La Ciudad

Cada vez más gente se aleja de las redes sociales, cuando apostar deja de ser un juego y el joven malabarista que la rompe en Italia

Todos los entretelones de lo que es noticia en Mar del Plata.

 

Parece que llegó el momento que nadie vio venir: la gente está dejando las redes sociales. No del todo, claro, nadie suelta el celular, pero sí con una mezcla de hastío, pudor y desconexión que se parece bastante a una fuga silenciosa. Lo dice un informe de Be Influencers, una agencia que trabaja con marcas como Havanna, Hileret, Mastercard o Belo, y que acaba de ponerle nombre a lo que todos empezamos a intuir: baja el consumo de redes sociales, crece la desconexión y vuelve el anonimato. Un fenómeno que marca, quizás, el fin de una era: la del yo digital como religión global. Durante años vivimos convencidos de que si algo no se posteaba, no había pasado. Las vacaciones, el cumpleaños, el asado del domingo: todo debía dejar su huella en la pantalla. Las redes eran una vidriera y, al mismo tiempo, un espejo. Pero los espejos, cuando se miran demasiado, terminan cansando. Y lo que empezó como una plaza pública global terminó pareciéndose a un shopping donde todo se vende, incluidos nosotros.

 

 

El informe habla de un cambio profundo. Las redes ya no son “sociales”, sino plataformas de recomendación. Seguimos algoritmos, no personas. Ya no elegimos qué ver; dejamos que un motor invisible decida por nosotros. ‘Recommendation media’, le dicen los expertos. O, dicho más crudamente, el algoritmo sabe mejor que vos lo que te gusta, aunque eso te convierta en un espectador pasivo de tu propia vida digital. En paralelo, el “posteo casual” –esa costumbre de subir una foto sin filtro ni estrategia– desapareció. Hoy, el contenido cotidiano se guarda para los “mejores amigos” o se manda por mensaje privado. Ya nadie sube fotos feas, ni muestra la vida real. La espontaneidad murió de sobreexposición.

 

 

Y, como toda época de saturación trae su contracultura, ahora emerge lo contrario: la vuelta al anonimato. Cuentas sin nombre ni foto, perfiles sin contenido, usuarios que vuelven al anonimato de los foros de los 2000. Una suerte de exilio voluntario en la red. Estar, pero sin ser vistos. Ser parte, pero sin dejar rastro. Las redes, dice el estudio, se transformaron en medios tradicionales, es decir, espacios donde vamos a buscar entretenimiento o información, no vínculos. La conversación migró hacia otros lugares como Telegram, Discord, Reddit, Substack, incluso comunidades cerradas dentro de Spotify o YouTube. Allí, lejos del algoritmo, florecen grupos chicos, contenidos específicos y nuevas formas de intimidad digital. Lo cerrado se volvió refugio; lo íntimo se volvió lujo.

 



La generación Z lo entendió antes que nadie. Ya no busca celebridades con millones de seguidores, sino microinfluencers auténticos, de esos que parecen más reales que las marcas que los contratan. Quieren menos luces, más voz humana. Menos gritos, más conversación. Quizás lo que está pasando no sea una desconexión, sino una mudanza de lo público a lo privado, de la plaza al living, del ruido al murmullo. Las redes sociales ya no son redes; son canales de televisión con scroll infinito. Y el público, agotado, empieza a cambiar de canal. Mientras tanto, las marcas, los políticos y los medios corren detrás de una audiencia que ya no se muestra. Persiguen métricas que se desvanecen, likes que se evaporan, identidades que se esconden detrás de un emoji. Tal vez haya que aceptar que el anonimato no es un problema, sino el nuevo modo de ser alguien sin tener que explicarlo todo. En la era de la sobreexposición, la privacidad volvió a ser revolucionaria. Y en un mundo donde todos gritan para ser vistos, los que callan empiezan a destacarse.



Hay una nueva adicción que no huele a tabaco ni se inhala por la nariz. No tiene horario, no deja rastros visibles y se propaga a la velocidad del WiFi. Se llama apuesta online, pero su nombre real es ludopatía digital. Y en Mar del Plata es un tema que cada vez preocupa más. En los colegios maristas lo vieron antes que muchos funcionarios, y antes que muchos padres. No en las estadísticas, sino en los recreos: pibes de 12 o 13 años endeudados, sin dormir, sin comer, apostando en secreto con billeteras virtuales.Algunos hasta fueron víctimas de chantaje o acoso a través de esas mismas plataformas. Ahí entendieron que ya no se trataba de una travesura, ni de una moda pasajera. Era –y es– un nuevo submundo que opera desde los celulares, con lógica de videojuego, pero consecuencias de casino.

 

 

Por eso, la Red de Colegios Maristas decidió investigar y publicar un cuadernillo con un título que es casi una advertencia: “Cuando apostar deja de ser un juego”. Lo trabajaron durante un año con alumnos y docentes, escuchando más que sermoneando. Porque, como bien dijo Marcelo De Brito, el director de la red, “para proteger a los chicos, primero hay que entender cómo funciona ese mundo que los atrapa”. Las apuestas online no son azar puro: son ingeniería emocional. Viven de la ansiedad, la inmediatez y la dopamina. De Brito lo explica con una imagen sencilla: “Cuando éramos chicos, uno podía poner pausa al videojuego. Hoy no existe la pausa”. Los juegos son colectivos, permanentes, adictivos. Y en esa lógica de estímulo constante se coló el negocio de las apuestas: promesas de plata rápida, adrenalina, éxito instantáneo. Los adultos –padres, docentes, políticos– miraron para otro lado. No hubo regulación seria, ni controles sobre las plataformas, ni una política pública que asuma que la ludopatía juvenil es una pandemia silenciosa.

