en cuenta cierta autonomía de estilo vinculada con la personalidad del trabajador. Dicho en buen criollo: saber lo que se quiere, saber hacia dónde se va, conocer el terreno que se pisa, y -se me disculpará la expresión un tanto ramplona- evitar siempre “mear contra el viento”.
Esta convergencia hacia el posicionamiento en el mercado debe complementarse y sostenerse con una “convergencia interna” que apunte a la motivación de los empleados, a crear un buen clima de trabajo y a respetar las necesidades de las personas que encarnan los roles en los puestos de trabajo.
La convergencia del factor y el recurso humano articulados por la personalidad del trabajador -tema ya abordado en anteriores notas-, entonces garantiza la calidad del producto final, razón de ser de toda empresa. Hoy nos ocuparemos de analizar la incidencia negativa de la organización divergencia y en otra entrega veremos el aporte positivo de la cultura convergente a lo que el psicólogo Albert Bandura llamó la “autoeficacia”.
La “empresa divergente” o la cultura de la desmotivación
En las antípodas de este modelo convergente y autoeficaz, en cambio encontramos a la “empresa divergente”, que no tiene en claro su misión y carece de visión a largo plazo. Una tal organización no gestionará sus procesos en el marco de una estrategia que se torne sustentable (autoreforzada) -y no solamente sostenible desde variables cambiantes no controlables-, y como efecto de la improvisación de las acciones cotidianas, no valorará la organización ni la calidad de sus recursos humanos. No los compromete en la tarea colectiva porque no se compromete ella en un proyecto “empresario” que trascienda al mero “negocio”.
La empresa divergente exige lealtad de roles sin respetar a las personas que los sostienen. Pide fidelidad al cliente sin considerar sus necesidades, ni intentar seducirlos y cuidarlos. Presiona sobre el desempeño, pero descuida la competencia que proviene de la capacitación continua. No comunica y, sin embargo, pretende involucramiento y compromiso.
Esta divergencia entre discurso y práctica, fines y medios, resiente la calidad de la vida laboral y empobrece su inserción en el sector del mercado en el que actúa. Así, se aleja de sus potenciales clientes y pierde lo que aún conserva.
La empresa divergente es producto de una conducción inadecuada y deficiente, carente de liderazgo efectivo (eficaz y eficiente) hacia fuera y hacia adentro: no se puede liderar el mercado sino se lidera primero la propia empresa.
La “cultura organizacional” de una empresa divergente tiende a desestimar, desconocer o negar realidades. A desarrollar comportamientos egoístas y discrecionales, y a fomentar zonas y nichos de poder contrapuestos que solo negocian su supervivencia sin importarles el impacto negativo en los intereses comunes del total de la organización.
La empresa divergente alienta la continuidad de los empleados indiferentes y resignados, mientras que expulsa a los talentos y agentes con voluntad de compromiso y progreso. Cada sector o departamento interno tiende a cerrarse sobre si mismo construyendo barreras que funcionaran como “fronteras”, perdiendo la visión integral del sistema productivo. El individualismo entonces reforzará las subculturas sectarias de grupos laborales adversos antes que la formación de equipos de colaboradores.
La empresa divergente deviene en esencia una organización caótica, donde cada uno paradójicamente critica lo que con su ejemplo cotidiano ayuda a preservar. Todos, finalmente, aprenden a convivir en un ambiente de malestar perpetuo, pero nadie estará dispuesto a reconocerlo e intentar cambiarlo, por temor a perder su minúsculo espacio de control y poder en un escenario donde, -como dijo el poeta- “no los une el amor sino el espanto”, más allá de la adecuada retribución económica, condición necesaria, pero no suficiente para reforzar mi autoestima en relación a lo que hago y cómo lo hago.
La empresa divergente es, después de todo, una negación de sí misma, una “no empresa” y su futuro -en este mundo de “commodities”- un albur cuyo signo dependerá de cuan capaz sea de generar un producto de calidad y construir una identidad afirmada en la diferencia. Como adelantamos, en una próxima nota abordaremos en detalle las características de la empresa convergente y la importancia del factor humano en el protagonismo productivo y especialmente en la motivación del sujeto como sostén emocional de la identidad positiva del rol laboral.
(*) Consultor en RRHH y Psicología del Trabajo.
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