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Opinión 27 de mayo de 2018

Ajuste y desconcentración

Por Jorge Raventos

En las últimas semanas han empezado a invertirse tendencias en el oficialismo y la oposición. Hasta no hace mucho en el gobierno se regocijaban con las divisiones del peronismo (y las estimulaban, dentro de sus posibilidades). Entretanto, el oficialismo gozaba de la relativa unidad que ofrecía el ejercicio concentrado del poder.

Ahora, mientras el peronismo muestra señales de reagrupamiento y parece encontrar vías para administrar las divergencias entre sus principales tribus ( básicamente: kirchneristas y ex-,anti- o poskirchneristas), es en la coalición que gobierna donde empiezan a sufrirse fuerzas centrifugadoras.

Las corrientes panperonistas marchan separadas. El kirchnerismo empuja la oposición más intransigente y cultiva la cercanía de la izquierda marxista. El peronismo de raíz federal, por su parte, coopera con el gobierno en algunos puntos en los que coincide, se diferencia en otros y sostiene iniciativas creativas. Por ejemplo, mientras el gobierno amagaba encerrarse en una negativa a cualquier alternativa al aumento de tarifas (blandiendo la amenaza del veto presidencial), los senadores del peronismo federal trabajaron para modificar el proyecto de sus propias filas que ya obtuvo media sanción de Diputados.

Tocar los impuestos

“Más allá de la justicia del planteo, el proyecto de Diputados introduce cambios de reglas de juego en los contratos y eso es malo para el país, que necesita garantizar seguridad jurídica -explicó el martes el gobernador salteño, Juan Manuel Urtubey-. Podemos, en cambio, conseguir alivio en las tarifas tocando los impuestos. Eso es distinto: los senadores pueden hacerlo porque los impuestos son una atribución propia.” Si ese proyecto avanza, los recursos que estarían en juego para el Estado serían unos 20.000 millones, cinco veces menos que la cifra que el oficialismo enarbola para acusar de irresponsabilidad fiscal a la oposición. Es razonable que haya senadores oficialistas dispuestos a respaldar esa idea que podría ahorrarle al Poder Ejecutivo el costo político de vetar la rebaja (mucho más cuando se trata de una rebaja razonable).

Ironías del ballotage

Hoy el peronismo se permite soñar con un triunfo en 2019. Esos sueños encierran aún muchos enigmas, aunque tienen un objetivo claro: forzar un ballotage en la elección presidencial. Un dilema principal nubla esa meta: ¿conviene que el peronismo llegue unido a la primera vuelta, después de haber dirimido sus divergencias en las primarias obligatorias?

El peronismo federal y los renovadores no han excluido completamente la posibilidad de librar una interna con el sistema kirchnerista, pero decididamente esa no es su opción favorita. Preferirían que el kirchnerismo se presente aparte para ahorrarse el lastre de la mala imagen que sobrellevan la señora de Kirchner y su entorno. Sin esa carga, se consideran en condiciones de atraer un electorado que, además del que mantiene fidelidad peronista puede provenir de los votantes desilusionados de Cambiemos, lo que aseguraría el ballotage. Están convencidos de que en la segunda vuelta sumarían 9 de cada diez votantes que en la primera hubieran optado por el kirchnerismo.

Esa hipótesis de trabajo se apoya en premisas por el momento sujetas a duda. Primero: aún suponiendo que el candidato oficialista (casi seguramente Macri) se vea obligado a ir a ballotage, no está demostrado que en esa instancia su rival sea el peronismo federal. ¿Y si la segunda colocación la consigue Cristina Kirchner o el candidato que ella promueva? La señora mantiene su fuerza en la provincia de Buenos Aires (donde aún no despunta un candidato fuerte del peronismo “racional”). Por otra parte, parece estar preparándose para disputarle al peronismo postkirchnerista un electorado más independiente. Por ejemplo: ha lanzado al ruedo el nombre de Felipe Solá, tomándolo del mazo de los renovadores de Sergio Massa. Solá deja hacer: confiesa que le gustaría ser candidato a la presidencia.