 

 

Mientras tanto, los sitios de apuestas siguen patrocinando equipos de fútbol (Boca, River, Racing, Independiente, Rosario Central y Newell’s, por nombrar tan solo a algunos), influencers las promocionan y el Estado cobra sus impuestos con cara de póker. Según una encuesta de Unicef, 8 de cada 10 adolescentes argentinos hicieron alguna apuesta online el último año. La mitad lo hizo para “ganar plata”. Y 7 de cada 10 admiten que les resulta difícil dejarlo. Otra medición, de Opina Argentina, muestra que el 16 % de los jóvenes de 16 a 29 años apuesta regularmente. El Observatorio de Adicciones de la Defensoría del Pueblo bonaerense habla de un 12,5 % de jóvenes que alguna vez apostó online. Si los números fueran sobre consumo de alcohol o drogas, habría conferencias de prensa, operativos y campañas estatales. Pero, como el vicio viene en forma de app, nadie sabe muy bien qué hacer con él.

 

 

El cuadernillo marista plantea algo más profundo: una “crisis del disfrute”. Los adolescentes, dicen, ya no disfrutan del juego por el juego mismo, sino por la recompensa, por la ganancia. La cultura de la inmediatez, la sobrevaloración del dinero fácil y la ansiedad por pertenecer hacen el resto. Y los adultos, perdidos en la grieta o en el homebanking, dejamos de entender qué pasa ahí adentro. El aula y la casa quedaron desconectadas del universo digital donde los chicos se definen, compiten y se exponen. El material también propone algo que suena a rescate comunitario: volver a criar en red. Padres y madres que se organizan entre sí para poner límites comunes, para que ningún chico pueda decir “a mí nomás no me dejan”. Una suerte de resistencia colectiva ante un sistema que empuja al consumo digital sin freno. Y sugiere algo básico pero revolucionario: enseñar educación financiera desde temprano, ayudar a los chicos a entender qué hay detrás de una billetera virtual o de una “promoción” en una app. Porque el dinero virtual también duele cuando se pierde.



La Red de Colegios Maristas no hizo una cruzada moral, sino una intervención pedagógica con contenido político y social. Mientras el Estado regula poco y la publicidad manda mucho, ellos abrieron una conversación que debería ser nacional: ¿qué lugar ocupan las apuestas online en la construcción de identidad de nuestros adolescentes? En un país que siempre vivió entre el riesgo y la esperanza, apostar se volvió más que una metáfora. Pero tal vez la pregunta no sea si los chicos están jugando, sino quiénes están jugando con ellos.

 

 

En Mar del Plata estamos acostumbrados a que los talentos se nos escapen: músicos, científicos, deportistas, actores. Pero cada tanto uno de esos fugitivos emocionales reaparece en el radar global y nos recuerda que acá, entre la costa y la humedad, también se fabrican prodigios. Esta vez el que sacudió la modorra mediterránea es Matías “Zuka” Muñiz, 31 años, exmalabarista de semáforo en Quintana y la costa, hoy fenómeno televisivo en Italia. Un pibe formado entre la playa Varese y la gorra veraniega logró dejar boquiabierta a María De Filippi –algo así como la Susana Giménez italiana pero en modo juez implacable–. Ocurrió en “Tú sí que vales”, el programa más visto de la TV de allá, que tiene a cuatro millones de espectadores clavados cada sábado frente al Canale 5.

 

Zuka tiró unas bolas blancas al aire y, de repente, apareció un “tercer brazo” que parecía salido de su espalda. Una especie de truco anatómico entre Cronenberg y el Circo de Soleil. Se escuchó el famoso “¿Pero cómo m… lo hace?” de De Filippi y ahí se terminó la discusión: 100 votos del jurado popular, ovación general, jurados parados. Finalista. Y el 6 de diciembre juega por 100.000 euros. Lo más interesante es la biografía del personaje. Formado en semáforos, ferias de circo y travesías hippies por Sudamérica, Zuka hizo de la vida nómada un sistema operativo. Nueva Zelanda, Australia, el sudeste asiático, Indonesia, durmiendo en barcos, y festivales en cualquier isla perdida. En tiempos en que todo es algoritmo y scroll, él insiste en una defensa romántica: “el arte vivo”, la gorra, el contacto real, estar ahí. Una rareza en una época en la que hasta los payadores quieren analítica de datos.

 

 

En un extenso reportaje publicado por el diario La Nación se resalta su performance italiana que fue solo el prólogo: en enero, el marplatense estará en el Festival Mondial du Cirque de Demain en París, el santuario al que aspiran todos los artistas circenses del planeta. Ahí no hay premio en euros, pero sí jurados del Cirque du Soleil y del Moulin Rouge. O sea, contratos. Futuro. Y por si fuera poco, también lo tentaron desde America’s Got Talent. En su mochila de malabares hay kilómetros, idiomas y anécdotas. Pero su norte, casi un mantra, sigue siendo el mismo desde los 14: practicar, elongar, insistir. El brazo imposible no es truco, es obsesión.

 

 

En definitiva, un chico que aprendió a tirar tres pelotitas en el semáforo está a un paso de que lo vote toda Italia –y quizá medio mundo–. No es solo talento marplatense exportado, sino también la demostración de que a veces, entre el tránsito, la arena y los veranos, alguien estaba ensayando sin saber que años después iba a ser ‘trending topic’ en Roma. Zuka no se olvida de su ciudad. Al anunciar su participación en el festival que se realizará en París, recordó los “años de patear la calle”, agradeciéndole al circo La Audacia, entre otros, y a “todas las amistades y familia que compartieron el camino”.

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