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CASO LARIO: la trágica verdad que se resiste al filo de un acantilado

El expediente en el que se investiga la desaparición del Fernando Lario expone la hipótesis del suicidio en el mar con relativa solidez. Sin embargo es un camino poco transitado, ya que siempre se insistió más en dejar abierta la puerta a un posible asesinato. La incógnita del traslado del arquitecto hasta la zona de Acantilados es la mayor de las incógnitas.

Por Fernando del Rio

Desde hace 8 años no hay quién pueda explicar la desaparición de Fernando Lario y es ese desconocimiento el que mantiene el caso en la memoria colectiva: el angustiante No Saber. Hoy, tanto tiempo después, lo que perturba más allá del No Estar del arquitecto es el No Saber qué pasó con él. Porque no estar es una posibilidad, incluso un derecho que uno mismo puede decidir. Pero no saber es una tragedia.

El Estado es el encargado de aportar las respuestas ante un hecho violento, incluso aquellos episodios que son de la esfera privada. Es el Estado el agente que debe verificar si una muerte escapa al suicidio (a la autodeterminación) y, por lo tanto, tiene a terceros como autores o instigadores. A partir de esa comprobación, se inicia una búsqueda de responsables que puede terminar bien o, apenas, puede ser un lento proceso hacia el olvido. Sucedió con decenas o centenas de crímenes en Mar del Plata.

La gran cantidad de frustraciones que el caso Lario acumula en torno a las variadas hipótesis del asesinato dejan abierta la pregunta elemental, la que muchos que tuvieron acceso a la causa –y otros que tocaron de oído- se hicieron desde las semanas posteriores a su desaparición: ¿pudo haberse suicidado el arquitecto Lario?

Lario horas antes de desaparecer, durante el acto eleccionario en la facultad de Arquitectura.

El expediente siempre transcurrió sobre el criterio de una averiguación de paradero con la cautela, eso sí, de no desechar el homicidio  por la sencilla razón que le asiste a la duda, no a la certeza. La averiguación de paradero es la instancia preliminar a cualquier evidencia incontrastable y, en tanto no se tenga probada ni la muerte ni la localización, seguirá teniendo ese estado de paradero ignorado. Por fuera de los hechos en los que juega su rol el terrorismo de Estado es así y solo hay salvedades extraordinarias (también cuando se trata de una mujer la desaparecida en contexto de violencia de género se pide que se empiece a investigar como “femicidio”) en las que se supone que el resultado de un delito anterior es la muerte, aún sin el hallazgo del cuerpo. El caso de Nicolás Saurel, aquel joven que en 2014 fue secuestrado por dos conocidos y cuyo cadáver jamás apareció, puede servir de referencia den la excepción: la Justicia logró condenar a Germán Caldas y Darío Repetto pero por “secuestro coactivo agravado seguido de muerte preterintencional”.

Sin embargo, en el Episodio Lario la investigación salió de la averiguación de paradero y mutó su criterio recién en 2017, cuando el procurador Julio Conte Grand tomó la decisión de dar lugar a una llamativa hipótesis surgida en el ámbito carcelario y direccionó a la fiscalía general de Mar del Plata. Entonces el fiscal Fernando Castro se vio casi en la obligación del cambio de carátula a “homicidio en ocasión de robo”, sin tener un cadáver ni nada cercano a que lo pruebe. Solo por comentarios de comentarios de comentarios. Dos instructores judiciales puestos por la Procuración investigaron y no llegaron muy lejos.

Esa línea de investigación, aunque de manera indirecta y ya con otra fiscalía, fue la que acabó con la última gran decepción: el pozo molinero de Valle Hermoso.

El escenario suicida

Cada vez que hubo un intento de avanzar en el Episodio Lario sobre la hipótesis del asesinato todo se quedó en la construcción imaginaria de ese supuesto crimen. Jamás hubo pruebas, o al menos pruebas que superaran la hipótesis del suicidio o de la desaparición voluntaria, aunque esta última opción se deshizo en sí misma por el tiempo transcurrido y ese carácter de decisión reversible que  Lario jamás aprovechó siquiera para avisar a sus íntimos que estaba con vida.

En el supuesto de que Lario se haya quitado la vida, el escenario, naturalmente, es el acantilado en el que se hallaron sus únicas pertenencias: su campera bien doblada y su morral de cuero, rojo y negro. ¿La mecánica? Apenas dejarse vencer por el mar o por la altura.

