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Opinión 26 de marzo de 2017

Todo el mundo quiere ganar la calle

Por Jorge Raventos

 

Para el primer día de abril prepara el oficialismo una movilización de respaldo al gobierno. La calle no ha sido el escenario preferido del Pro y sus aliados. Tampoco el más acogedor. Se recuerda aún la muy baja asistencia que acompañó la asunción de Mauricio Macri en diciembre de 2015, cuando la clausura del ciclo K y la inauguración del período Cambiemos ofrecían motivos para el entusiasmo y el fervor.

Ahora, pese a la renuencia de un ala del poder, se ha considerado imprescindible responder a los sucesivos desafíos callejeros que ha experimentado últimamente la Casa Rosada (desde los reclamos laborales de la CGT , las organizaciones sociales y los maestros a los desfogues de hostil intolerancia formulados bajo el pabellón de los derechos humanos).

¿Le conviene al gobierno contestar en el mismo terreno? ¿Le conviene entrar en la vorágine de las movilizaciones y el estruendo callejero? Esta pregunta se formula en el seno mismo de la coalición oficialista. No se trata sólo del riesgo de que la del primero de abril termine siendo una convocatoria anémica, sino de la opción estratégica de optar por la confrontación y dejar de lado el tono dialoguista que predominó durante el primer año del período y facilitó la aprobación de leyes y la gobernabilidad.

Cambia la tendencia (imperceptiblemente)

Ya en marcha hacia el comicio de medio término (primarias en agosto, elecciones en octubre) el sector más dialoguista del gobierno parece ir perdiendo terreno en beneficio del ala más confrontativa y polarizadora.

Tal vez incida en esa situación el hecho de que los resultados económicos que el gobierno esperaba no se concretan en escala significativa y pueden tardar en reflejarse con claridad para el conjunto del electorado.

Por caso, el gobierno anuncia con énfasis que se ha iniciado la reactivación. Cierto: técnicamente puede considerarse cerrado un período de recesión si se experimentan dos trimestres seguidos de crecimiento, pero lo que el oficialismo celebra es casi imperceptible. Tras un año en que el país retrocedió un 2,3 por ciento, en los dos últimos trimestres se habrían registrado alzas mensuales del 0,1 y el 0,5 por ciento. Auspiciosos como signos potenciales de un cambio de tendencia, esos porcentajes no mueven el amperímetro en la sociedad. Llegan acompañados de una fuerte caída en la producción manufacturera y de un retraso del salario frente a la inflación que sólo empezará a compensarse cuando se consume el actual período de paritarias.

En ese paisaje de lentitud en los resultados esperados (y anunciados muy anticipadamente), hay sectores del oficialismo que insisten en que la estrategia más adecuada para afrontar las elecciones es la polarización y la resurrección del kirchnerismo como el adversario a vencer.
Les encantaría repetir el milagro de 2015, cuando la candidatura de Aníbal Fernández en la provincia de Buenos Aires volcó a decenas de miles de votantes hacia María Eugenia Vidal y le abrió a Mauricio Macri las puertas de la victoria en la segunda vuelta.

Pero ahora no está Fernández; y el kirchnerismo (que en 2015 debía ser desplazado) hoy es un fantasma.
La estrategia de la polarización trae aparejados modales fuertemente confrontativos. Así, el oficialismo actual corre a menudo el riesgo de parecerse al oficialismo de ayer.
Obsérvese, por caso, el costado irónico del juego de esquinitas entre fanáticos kirchneristas y fans del macrismo: Axel Kicillof elogia a Mirtha Legrand (por sus comentarios ante Mauricio Macri) mientras Jaime Durán Barba la tilda de “maleducada con modos de piquetera” luce como el reino del revés.

Los K se regodean con la frase en la que el Presidente definió la opción por la enseñanza estatal como una “caída”. ¿Cómo no evocar, en tal caso, aquella réplica (“Chicos, estamos en Harvard, esas cosas son para La Matanza”) con la que la señora de Kirchner minimizó en Estados Unidos una gran universidad estatal del Gran Buenos Aires?

Kirchnerismo al revés

Otro síntoma: con el respaldo y la aprobación del gobierno o al margen de él, parece estar naciendo en el campo de las comunicaciones y la información una red -que luce inorgánica pero está obviamente enlazada por el plexo argumental de sus participantes- que evoca el sistema de propaganda K: repetición de latiguillos, visión conspirativa, demonización de las críticas y reduccionismo interpretativo. Cortado por la misma tijera, el mensaje de esa cadena de pregoneros es como el de los trolls de las redes sociales. En este caso, se trata de trolls con rostro humano.

Hasta ha reaparecido en estos procedimientos una palabra –“destituyente”- acuñada una década atrás por los cráneos kirchneristas de Carta Abierta para descalificar la rebelión del campo del año 2008 y aplicada luego a todo planteo opositor o reivindicación social que disgustara al oficialismo de entonces.

