Interés general

Batancito, un recorrido por el interior de la cárcel para menores

Tiene capacidad para alojar a 24 adolescentes imputados o condenados por hechos gravísimos como violaciones, asesinatos y robos a mano armada. Con el objetivo de su reinserción social, cuenta con escuela primaria, secundaria y diferentes talleres.

Por Juan Manuel Salas

El Centro Cerrado de Menores de Batán, “Batancito”, queda a solo uno 10 minutos de Mar del Plata y está junto al complejo carcelario de Batán, en el que están las unidades 15, 44 y 50, donde están encerrados hombres y mujeres mayores de edad.

El ingreso a “Batancito” está custodiado por personal policial. El predio cuenta con un muro perimetral de unos 4 metros de altura, que fue construido luego de un habeas corpus presentado por el fiscal Marcelo Yánez Urrutia que se había cansado de la cantidad de fugas que se registraban en el lugar, que por los años 2013 y 2014 parecía la seguridad y el encierro eran solo un chiste.

Luego de las medidas adoptadas tras el habeas corpus las fugas se redujeron notablemente, en 2018 solo se escapó un joven, fue unos días antes de año nuevo, aprovechó ciertas “bondades” de la época y la confusión y se fue por los techos.

El lugar cuenta con capacidad para 24 jóvenes, que pueden tener o no condena. Los adolescentes que caen al “Batancito” son acusados o culpables de hechos gravísimos, como homicidios, violaciones o robos con armas, y son considerados “peligrosos” por los integrantes del Poder Judicial.

La finalidad no es castigar a jóvenes que cometieron un delito, por más grave que sea. Tampoco es hacerlos sufrir. En el Centro Cerrados de Menores se busca que adquieran las herramientas para reinsertarse en la sociedad.

Si bien el Centro Cerrado de Menores de Batán está pensado para que se ocupe de jóvenes de Mar del Plata y la zona en conflicto con la ley penal, en estos momentos, de los 24 internos que hay, sólo 7 son de Mar del Plata y el resto es de diferentes lugares de la provincia de Buenos Aires, principalmente del conurbano.

Los responsables del Centro Cerrado de Menores son Juan Capel (director) y Facundo Takaes (subdirector), quienes un día de enero cualquiera están en el lugar de bermudas y remera, tomando mate, descontracturados dentro de una institución tan rígida como es una del sistema penitenciario.

Lo primero que trabajamos es la responsabilidad que se tienen que hacer cargo de lo que hicieron. Todo pasa por ahí. Darle educación. Trabajamos el tema de las adicciones, junto al CPA y la Municipalidad”, explica Capel, quien explica que dentro de “Batancito” hay escuela primaria, secundaria y numerosos talleres para los jóvenes.

“Acá buscamos que el joven se haya recuperado de la mejor manera posible y con herramientas para el afuera. No se trata de que solamente se vaya. Por lo menos que se vaya con un oficio, con estudio y poder desenvolverse mejor afuera”, completa Takaes.

El Centro Cerrado de Menores cuenta con unos 100 trabajadores, siendo este el único centro penitenciario que cuenta con personal femenino que trabaja con los jóvenes de manera directa.

A pesar de los 100 trabajadores, tiene una importante falencia: carece de un médico permanente en el lugar -desde hace 8 meses que la doctora con la que contaba no va más a su lugar de trabajo-y de un psiquiatra, sobre todo que esté especializado en problemas de adicciones.

El problema de las adicciones está presente en casi todos los casos, en mayor o en menor medida. Tenemos muchos chicos del conurbano y allá es peor, pero en Mar del Plata ha crecido. Antes no había casos de abstinencia, pero ahora sí”, expresa el director del Centro Cerrado de Menores y explica que cuentan, de todas maneras, con una profesional que va al lugar semanalmente y trabaja de manera individual y en grupo con los jóvenes.

Para Capel y Takaes la mayoría de los chicos en conflicto con la ley penal “carecen de contención, cariño y oportunidades”. Ambos hablan de una falta de presencia del Estado en el “exterior”, tanto para prevenir que los jóvenes lleguen a delinquir, como para acompañarlos en su proceso de reinserción una vez salen del Centro Cerrado de Menores.