El morral contenía todo lo que podía contener. No faltaba nada en su interior. Estaba apoyado sobre el tronco de uno de los autóctonos arbustos que crecen a unos metros del filo del acantilado. La campera, doblada, a un costado, y un poco más lejos su billetera con el DNI. Todo pareció haber sido dejado, no “descartado”. Aquello lo colocó ahí Lario o lo colocó alguien que fingió ser él (¿?). En cualquier caso, una escena con características definitivas, sin un después.

Lo nunca hallado fue el grupo de objetos más personales del arquitecto: anteojos, cigarrillos, encendedor y teléfono celular. Esto no resultó extraño a los psicólogos que analizaron el caso y respaldaron el viable acto suicida. Contrariamente a la postura de un robo, los especialistas pudieron descubrir en ello un rasgo, un sesgo.

Dos incógnitas

Hay dos incógnitas que a los investigadores se les antojaron insalvables para no avanzar en la posibilidad de un suicidio. Una de ellas es relativa, la otra crucial. Aunque no lo parezca, la incógnita más explicable es la falta del cuerpo.

Antes una aclaración: el porcentaje de suicidios no evidentes es mínimo en el universo forense. No hay prácticamente suicidios que no dejen rastros como cartas de despedidas, antecedentes de psico-alteración, mecánica de la muerte, testimonios y, además, una escena. Si eso sucede, la probabilidad de que se trate de un asesinato es alta. Mucho más si lo que no hay es un cadáver. En esa circunstancia tan inusual, la creencia popular descarta de plano el suicidio. Y en el caso Lario no hubo ni hay cadáver. Pero desestimar criteriosamente el suicidio en esta historia por ello y no atribuirle la condición de excepcionalidad, de ser uno de esos episodios infrecuentes en términos estadísticos, puede entenderse como apresurado.

Plataforma rocosa con ingreso del mar en un sector próximo a donde fueron halladas las pertenencias de Lario.

Para empezar a sortear el obstáculo que representa la falta de un cadáver bien vale recordar dos casos, uno de ellos, el del menor Manolo Duarte, de Miramar. En 2005 el adolescente desapareció y solo se hallaron su bicicleta y sus anteojos en el Muelle de Pescadores. Muchos meses después lo que apareció fue un hueso, solo un hueso, a 2 kilómetros de allí.

En octubre de 2015 un hombre llamado Sergio Pérez desapareció en las playas de Constitución y la Costa. Meses más tarde el fémur y un resto de pelvis fueron vistos en la playa de la bajada de Acevedo. Se los cotejó con el ADN de Lario pero resultó ser de Pérez.

Estos dos ejemplos son una muestra de que en aguas más protegidas por muelles o escolleras cuerpos que caen o se lanzan pueden no ser recuperados. Existe una estadística que en su momento manejó el fiscal Rodolfo Moure al analizar la causa “Manolo” Duarte que indica que 2 de cada 10 cuerpos de orilla o costa (no en alta mar) no los devuelve el mar. Sucede con bañistas, con suicidas, con pescadores de escollera.

Para peor, el caso Lario -en la hipótesis de suicidio- se ubica en Acantilados, donde el mar es abierto y las mareas pueden afectar de manera más radical a un cuerpo yaciente. Es cierto que en el sector en el que se halló el morral y la campera de Lario el acantilado presenta una playa con plataforma rocosa pero no deja de ser verdad, también, que el mar sube al menos una vez cada 12 horas y que la búsqueda recién se inició 3 días después de su desaparición. Seis (6) ciclos de mareas se sucedieron hasta que alguien echó una mirada excepto aquella de la joven que encontró las pertenencias de Lario, cerca de las 16 del sábado 7.

El martes 10 de julio personal de Bomberos a cargo de Pablo Polarolo se acercó al lugar de referencia pero no pudo bajar porque, precisamente, había pleamar, con una cota de 1,60 metros. Esto significa que la playa estaba cubierta por el mar. Los bomberos solo descendieron a 300 metros de allí (la única bajada segura) y no pudieron llegar a menos de 240 metros del hipotético punto de impacto.

La búsqueda recién se pudo iniciar en el acantilado el miércoles 11 de julio, seis ciclos de mareas más tarde de la desaparición.

