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Opinión 3 de noviembre de 2017

Amores de otoño

por Pedro Horvat

Hay una etapa de la vida (que aún no tiene nombre propio) que comienza al acercarse a los sesenta años y que se extiende por unas dos décadas. A ella pertenecen hombres y mujeres que ya jugaron una parte de sus cartas, no son jóvenes, pero tampoco ancianos, trabajan, están informados y activos. Cuando pueden, salen, viajan y consumen. Visitan a sus médicos, saben que -más que nunca- necesitan de su salud y la cuidan. Tuvieron hijos y nietos, vieron morir a sus padres, maduraron.

Muchos son separados o enviudaron, pero no dejan de buscar y formar nuevas parejas. ¿Por qué lo hacen, qué esperan de ellas, cómo son estos nuevos vínculos?.

En la juventud, la pareja es, en esencia, un amor fundacional: se unen para dar forma a un hogar, a una cultura y un proyecto propios. Es el vínculo de dos personas con poco pasado, que miran hacia un futuro que aparece inagotable. Ambos tienen casi todo por conquistar y construir.

Todo es diferente en el grupo que analizamos hoy: es el encuentro de dos con un largo camino recorrido. Ya no van a crear un mundo nuevo, sino que, por el contrario, deberán armonizar lo que ya existe en sus vidas: familia, trabajo, dinero y manías. Todos arrastran duelos inconclusos y, aunque buscan una nueva pareja, las decepciones los volvieron prudentes. Son veteranos de otras guerras, tienen tantas heridas como anhelos y no les es fácil ubicarse y aceptar el espacio que queda libre para el amor en la vida del otro. Tendrán que moverse en un corredor un poco incómodo, delimitado por el mundo real de cada uno y las respectivas historias personales. Así como la pareja joven nace para abrir espacios, la madura llega para llenar un vacío, algo que no es fácil.

Como no podía ser de otra forma, la sexualidad corre también por nuevos caminos. A esta edad, hay muchas personas muy atractivas, pero no hay tantos cuerpos bellos. Ahora, la desnudez denuncia todo lo que pasó: partos, dietas abandonadas, viejas cicatrices y la gimnasia que no se hizo. El cuerpo se transformó en un mapa minucioso que detalla cada accidente de los años, ese algo difícil de definir que no es sólo el paso del tiempo, sino también la forma en que se vivió. Aun así, en este escenario de nuevos pudores y de hormonas en retirada, donde el amor es más para hacer que para ver, el erotismo hace su magia.

Cada pareja deberá buscar la intimidad sexual posible y cuidarla: el amor erótico se nutre en la subjetividad de lo que cada uno significa para el otro, resiste al tiempo, pero no al abandono. Se trata de encontrar un lugar en el amplio abanico de la vida sexual compartida, sabiendo que, si renuncian a él, perderán mucho más que placer: la deserotización del vínculo es el camino que lleva del otoño al invierno.

Tal vez pueda decirse que estas parejas no tienen, en realidad, un proyecto, sino un propósito. Para lograrlo cuentan con algo a favor: la experiencia. Ya no se asustan en las tormentas, aprendieron el arte de construir un amor sobre las muchas diferencias y el valor de compartir la vida cuando el tiempo empieza a ser un bien escaso. Descubrieron que la intimidad y el compañerismo son la mejor amalgama para sobrellevar las ansiedades de la finitud.

(*): Médico psiquiatra y psicoanalista.



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