Para los trabajadores de “Batancito” es fundamental la función de la familia de los jóvenes, que se comprometa e involucre en su recuperación.

No somos los mismos desde que llegamos, fuimos cambiando”, dicen Capel y Takaes y agregan: “Notamos respuesta de los chicos, los chicos cambian. Muchas veces el Estado no está presente afuera, pero acá dentro sí está presente. Notamos que les podemos brindar salud, educación. ¿Podría ser mejor? Seguro, pero notamos el cambio. Notamos que los chicos ponen voluntad, pero llegan a la realidad de su familia, su casa, su barrio y no es lo mismo”.

Encerrados en verano, con talleres y pelopincho

Los jóvenes que se encuentran encerrados en el Centro Cerrados de Menores de Batán cuentan con numerosos talleres cada día para hacer de diferentes áreas, como cocina, cerámica y hasta incluso luthierismo.

No está obligados a realizar ninguno de los talleres, pero, por un lado tienen todo el tiempo del mundo al no poder salir del lugar y, por otro, esas actividades le suman a su expediente al momento de solicitar luego alguna morigeración en su condena.

El lugar, además, tiene áreas comunes de recreación, en donde hay un metegol, mesa de pin pon, un teatro equipo por el Auditorium, televisor, playstation y en los patios de cada uno de los dos pabellones hay instalada una pelopincho.

Algunos piensan que los chicos no tienen derecho a nada, ni siquiera a ser chicos“, dice uno de los trabajadores de “Batancito”.

Marginales

Una puerta metálica pesada se cierra y el ruido retumba en los pasillos. Alguien la traba con llave, siempre las puertas de “Batancito” se cierran con llave. El encierro se hace presente hasta para los visitantes, no hace falta ninguna explicación, ni cartel: la libertad es eso que quedó del otro lado, afuera.

Los pabellones del Centro Cerrado de Menores de Batán son ordenados y limpios, nada que ver a lo que uno podría representar en su mente después de ver “El Marginal”, aunque, claro, esa ficción retrata la vida en una cárcel para mayores de edad.

Las celdas, 24 uno para cada uno de los internos, tienen lo mínimo o incluso menos: cuatro paredes, una ventana, una cama, un pilar de cemento que se usa como banco y un inodoro. Nada más. Es lo mínimo, lo fundamental, para que puedan dormir, ya que en la celda solo pasan la noche.

A los chicos solo les permiten tener tres fotos en las celdas y está totalmente prohibido que pinten las paredes, las escriban o peguen posters. En una, hay una remera de Independiente recién lavada, cuidadosamente extendida para que se seque.

A diferencia de otros Centros Cerrados de la provincia de Buenos Aires, en “Batancito” los chicos pueden tener visitas de parejas y las mismas están anotadas en un almanaque, con nombres personales encerradas en un corazón.

El lugar cuenta con una habitación a parte, con camas y un baña. Una especie de “suit” para que puedan tener cierta intimidad, provista también de preservativos. A las chicas que van a visitarlos les exigen que tenga el permiso de sus padres y que sean mayores de edad.

Es la hora del almuerzo, los chicos están sentados comiendo pollo con puré, charlan, se hacen bromas y se ríen. Uno los mira desde afuera, a través de unos barrotes que hay en la ventana, y la escena es la que se repite en cualquier comida de un grupo de adolescentes y, por un momento, se olvida que esos chicos están ahí por haber cometido delitos gravísimos.

La comida es la misma que comen los trabajadores, hay gasea para ocasiones especiales y la alacena desborda de de productos como café, yerba, fideos, galletas.

Algunos chicos terminaron de comer y se preparan para jugar a la Play Station.

Afuera hace 30° y ellos, encerrados no tienen mucho más que hacer. Pueden ir a la pelopincho, asistir a un taller y seguir matando el tiempo, que termine el día, dormir en su celda, despertar, y volver a empezar todo de nuevo, otra vez, mientras dure la sentencia.

“¿Cómo se están portando?”, les pregunta un fiscal al grupo de chicos que están terminando el almuerzo. “Bien, Don, ya dejamos de mandarnos cagadas, estamos muy bien acá”, responde uno.

La puerta metálica se cierra. Afuera corre un poco de aire y recién en la ruta, lejos de los muros, la libertad toma sentido y tiene un valor imposible de definir.

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