Ahora la palabreja es empleada con el mismo propósito denigratorio y con análogo rasero simplificador.
Para la agitprop kirchnerista , la fuerte movilización del campo (apoyada por múltiples sectores) no era un reclamo legítimo sino el intento corporativo de una cúpula privilegiada para imponer intereses rapaces que buscaban debilitar al gobierno y desplazarlo. Para quienes hoy emulan aquel estilo apuntando a otro blanco, si hay piquetes de organizaciones sociales, si paran los maestros, si la CGT se moviliza, es porque “hay un plan de destitución del gobierno constitucional” (sic).
La lógica de las polarizaciones revela similitudes y simetrías. Cara y ceca se turnan pero conviven en la misma moneda.

El tono deliberadamente enérgico de la cúspide de la Casa Rosada (exhibido esta última semana por el Presidente y también por el Jefe del Gabinete en su presentación ante los diputados) parece una representación de su ánimo polarizador. Sólo que, convencido por sus propios propagandistas de que todos los reclamos sociales son manifestaciones de un plan destituyente capitaneado por el estado mayor K, el oficialismo termina polarizando con todo el mundo. Empieza por los maestros.

El modelo de Thatcher

El gobierno central insiste en no convocar la paritaria nacional que reclaman los docentes. La gobernadora bonaerense, María Eugenia Vidal, acompaña la intransigencia: no modifica su oferta salarial a los educadores de su provincia. Sin embargo, aceptó que sus funcionarios se reunieran con los gremios en una “mesa técnica”, esto es, fuera del marco de la conciliación obligatoria que su gobierno había promovido. Es un gesto conciliador.

La polarización forzada induce a cometer errores. Parece un disparate atribuir a un kirchnerismo que ya no tiene futuro el comando de una movilización como la que los gremios docentes promovieron el último miércoles en la capital federal. Lo malo es que un diagnóstico equivocado se traduce por lo general en un tratamiento infructuoso. Un enorme número de niños y jóvenes puede seguir perdiendo días de clase y el mismo gobierno puede contraer una infección hospitalaria. Porque, más allá de la valoración que merezca la polarización que el oficialismo busca con el fantasmal conglomerado K, extender la polarización a los docentes como si ellos fueran el kirchnerismo, conduce a que el conflicto se prolongue, se extienda territorialmente y se agrave.

Hay en el gobierno quienes se inspiran en el éxito político que, a mediados de los años ’80 del siglo pasado, le deparó a Margaret Thatcher su larga lucha con el sindicato minero, al que terminó derrotando , con lo que determinó un debilitamiento general del movimiento sindical británico. En ese paralelo, Roberto Baradell vendría a tomar el papel de Arthur Scargill, el secretario general de los mineros durante aquella temporada fragorosa.

¿Ocupar la calle o liberarla?

La dureza con que el gobierno aborda la cuestión salarial docente (cuya resolución es previa a la sin duda imprescindible lucha por elevar la calidad de la enseñanza y someter a todos sus participantes a las debidas evaluaciones) es acompañada por la dureza que promete en lo que se refiere al orden en calles y rutas, esto es, el tratamiento a dar a las demostraciones piqueteras.

La firmeza invocada no ha pasado hasta ahora, en rigor, del nivel de los protocolos y los anuncios, entre otras cosas porque el oficialismo no termina de unificar criterios. Macri pide que actúe Horacio Rodríguez Larreta. El gobierno porteño se ha mostrado remiso en comandar operaciones represivas para ordenar la calle: prefiere la negociación política. Se argumenta que la coordinación entre fuerzas deja mucho que desear (el último miércoles eso quedó confirmado cuando una brigada bonaerense reclamó dramáticamente durante varios minutos ayuda para una persecución que ingresaba a la Ciudad Autónoma y esa colaboración nunca llegó a tiempo, con el agravante de que hubo dos bajas entre vecinos inocentes). Tampoco parece bien sellada aún la unidad de la nueva fuerza policial capitalina.

A eso se suma el temor de que intervenciones duras de las fuerzas en manifestaciones sociales concluyan con víctimas. La señora Carrió opina que las organizaciones sociales “buscan un muerto propio” para victimizarse y dañar al gobierno.

¿Paranoia? La ministra Patricia Bullrich advierte contra “la paranoia argentina”, aunque quizás quiso decir esquizofrenia, porque, al anunciar que el gobierno actuará para garantizar orden en las calles, pidió: “cuando actuemos no entremos en la paranoia de la Argentina. Si actuamos porque actuamos, y si no actuamos porque no actuamos. No hay que ser psicoanalista para distinguir el miedo de que los procedimientos que piensa el gobierno no sean acompañados por la sociedad.

Ese parece ser un temor que recorre el oficialismo. El filósofo de cabecera del Presidente confesó en estos días que lo “preocupa que el país no esté a la altura de las decisiones (de Mauricio Macri)… que se amedrente respecto de las dificultades de todo este proceso”. La inquietud del pensador puede estar determinada por la lectura asidua de encuestas.

Si el oficialismo insiste en enfrascarse en su polarización solitaria con el espectro K, las vacilaciones y miedos que denotan sus voceros pueden corporizarse.
Es el telón de fondo de la convocada marcha oficialista del primer sábado de abril, donde sueña con ocupar la calle, en vez de liberarla.