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La Ciudad 8 de agosto de 2025

Aquellas históricas jornadas de 1984 en busca de la paz

En el Hostal del Lago, el empresario Florencio Aldrey agasajó el 14 de octubre de 1984 a las máximas autoridades del VIII Congreso Eucarístico Nacional. Entre otros, asistieron el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Agostino Casaroli; los cardenales Eduardo Pironio, Juan Carlos Aramburu y Raúl Primatesta, además del nuncio apostólico Ubaldo Calabresi.

El 13 de octubre de 1984, en Buenos Aires, se realizó el acto de clausura del VIII Congreso Eucarístico Nacional, un acontecimiento de profunda trascendencia religiosa y social que reunió a decenas de miles de fieles de todo el país en un clima de renovación espiritual y esperanza democrática. La celebración coincidió con un momento bisagra en la historia reciente: la lenta reconstrucción nacional tras la dictadura, y el impulso de una política exterior basada en la concordia.

La misa de clausura fue presidida por el cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado del Vaticano y figura clave en la diplomacia de la Santa Sede. Casaroli concelebró la ceremonia junto a los cardenales Eduardo Pironio, Juan Carlos Aramburu y Raúl Primatesta, además del nuncio apostólico Ubaldo Calabresi, en una imagen que condensó el peso simbólico de Roma, la Iglesia local y el mensaje universal de la paz.

Durante su homilía, Casaroli no solo destacó la centralidad de la Eucaristía para la vida de la Iglesia, sino que aprovechó la ocasión para exhortar a la colaboración entre Argentina y Chile, países que ese mismo año habían logrado encauzar una antigua disputa territorial mediante la mediación del Vaticano. “Fruto del diálogo y la buena voluntad, hoy se abren caminos de paz duradera”, dijo Casaroli, en alusión al acuerdo por el Canal de Beagle, cuya tensión había llevado a ambas naciones al borde de un conflicto bélico en 1978.

La referencia no fue casual: apenas semanas después, el 29 de noviembre de 1984, en una ceremonia en Roma, Argentina y Chile firmaron el histórico Tratado de Paz y Amistad, con el auspicio de la Santa Sede. Fue la culminación de un largo proceso de negociación que había comenzado con la intervención del papa Juan Pablo II, y que Casaroli condujo con la paciencia de los orfebres.


El secretario de Estado del Vaticano, cardenal Agostino Casaroli, en 1984 en Buenos Aires junto al empresario Florencio Aldrey. Casaroli fue una figura clave del tratado que puso fin a la disputa por el Canal de Beagle que casi desata una guerra entre Argentina y Chile.

El secretario de Estado del Vaticano, cardenal Agostino Casaroli, en 1984 en Buenos Aires junto al empresario Florencio Aldrey. Casaroli fue una figura clave del tratado que puso fin a la disputa por el Canal de Beagle que casi desata una guerra entre Argentina y Chile.


El Congreso Eucarístico, en ese marco, no fue solo un acto de devoción. Fue también un gesto político y espiritual, que buscó reconciliar al país consigo mismo y proyectarlo hacia una etapa de convivencia democrática. En uno de los momentos más emotivos del encuentro, el cardenal Pironio, por entonces presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, dirigió un encendido mensaje a los jóvenes: los llamó a “construir la civilización del amor”, una consigna que atravesó toda la jornada y que recuperó el tono profético de la Iglesia posconciliar.

La imagen de miles de personas reunidas en comunión, luego de años de silencio y miedo, fue quizás la mejor síntesis del clima que se vivía. Una fe que no se refugiaba en la solemnidad, sino que se proyectaba hacia el compromiso con el otro y con la historia.

A 41 años de aquel congreso, y en tiempos en los cuales los conflictos internacionales y la fragmentación política vuelven a ocupar la agenda, la figura de Casaroli y su apuesta por el diálogo recobran un significado especial. El Tratado de Beagle sigue siendo un ejemplo tangible de que, incluso en contextos de máxima tensión, es posible evitar el derramamiento de sangre sentándose a la mesa.

El congreso de 1984 fue, en definitiva, una misa por la paz y una pedagogía de la convivencia, que unió el altar con la historia, y la oración con la diplomacia.