La hipótesis de llegar a un ballotage con el panperonismo dividido encierra, si se quiere, una ironía: sería una réplica de la táctica que empleó el Pro cuando se negó a una alianza antikirchnerista amplia que integrara a los renovadores de Massa, apostando a que derrotado Massa, su electorado estaría obligado a optar por Macri en la segunda vuelta. En ese punto, fue una estrategia electoral acertada. Gobernar es cosa distinta.

El destino de una ilusión

En cualquier caso, el oficialismo, que daba por garantizada su continuidad por otro período, también sueña y estudia variantes mientras hoy atraviesa la meseta de la incertidumbre y lee encuestas que le dibujan una riesgosa pendiente.

Esta semana, profesionalmente optimista, el Jefe de Gabinete, Marcos Peña, repitió una frase que ya había usado Mauricio Macri: “Lo peor ya pasó”. Más allá de que los funcionarios tienen una propensión a dar buenas noticias en cualquier circunstancia, la repetición pareció un furcio. El Presidente había acuñado ese pronóstico en marzo, al inaugurar las sesiones del Congreso. Y después de eso vinieron la llamada turbulencia cambiaria, la devaluación y el ascenso a la estratósfera de las tasas de interés; se decidió acudir al FMI e introducir modificaciones en el equipo de gobierno, algo a lo que Macri era renuente. ¿Habrá que suponer que Peña es mejor arúspice que su jefe? ¿Que esta vez sí “ya pasó”?
Campos de desconcentración
A partir de que el Presidente decidió entregarle a Nicolás Dujovne la coordinación de la casi decena de ministerios del área económica, al ministro de Hacienda empezaron a tildarlo de superministro. Uno de los primeros en desvirtuar ese concepto fue Peña.

Es natural: aceptar que Dujovne es un superministro equivaldría a que las funciones del propio Peña hubieran quedado devaluadas. La rectificación del jefe de gabinete sobre el papel de Dujovne podía leerse, entonces: “El único superministro sigo siendo yo”. No se lo llame celo ni competencia intraequipo, pero lo cierto es que desde el área de Peña se viene desplegando un amplio operativo de comunicación para subrayar que ni el propio Jefe de Gabinete ni sus dos subjefes han perdido peso ni -mucho menos- el aprecio o la consideración del Presidente.

Destacados analistas se aplicaron a desmentir lo primero (el debilitamiento político del área) sobrevalorando lo segundo y tanto el Jefe como uno de sus subjefes recorrieron canales, emisoras y redacciones con idéntico espíritu.

En rigor, la pérdida de peso relativo de la jefatura de gabinete no está determinada por ningún súbito desapego presidencial sino por los hechos objetivos. El área de Peña había ejercido la coordinación económica hasta ahora y esa gestión no fue precisamente exitosa: debilitó inoportunamente al Banco Central, intentó desplazar a su titular, erosionó el área del gabinete que conduce políticamente la obra pública nacional (ministerio de Interior), fue renuente a la ampliación de consensos (tanto en relación con la oposición como en el seno de la coalición oficialista).

Como resultado práctico del torbellino económico y cambiario motorizado por los mercados, el presidente decidió que la coordinación económica pase ahora a manos de Dujovne. Un economista extraído de altos rangos de un banco extranjero, que se preparaba en la incubadora de la Jefatura de Gabinete para destinos mayores, fue desafectado esta semana: metáfora transparente de un retroceso de esa área.

Esa imagen se completa con esta: a la primera reunión del reestructurado team económico asistieron los dos subjefes de gabinete que con Peña componen el afamado tridente que Macri (hace ya muchas semanas) definió como “mis ojos, mis oídos, mi cerebro”; Mario Quintana y Gustavo Lopetegui se sentaron aplicadamente, como los demás ministros del área, a una mesa en la que la batuta la esgrime Nicolás Dujovne. Todos tienen que interpretar una melodía titulada Recortar el déficit.

Sería erróneo, sin embargo, deducir de estos hechos que Peña ha perdido “la oreja” presidencial. Macri sigue necesitando ese pararrayos. No es ese el asunto. La cuestión es que el centro ha perdido peso relativo.
Por su parte, Dujovne, encargado de la vinculación de Argentina con el Fondo Monetario Internacional y primus inter pares de sus colegas del gabinete económico, está claramente encargado de una superfunción, pero falta corroborar que sea un superministro. El hábito no hace al monje.