Un día más tarde un gomón de Prefectura Naval hizo recorridas entre las 10.30 y las 13.25, y entre las 16.40 y 17.43. El personal no avistó nada y entregó ese informe. Ese mismo día dos bomberos sí pudieron bajar y caminaron la playa rocosa durante 32 minutos. No encontraron rastros de un cuerpo ni de ropa.

Uno de los rescatistas más experimentados, Isamel Tognini, hizo esos descensos y volvió a hacerlo un par de veces más en los meses siguientes, cada vez que se reportaba algún avistamiento de ropa en ese sector. Tognini fue también quien descendió en el pozo de Valle Hermoso semanas atrás.

El viaje misterioso

El verdadero enigma, la segunda incógnita, que al día de hoy no se resuelve es cómo el arquitecto Lario llegó –hipotéticamente- hasta el borde del acantilado, ya que su tarjeta de colectivo no tenía actividad compatible y ningún testigo dijo haberlo trasladado.

La única referencia de Lario fuera de la facultad tras las elecciones la dio una taxista, quien recordó haber levantado a un pasajero en la zona de San Lorenzo casi Guido. Lo describió fisonómicamente parecido a Lario (“contextura física alta, corpulento, de pelo corto medio canoso”) y con vestimenta similar (“vestía algo oscuro y llevaba cruzado por el torso una cartera o un bolso color negro”). Lario vestía campera negra y llevaba su morral cruzado de color negro.

El 7 de Julio de 2012 en la vida de Lario.

La taxista dijo que llevó a Lario hasta la estación Ferrautomotora y que en el trayecto éste le contó que debía viajar pero que como hacía frío no sabía si iba a hacerlo. Lario tenía programado viajar a Buenos Aires. Pero el relato de la taxista en lugar de dar certezas provocó mayores dudas porque fijó el horario a las 13.15, aproximadamente, siendo que Lario fue captado a las 14.05 por las cámaras de seguridad de la facultad. Incluso la actividad del teléfono de Lario impacta en celdas próximas al complejo universitario cuando hace una llamada a las 13.43.

Si Lario estaba aún en la facultad en esos horarios solo contó con una hora para recorrer los 20 kilómetros que separan ese punto del restaurante “Lo del Tata Juancho”, ubicado a menos de 200 metros del sitio en donde se halló su morral y su campera. Nadie admitió llevarlo hasta ahí, no tomó colectivos (hubiera necesitado dos en conexión) y ningún taxista o remisero ofreció un testimonio al respecto. ¿Acaso la taxista se equivocó por 1 hora y Lario tomó desde la Terminal algún transporte hacia el sur? Se desconoce.

Este punto es el que, por no resuelto, impide confirmar de forma irrefutable el suicidio. Pero no lo descarta.

La autopsia psicológica

Lo que más llama la atención en el expediente que tiene 15 cuerpos y casi 3.000 fojas es que se hayan desestimado muchos indicios relevantes que consolidaban la posibilidad de un suicidio. Desde otra mirada se puede decir que se le dio más entidad a relatos emocionales de algunos allegados que definían a Lario como una persona alejada de “prácticas suicidas”.

Uno de los elementos que puede agregarse a la lógica de una situación extrema experimentada por Lario es que asumió compromisos para ese mismo sábado que sabía no iba a poder satisfacer: una clase a su hijo para reforzar matemáticas, un encuentro nocturno con su novia, una reunión con un hombre por un tema laboral y un viaje a Buenos Aires para verse allí con una mujer vinculada a la política con la que mantenía una relación amorosa.

Su vida era turbulenta pero, como se dijo, la mayoría de las personas de su entorno no la veían como propia de alguien con tendencia suicida.

Última imagen de Lario con vida. A las 14.05 del sábado 7 de julio de 2012.

En contraposición, hay dos informes de peritos psiquiátricos que apuntan al suicidio como algo factible, en especial una autopsia psicológica de diciembre de 2016. Se trata de un trabajo de 50 páginas en el que intervinieron Mabel Morales, Diego Otamendi, Alicia Rodríguez y Rocío Cirigliano, peritos de la Asesoría Pericial y de la Policía Científica: “Una personalidad de base con rasgos anormales histriónicos y narcisistas que estaba atravesando una situación vivencial estresante, con una distimia melancoliforme, con probable consumo de fármacos deshinibitorios, todos estos datos objetivos, rescatados en esta pericia -autopsia psicológica-, son relevantes para considerar el acto suicida como posibilidad de desaparición física del Sr. Lario. Otras hipótesis -desaparición forzada o voluntaria- también y en menor medida son plausibles”.

