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Opinión 4 de abril de 2019

Aquella chiquilina inigualable

Por Nino Ramella

“La emoción más hermosa y profunda que podamos experimentar es la sensación de los místico. Es el semillero de toda ciencia. Aquel que no pueda asombrarse o embelesarse con temor respetuoso es como si estuviera muerto”. No sé si esa fue exactamente la frase de Einstein, pero sí se que con puntos y comas fue la que dije en algún día no preciso de 1973 durante mi primer examen –introducción a la Filosofía- en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Mar del Plata.

Delante de mí María del Carmen Maggi era la que decidía si yo aprobaba. Me fue bien. Muy bien. De regreso a mi casa, muy trajeadito por ser primerizo y en aquellas épocas, mi madre celebró acaso sin sospechar que tiempo después yo abandonaría mis estudios.

Escribo estas líneas recordando exactamente el aula en la que rendí aquel examen. Dónde estaba sentada “Coca”,como la conocíamos todos. En el respaldo de su silla aquel tapado oscuro con el que la imagino cada vez que me acuerdo de ella. Pero lo que más me conmueve es caer en la cuenta de que por aquel entonces tenía veintiséis años.

Recurro a internet para cerciorarme. Sí… había nacido en 1947. En 1973 tenía veintiséis años. Cómo puede ser. Cómo pudo haber sido una chica aquella profesora que no sólo sabía muchísimo, sino que enseñando lograba entusiasmarnos de tal manera.

Ni mis compañeros ni yo estábamos empapados de las tensiones que rodeaban el proyecto de unificación de la Universidad Provincial con la Católica, ni las controversias por las condiciones de su nacionalización. Coca era la decana de Humanidades y secretaria general de la Universidad Católica cuyo rector honorario era monseñor Eduardo Pironio.

Sonreía siempre. Lo hacía cuando a alguien que estaba peleando por raspar un cuatro le decía con suavidad… “bueno Mengano…está bien… mire váyase”. Por esa sonrisa y el tono condescendiente con el que lo decía, el susodicho creía haber zafado…hasta que le daban la libreta.

Por razones familiares, y acaso porque en Mar del Plata es fácil conocerse según los ámbitos, fui testigo de su sometimiento al trabajo. Habiéndose levantado al alba terminaba cada día a la media noche. Daba clases sin parar.

Eran tiempos violentos. En las paredes la derecha más reaccionaria escribía “Pironio montonero”. Para las Tres A, con licencia para matar durante el gobierno de Isabel Perón, la Universidad Católica era una cueva de comunistas.

En la madrugada del 9 de mayo de 1975 fueron a buscarla. Allí a la casa de los padres, donde vivía. Era de madrugada. Una docena de descerebrados empezaron a golpear su puerta y cuando la madre les abrió casi se la llevan. Fue Coca que les dijo… “ustedes vienen a buscarme a mí. Yo soy la decana”. El padre logró alcanzarle un tapado por la ventanilla del auto en la que la secuestraban. Fue inútil pedirles que llevaran también los remedios para la diabetes que padecía.

Fueron diez meses tremendos. Pironio acompañó a sus padres y hermana hasta que en septiembre de ese año, en un gesto que se entendió como una manera de protegerlo, el Papa Paulo VI lo llevó al Vaticano.

El 23 de marzo de 1976 me hice mayor de edad porque llegué a los 21 años. Y me hice adulto porque ese día apareció el cuerpo de Coca en una playa de Mar Chiquita. La habían matado el mismo día que la llevaron. La perversión de sus captores encendía esperanzas durante todos los meses de su desaparición, como cuando cierto día la policía pidió los remedios. Si necesitaba los remedios era porque estaba viva. Pues no.

La Biblioteca Central de la Universidad Nacional de Mar del Plata inaugura una muestra sobre María del Carmen Maggi. Quienes la conocimos tendremos un escenario para evocarla. Pero eso no es lo importante.

Lo que realmente importa es que las nuevas generaciones sepan que María del Carmen Maggi es algo más que el nombre del Aula Magna del Complejo Universitario. Ese nombre es el de una docente que luchaba por derogar los aranceles universitarios. Que fue una persona que sin tener filiación partidaria alguna se involucró en defender aquello en lo que creía y que fue víctima de quienes sí tenían filiación partidaria y no hesitaban en matar a un ser humano.

Vuelvo cuarenta y seis años atrás. A aquella aula del primer piso del Pasaje Catedral. Veo su sonrisa. Su pelo revuelto. Su tapado oscuro. Y tras pasar por la tristeza, la rabia y la nostalgia pienso que aquella chiquilina nos enseñó mucho más que lo que sus palabras decían.

 



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