La más muerte de todas las muertes no tiene nombre
Por Leonardo Z. L. Tasca
En las tres instancias lamentables de la muerte inexorable para el hombre, las más difícil y sufrida, la más perturbadora y lacerante del fuero íntimo, misteriosamente, no tiene denominación ni alcance semántico, como tampoco es posible utilizar un adjetivo que acompañe o distinga al sujeto mortal en su intenso calvario ante la pérdida concreta e irreparable de ese ser querido de consanguinidad directa.
Aunque no se acepte, existen muertes humanas de perspectivas emocionales más dolorosas que otras porque la vida es más que carne, saberes, músculos, las glándulas y las neuronas.
En ese dolor es fácil discernir un patrón máximo de conducta humana y derrumbe de la vida llorica directamente a las tinieblas lóbregas; llegar por el intenso sufrimiento y padecimiento recóndito a intentar atentar contra su propia existencia a través de actos autolesivos. El hombre sin poder mitigar ni adaptarse al sufrimiento por la desaparición se torna un errante jeremías y precito sin causa de su propia alma oscurecida.
Considerado un suceso antinatural por la cultura cristiana: desaparece la naturaleza del hombre y emerge de intimidad la escoria y la miseria oculta. Unirse en el valle de las almas afligidas; quizás, sea el erebo tan temido no exento del surgimiento de una honda depresión y una profunda ansiedad.
Nunca existe un descenso tan abismal y aguda sustancia a las cavernas del dolor impío, el más hiriente en el alma humana como cuando a un padre o madre se les muere un hijo. Se mueren los padres y ser humano queda desamparado y huérfano. Fallece la cónyuge y si no se vuelves casar se convierte en viudo. Mueren los hijos del hombre y no tiene para su infinita tristeza ninguna denominación o vocablo, solo padecer y quedar prisionero de un terrible como atroz sufrimiento por toda respuesta a los días que le queda por vivir sin la presencia, aunque omnipresente y la ausencia de palabra de los afectos del vástago que ha partido.
Se conoce el concepto, y el drama y hasta se le puede dar una significancia o explicaciones teóricas verbales, pero no hay una unidad de la lengua o término para nombrar esa situación ni oral ni escrita y la idea sobre el doliente ni siquiera es posible expresarla, aunque sea a través o por medio de un sonido.
La cultura cristiana occidental, al que se refiere al conjunto de normas, valores, creencias y prácticas que se originaron en la Europa mediterránea clásica y que fueron difundidas por la Iglesia Católica Romana, extendiéndose por Norteamérica, América del Sur y otras regiones del mundo a través de la imposición compulsiva y engañosa de la cruz, la colonización mental y el expolio material sistemático.
Su significado se basa en los principios derivados del cristianismo, el derecho romano y la Ilustración, que han moldeado la identidad de las sociedades occidentales y han influido en la ciencia, la tecnología y la estructura social, esa férrea creencia ha preparado emocionalmente a que los hijos deben enterrar y trascender a los padres. Esa preparación psicológica y cultural desde el propio nacimiento no produce tanto dolor como cuando la situación es al revés; así nace una sensación de injusticia: porque rompe el “orden natural” de la vida (los hijos sobreviven a los padres).
También la ley de la naturaleza y la cultura con su consabida liturgia no dejan lugar a dudas sobre la gestión mortuoria, los hijos deben internalizar la experiencia efectiva de ver morir a sus padres y realizar el duelo fúnebre. Cuando este precepto no se cumple y son los progenitores quienes ver partir para siempre a sus hijos, con esa vicisitud singular su existencia. terrenal nunca vuelve a ser la misma y el dolor en un sempiterno retorno que no tiene parangón. La muerte de un hijo arruina la vida y demuele el alma de los padres y los convierte en parias de sus propias existencias.
