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Opinión 21 de marzo de 2020

La peste, las palabras, el amor y los otros

Por Fernando del Rio

Hay crisis, crisis excepcionales y hay otro algo desconocido que, por propia definición, no existía hasta ahora en la historia contemporánea: la crisis sin precedentes, la inaudita, o, si utilizamos el resto de optimismo que nos queda, la irrepetible. Ni siquiera un conflicto global como fue la Segunda Guerra Mundial con sus millones de muertes y descalabro económico tuvo una extensión como el daño que se estima de esta pandemia. Dicen los especialistas que el impacto sanitario será importante pero que en este 2020 la debacle financiera-social está asegurada y universalizada, a diferencia de la post guerra que tuvo economías favorecidas como la estadounidense, por ejemplo.

También que el coronavirus que nos invade es de rápida propagación y que debemos ponernos a resguardo para impedir que nos infecte, aunque nada impedirá que nos afecte. A cualquiera. A él. A vos. A usted. A mí.

A muchos de nosotros los dramas a escala sideral nos encontró en el rol de observadores. Conocimos las tragedias masivas desde la distancia, incluso a nosotros como país nos benefició siempre esa característica suburbial de nuestras coordenadas. Miramos todo desde lejos: la Segunda Guerra Mundial, el nazismo, Corea, la Guerra Fría, Vietnam, el Golfo, los talibanes, los tsunamis, los huracanes. Y cuando la tragedia fue bien nuestra, dentro de nuestro territorio y sociedad, a la gran mayoría de nosotros nos pasó por un costado. Nos solidarizamos con las víctimas, lloramos a los conscriptos de Malvinas, repudiamos esas etapas oscuras de nuestra historia, salimos a putear a ingleses y milicos, nos angustiamos, claro, pero ni aun así la mayoría de nosotros sintió en carne propia, en primera persona, el sufrimiento del desastre. Hoy todo es diferente.

Somos contemporáneos a una peste, como fue la Negra, la Viruela, la Gripe Española, la Justiniana. Hoy sí somos víctimas, de primer grado (si no nos cuidamos y nos toca), de segundo grado (si muere alguien amado), o de tercer grado (si el virus ni siquiera entra en nuestros cuerpos). No hay que temer a la palabra peste para entender la dimensión de lo que está pasando. Después evitémosla como hicimos con el HIV que la transformamos en una enfermedad crónica y le quitamos el estigmatizante mote de peste Rosa. Ese fue el punto de partida de una modificación semántica que hoy se mantiene y es –antagónicamente- saludable. Pero tengámosla presente en el campo de la reflexión.

La maravilla humana fue la que logró los avances que hicieron del SIDA y tantos otros flagelos males convivientes. También fue ese prodigio de nuestra especie el que hizo entender que “enfermedad” era mejor que “peste”. Porque comunicarnos bien es clave. Porque las palabras son energía vital.

Aquella misma maravilla humana fue la que nos dio a Shakespeare, ese inglés de todas las palabras. Tal vez en Romeo y Julieta, su obra más universal, el escritor impar nos presenta al amor como nadie (por vanguardia y excelencia) podrá volver a presentarlo. Lo pone en medio de un campo de batalla entre dos familias. De un lado los parientes de ella, los Capuleto; del otro lado, los férreos íntimos de él, los Montesco. Hay disputa y conflicto.

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En toda la obra las manifestaciones del amor ideal se asoman con sus distintas formas: en la belleza de Julieta contemplada por los ojos de Romeo, en el pedido de matrimonio de ella, en su resistencia la boda obligada con Paris, en la huida, en la distancia (“Es al separarse cuando se siente y se comprende la fuerza con que se ama”). Pero sin dudas, en el acto final, cuando Romeo se quita la vida sobre la cripta de la falsa muerta es que el amor se materializa en su extremo más desaconsejable: el de la autoeliminación eterna. Romeo se mató porque no logró saber que Julieta dormía y que la muerte era un acto pasajero de ficción a los fines de eludir el matrimonio con Paris.

La ciudad de la tragedia era un Verona atravesada -como ahora- por una peste. Fray Juan, el encargado de advertir a Romeo sobre la situación, jamás pudo hacerlo porque la peste bubónica se lo impidió. Podrá entenderse a la peste, en sentido literario, como causante del desenlace fatal pero también de amor extremo.

Hoy no somos observadores de una pandemia, somos los observados. Somos a los que la “peste” nos tiene recluidos, pero también los que gozamos de la comunicación sin interrupciones. Y los que necesitamos del amor hacia el otro, del recíproco, en su forma más solidaria: la de la responsabilidad de hacer simplemente las cosas bien.