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Opinión 26 de marzo de 2018

Aquel 24 de marzo, según pasan los años

por Martín Balza

Martín Balza, ex Jefe del Ejército Argentino.

Es preocupante que, a más de cuatro décadas de una violencia atroz que enlutó a nuestro país, haya sectores intransigentes que sigan enfrentados acerca de ella, mintiendo sobre sus orígenes y consecuencias y, más aún, aceptando falsedades expresas, también las de omisión o mutilación de la verdad exigida.

Un proverbio árabe dice: “La mentira no triunfa sino la primera vez”. Precisamente, esta mentira contó con un sistema de complicidades que originó trágicos resultados, que iluminados irresponsables condujeron hacia dos siniestros lados y a estériles luchas fratricidas hoy superadas, pero con minoritarios grupos aferrados a su propia verdad.

Hubo miles de argentinos asesinados por sus ideas, por su profesión o empleo, o simplemente porque incomodaron al otro. También hubo otras víctimas inocentes a la que -con descaro- se califican como “colaterales”.

¿Podemos olvidar el pasado o desconocerlo? No, pero debemos superarlo en el marco de la verdad y la Justicia, sin odio, ni rencor ni venganza. Quizás recurriendo a un nunca intentado algoritmo social.

Hace casi 25 años, en un extenso mensaje institucional del Ejército difundido públicamente a la sociedad, entre otros conceptos expresé: “Nuestro país vivió una década signada por la violencia, por el mesianismo y por la ideología. Una violencia que se inició con un terrorismo que no se detuvo siquiera en el interregno democrático entre 1973 y 1976, y que desató una represión que, aún hoy, estremece (…) Si no logramos elaborar el duelo y cerrar las heridas, no tendremos futuro”.

La fecha del 24 de marzo ha quedado en la historia como el epítome de la atrocidad en la Argentina. Recordemos que el 24 de marzo de 1976 se consumó el sexto –último y definitivo— golpe cívico-militar del siglo XX.

Lamentablemente, el vacío de poder del gobierno de entonces fue aprovechado por sectores políticos, empresariales, sindicales y militares para arrogarse un poder ilegítimo.

Más de 800 dirigentes políticos de casi todo el espectro partidario aceptaron ocupar embajadas, gobernaciones e intendencias.

Gran parte de la sociedad pareció aceptar y legitimar una nueva interrupción del orden constitucional en respuesta al accionar criminal de grupos armados irregulares sin advertir que, aceptando ello como un mal menor, estaban coadyuvando a la instalación de un mal mayor que intentó depurar la sociedad mediante una forma extrema de eugenesia que incluía degradantes crímenes: asesinatos, torturas, desaparición forzada de personas, robo de bebés y posteriores asesinatos de sus madres, robo de propiedades y violaciones.

Se llegó al paroxismo de invocar que lo hacían “en defensa de la civilización occidental y cristiana”. En su momento, el entonces cardenal Jorge Bergoglio, dijo: “Matar en nombre de Dios en una blasfemia (…), es ideologizar la experiencia religiosa”. En el mismo sentido, el rabino Abraham Skorka, expresó: “Cuando se mata en nombre de Dios, duele muchísimo más. El daño, en cierto modo, es mayor, ya que, amén del crimen perverso y la destrucción de la dignidad humana, se destruye la dimensión de la fe”.

Organizaciones terroristas concibieron un indiscriminado Terrorismo contra el Estado y la respuesta fue un Terrorismo de Estado, que incluyó a políticos, obreros, empleados, docentes, sindicalistas, estudiantes, diplomáticos, periodistas, religiosos y militares. Es inadmisible que altos mandos de las Fuerzas Armadas ordenaran actuar en la clandestinidad, adoptando una lucha de “clandestino contra clandestino”.

No es verdad que solo incluyó a terroristas. En la lista de víctimas de las “fuerzas del orden” figuran, por ejemplo, el entonces embajador argentino en Venezuela, Héctor Hidalgo Solá; la diplomática argentina destinada en Francia, Elena A. Holmberg, y el ex secretario de Prensa del ex presidente de facto, general Alejandro A. Lanusse, el periodista Edgardo Sajón.

Los tres, asesinados por integrantes de la Armada. La primera víctima, la noche del 24 al 25 de marzo, fue el mayor retirado Bernardo Alberte, asesinato atribuido al Ejército.En síntesis, una cosa son los crímenes de las organizaciones terroristas y otra, que el Estado se convierta en criminal, combatiendo el terrorismo con más terror.

Lamentablemente, al acriollado nihilismo terrorista se les respondió vulnerando elementales principios jurídicos y normas éticas, morales y religiosas. Ninguno de los dos bandos expresó su arrepentimiento ni pidió perdón a las víctimas ni a la sociedad.

El castigo a los responsables de las violaciones a los derechos humanos debe enmarcarse en la verdad y la Justicia, sin odio, sin rencor ni venganza, para que genere efectos sociales disuasivos y ejemplares. Hasta ahora, el reproche penal se aplicó a un solo sector y no a los miembros de las organizaciones armadas irregulares. Se invocaron argumentos que deben ser respondidos por políticos y juristas. Aprecio que la doctrina nacional e internacional al respecto no es unívoca. Los hombres de armas, a los que la Nación Argentina les confía la protección de la vida y la libertad de sus habitantes, nunca deben apartarse del precepto sanmartiniano: “La Patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes”.

(*): Ex Jefe del Ejército y ex embajador en Colombia y Costa Rica. Veterano de Guerra de Malvinas.



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