Sus poderes recién quedarán en evidencia cuando, a la hora de recortar egresos (o de mantener subsidios) y de definir rumbos, su opinión choque con la de otros miembros de esa supermesa o con la de Peña. Recién entonces se verá cuál posición prevalece (es decir, en favor de cuál arbitra el Presidente). Este, a su vez, deberá evaluar la fuerza que conserva un centro del poder devaluado por los acontecimientos.
Esta semana, por ejemplo, la reacción de las organizaciones agrarias hizo que se dejara de lado la intención de postergar temporalmente la baja de retenciones a la soja. ¿Dónde encontrar sectores que se dejen ajustar resignadamente? ¿Dónde habrá fuerza y argumentos para aplicar ajustes que se cumplan?

La procesión va por dentro

El centro también ha perdido poder relativo en el seno de la coalición. Por ahora reina la disciplina impuesta tanto por el sobresalto cambiario recién superado como por las dudas sobre el futuro. Pero ese orden está determinado ahora por el reordenamiento de cargas que sobrelleva el oficialismo. La incorporación del radical Ernesto Sanz a la mesa política de la coalición ya produce chispazos. El menos importante es el que genera Elisa Carrió, quien hace meses que ningunea al político radical. Sanz y el jujeño Gerardo Morales tendrán que afilar sus artes negociadoras para dejar satisfechas las ansias de participación (y de garantías políticas) de su partido, que sospecha que la Casa Rosada privilegiará sus necesidades nacionales y postergará a los candidatos radicales en varios territorios que tienen influyentes gobernadores peronistas, indispensables para las necesidades de gobernabilidad del poder central.

Además, el aporte de los radicales al debate de la cúpula de Cambiemos no se limitará a esas “patéticas miserabilidades”. Desde la UCR se observan críticamente, si no las medidas económicas que impulsa el Pro, sí muchos de sus acentos y su letra chica. El diablo está en los detalles.

La conducción radical recibe el asesoramiento de técnicos con experiencia que aportaron, por ejemplo, el recurso táctico del achatamiento tarifario para tratar de hacer más digeribles los aumentos impulsados por Energía. La propuesta fue precedida por una crítica al estilo impolítico con que se formularon los aumentos.

Detalles: un reconocido especialista radical en energía (Jorge Lapeña) viene cuestionando la privatización de Transener. Otro radical, Ricardo Alfonsín se sumó a la crítica: “El gobierno debería explicar por qué prefiere que esté en manos privadas una actividad estratégica y además, monopólica. Si debatiéramos esto, que es cuestión de fondo, comprobaríamos que las preferencias del gobierno no son técnicas, sino ideológicas”. Puede predecirse que el clima interno del radicalismo empuja a sus representantes a discutir en el seno de la coalición tanto cuestiones tácticas como técnicas, de procedimientos y gestión. Y también ideológicas. La crisis deja como saldo un retroceso de la concentración de decisiones e iniciativas que venía imponiendo el núcleo duro del Pro.

Más discretamente, como suele ocurrir, el propio partido del Presidente elabora las consecuencias de los errores que llevaron a la situación actual. Los grandes jugadores (en primer lugar los jefes de distrito de la Capital y la provincia de Buenos Aires) registran con preocupación que los tropiezos de la administración nacional se traducen en retrocesos en sus territorios.
Nadie culpa por esos pecados a Mauricio Macri. Ya se sabe que los fusibles están para resguardar al centro de la instalación. Peña y sus adláteres (más atrás, Aranguren y el presidente del Banco Central) son los blancos preferidos de las críticas.

Tampoco se suponga que en el Pro se ha inaugurado un torneo de tiro al pichón destinado a voltear al Jefe de Gabinete: las críticas son ambiguas, ponderadas y se vuelcan en círculos pequeños. Todos los actores principales son concientes de que este no es un momento adecuado para mayores pases de factura sino para los esfuerzos destinados a estabilizar el bote en el que todos navegan. Pero las situaciones quedan registradas.

¿Lo peor ya pasó?. Involuntariamente, la propaganda oficial que se transmite por los canales acierta con el tiempo verbal adecuado: “Está pasando”.