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Interés general 13 de diciembre de 2017

Trump, pecado capital

Por Raquel Pozzi Analista política internacional

 

Después de remover el fondo del río con el gesto aciago de Donald Trump al reconocer Jerusalén como capital de Israel, lo que ha quedado es la certeza del desencantamiento global hacia la figura del presidente estadounidense frente al fortalecimiento de otros como V. Putin en plena resolución del conflicto en Iraq/Siria con la derrota territorial del ISIS.

El tembladeral que provocó Trump profundizó las tensiones entre árabes e israelíes y con ellos las infinitas opiniones que circunscriben de manera reduccionista al Siglo XX pos-segunda guerra mundial los enfrentamientos del pueblo hebreo con los árabes y persas. Las agotadoras lecturas sobre cronologías del conflicto entre Israel, Palestina y la Liga Árabe alertan la evidencia de la sesgada visión que se construye en el imaginario social sobre este conflicto milenario, desde occidente.

Lejos de incitar amores u odios, la presente columna surge desde la profunda necesidad de sosegar y apaciguar la tormenta literaria que se ha urdido en torno a Jerusalén y la detentación del lugar sagrado. Es conmovedor leer o escuchar las fundamentaciones sobre la apropiación de Jerusalén, ciudad de profunda sensibilidad religiosa que Trump eligió para aplicar la tesis del “caos constructivo” perteneciente al politólogo estadounidense de origen polaco Zbigniew Brzezinki (consejero de Seguridad Nacional de Jimmy Carter) quien pergeño la organización geográfica de la Península Arábiga y pragmáticamente aplicada a partir del año 2003 con la invasión en Iraq.

Amistades peligrosas

Es menester reconocer que el presidente estadounidense desalineado en las relaciones internacionales ha logrado profundizar y radicalizar “las guerras del odio” más allá del Islam; el gran partenaire Benjamín Netanyahu insuflado por el protagonismo agradece indirectamente a Trump el guante blanco que éste le arrojó. Con semejanzas y diferencias ambos mandatarios necesitaban de esta bocanada de aire para desplazar del escenario geopolítico a otros protagonistas: para Trump las pretensiones de perpetuarse en el poder de V. Putin con el 70 % de aprobación de la población rusa es un pedrusco en el zapato; para Netanyahu, el rey Salman Bin Abdulaziz al Saud, el príncipe Mahammed Bin Salman de Arabia Saudita y el presidente de Irán Hassan Rouhani constituyen sus principales enemigos ante la posibilidad de una alianza Impensada pero letal contra Israel.

Uno a uno los mandatarios regionales se van pronunciando optando por negociaciones, mediaciones, caos, violencia, rebelión o guerra. Ejemplos de declaraciones con tonos altisonantes que pulverizan cualquier intento de paz han contaminado la atmósfera de desprecio y actitudes fóbicas.

Por un lado, el presidente de la República teocrática de Irán, Rouhani, amenazó enfáticamente y con el puño cerrado el fracaso del régimen sionista declarando que Jerusalén se convertirá en la “tumba del régimen israelí”, casi en tácito acuerdo temporal el presidente de Turquía Recep Tayyip Erdogan calificó de “estado terrorista a Israel” por otro lado B.

Natanyahu aviva el fuego con expresiones contundentes tales como “Jerusalén es nuestra capital y nunca ha sido de otro pueblo”, habida cuenta no hay lugar para acuerdos si se deja en manos de mandatarios personalistas y caudillistas el aventón con el que Trump puso al borde del precipicio a pueblos que por un lado están extenuados de enfrentamientos y por otro lado ávidos de cualquier subterfugio para mantener viva la memoria del enfrentamiento milenario sobre la ciudad santa que las tres religiones consideran como propia. Amistades peligrosas entre Irán y Arabia Saudita apañados por la Federación Rusa e Israel y EEUU con espectadores desasosegados como Francia y Alemania.

En el medio, los pueblos

Jerusalén prepotente por su magnanimidad ante una historia de destrucción, saqueos y reconstrucción es el centro de la tierra, el Sagrado Templo, el Santo de los santos y es el Arca Sagrada. La posesión de la ciudad sagrada es tan embriagadora que renunciar a ella se transforma en una sensación insoportable de albergar para los fieles.

Los cañones de las batallas históricas tejidas en torno a Jerusalén todavía no han dejado de humear entre las comunidades magrebíes y judías en la ciudad donde la explanada de las mezquitas y sobre todo la mezquita de Al-Aqsa se entrelaza con el Muro de los Lamentos construido sobre las ruinas del Templo bíblico Salomón (1er. Templo de Jerusalén) y el lugar físico dónde tuvo lugar la crucifixión, muerte y resurrección de Jesús. De las tres religiones que adoptan posiciones de pertenencia de la ciudad sacrosanta, el judaísmo y los musulmanes cimientan la apropiación sobre bases históricas antiguas inasequibles convirtiendo la posesión en un conflicto intrincado e impedido de refutar por deferencia a tanta hagiografía.

Pero en el medio de la consagración de la ciudad santa están los pueblos que sufren la embestida política de las decisiones que se adoptan en las altas escalas gubernamentales. Nada debería soslayar el sufrimiento del pueblo palestino, nada debería dejar de imaginar el horror de las intifadas y nadie ni nada debería desordenar los acontecimientos históricos para forzar un relato.

Cada pueblo conoce su propia historia y es difícil reproducir la sensación identitaria, árabes y judíos proclaman sus verdades y es una utopía poder asignar una porción de esa verdad a cada uno para lograr un pacto efímero. Trump ha desatado una tempestad amparada en la avaricia y la soberbia, pecados capitales para el cristianismo engendrando un caos para desempolvar la región y observar la reconfiguración del mapa de la obediencia o desobediencia a occidente cuya liturgia se transforma en el Leviatán que aguarda desde algún lugar al que logre izar la bandera enrojecida por el derramamiento de sangre.