En las nuevas convicciones incorporadas por la muerte del hijo, el padre/madre, actúa como si el mundo, por momentos, hubiera dejado de ser lógico. Perdido en un laberinto de preguntas sin respuesta, trata desesperadamente de averiguar qué sucede a su alrededor. El pasado con la muerte del hijo condiciona el presente del padre y lo encamina al futuro no solo a una vida diferente sino a existir con dolor infinito.
El conocimiento del mundo se interpreta así en una dimensión cultural y social muy diferente, extinguiendo de su cognición las ideas y reflexiones de padre cuando su hijo vivía. Solo una crisis emocional en un proceso evolutivo hacia el dolor. La pérdida es una oscura turbación agónica, donde se relata hacia la nada misma la dolorosa trayectoria de un hombre cuya realidad poco a poco se hace añicos o escoria ante sus propios ojos, porque hay una ruptura drástica de la rutina afectiva.
¿Es aceptable culturalmente que el dolor de los hijos no sea tan agobiante como el de los padres, si ambos vivencian por igual la inexorable muerte? Según la creencia sociológica y de la cultura, parece que no es aceptable. Esa urdimbre del dolor es incompatible con nada. Salvo que el hombre/mujer con las inteligencias únicas y eternas nacidas del dolor, avanzaran por la vida imbuidos con la coraza de la segura trascendencia que sólo lo dan los hijos.
La memoria atravesada por un torrente de visiones en sepia que flagelan sin piedad el corazón entristecido de hombre que errante, taciturno, enfrenta una nueva vida vacía y sin objetivos. Penetra silente en un valle de ausencias. Pierde la alegría de vivir, mientras vierte lágrimas de sangre en un camino y aflicción sin retorno, aunque nunca el hombre/mujer dejaran ser padres, ya que el hijo fallecido seguirá presente y formando parte indisoluble de ellos.
También inevitable, la perdida “del mañana”, la invasión de recuerdos, porque la muerte de un hijo representa el quiebre o desaparición del proyecto de vida y se desvanece en el dolor todo lo que se esperaba vivir junto a él. Patentiza el cuadro doloroso y único de aprender a vivir con la ausencia del hijo y tener que seguir una vida cuesta arriba
Muchas personas hablan de llevar al hijo “adentro”, como una presencia que acompaña la vida desde otra forma. Muchas veces aparece una desorientación vital: la vida parece perder sentido y es harto difícil hermanarse en la resiliencia.
En ocasiones se suma otro grado de dolor irremediable del abandono y la traición por no haber pedido proteger al hijo (Culpa: ¿Podría haber hecho algo más?) y las acusaciones suelen ser mutuas entre padres por no haber estado presente o por no haber hecho lo suficiente ni haber resuelto los hechos emocionales pendientes o las expectativas materiales en el vástago ello también evita cerrar el círculo del dolor enquistado y duelo y la vez lograr algo de paz interior.
La conversión psicológica y emocional a través de una constante retrospectiva incesante de un pasado evocado de ese hijo que no está más. Ningún intersticio del alma queda sin cubrirse por el dolor y la pulsión de la muerte cuando un hijo ha partido porque no hay adiestramiento emocional para el día después. La dualidad entre dolor y resignación tratando de buscar una verdad a través de una extraña vigilia de dolor; así conforme a las emociones y al espíritu el hombre/mujer sufren la peor de las conmociones existenciales.
Los padres fallecidos dejan huellas y ejemplos, los hijos fenecidos dejan vacío, oquedad, desolación espiritual y anímica. El dolor no desaparece, pero se transforma: pasa de ser una herida abierta a una cicatriz con la que se aprende a convivir. Se aprende a rearmar el sentido existencial, aunque nunca vuelva a ser el mismo que antes.
Un desconsuelo en una experiencia sin comparación, porque además vanamente quiere volver el tiempo atrás y solo logra el ser humano que el puñal entre más y más al punto neurálgico del corazón.
Así viven los padres a partir de la muerte del hijo o hija.
(*): Escritor e historiador.
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