En algunas ocasiones Lario sostuvo tener problemas de salud importantes y esas manifestaciones se las hizo a al menos tres personas. Llegó a decir que se estaba sometiendo a un tratamiento médico. En la historia clínica que se pudo rastrear, no se advierte alguna patología de ese tipo. Eran solo ficciones que Lario agregaba a su vida, como muchas otras que la investigación permitió develar.

La imposibilidad de lo imposible

Al margen de que una autopsia psicológica cualquiera evaluaría como relevante, hay otros elementos menos empíricos  –si se quiere- y que al ser analizados en conjunto, por contraste con las otras hipótesis, pueden reforzar un escenario suicida. A las 13.43 del sábado de su desaparición Lario llamó a Carmen, su novia “oficial” de aquel entonces, y le contó que habían perdido las elecciones y que estaba decepcionado. A las 14.05 una cámara de seguridad de la Facultad de Humanidades lo captó caminando  -esa es su última imagen- poco de dejar el establecimiento. A las 14.40 Lario envió un mensaje a Carmen en el que puede distinguirse un estado de desánimo. El texto decía: “Los libros son todos para vos, los discos son para F…, encargate de que así sea, por favor. Te quiero mucho. Perdón por todo. La vida es una mierda”. (F es la inicial de su hijo, hoy mayor de edad)

Durante años, tanto la familia como posteriormente el abogado Razona dieron a entender que ese mensaje no lo había mandado el arquitecto. En un escrito de 2017 el abogado dijo: “Fue emitido desde el teléfono Fernando Lario, pero jamás que haya sido el arquitecto desaparecido el autor del texto”  Así dio a entender que era una falsa pista colocada por el responsable de su desaparición. Y no resultó ser un postulado de menor importancia, sino todo lo contrario, ya que se imponía así la idea de la intervención de otra persona y se eliminaba aquella presunción de un acto suicida.

Transcripción en la causa del tan observado mensaje.

Analizando esa opción como valedera, se cae en la cuenta de que debió ser aquella una desaparición seguida de homicidio muy singular, cometida por alguien que tuvo que haber fraguado, para empezar, el envío de ese mensaje de texto con el objeto de que fuera anticipando una escena, también falsa, de suicidio.

El imaginado asesinato, según la última idea del abogado de la familia Lario (antes hubo otras), apunta a un albañil descontento con intenciones de robo que además se enteró de algo que desconocían los más cercanos al arquitecto: que ese sábado iba a pagar una fuerte suma de dinero. Entonces, para ocultar su responsabilidad como ladrón fácil de identificar por su víctima, cometió un asesinato y para ocultar a éste, planificó un marco suicida al detalle, tan al detalle que hasta falsificó un mensaje de texto con precisiones de la vida privada de Lario. Porque el mensaje habla de dos elementos muy valorados por Lario (discos y libros) y del hijo, además de una emulación en la conocida prolijidad de escritura de la víctima.

Suponiendo que todo eso haya podido ser cierto y el crimen planificado… ¿es posible que Lario no mandara aquel mensaje de tono depresivo y lo hiciera su asesino? Hay un dato que indica que no: nada más y nada menos que un mensaje posterior inconfundiblemente escrito por Lario. A las 14.51 Lario le escribió a una amiga que lo había consultado por las elecciones en la Facultad. “180 a 90 nos partieron” explicaba Lario. Esto demuestra dos cosas: la primera que Lario estaba en dominio absoluto de su teléfono después de aquel mensaje con signos depresivos a su novia. Y la otra es que, considerando que la joven que encontró su bolso y campera en Los Acantilados refirió que eran cerca de las 16, el supuesto asesinato y montaje de la escena suicida debió realizarse en 69 minutos, como mínimo, en un lugar alejado de la ciudad.

Para mayor confusión puede pensarse que Lario fue obligado a escribir su propio falso mensaje a las 14.40. O que el mensaje lo haya mandado Lario y que, en verdad, atravesara una crisis depresiva, lo cual desmerece la hipótesis del homicidio porque, creer que en coincidencia con el envío de un mensaje cuasisuicida, alguien lo asaltó, mató y desapareció el cuerpo, y fingió un escenario suicida (pertenencias al borde de un acantilado) ya es una cuestión o de demasiada casualidad o de ardorosa fe.

Todo esto impulsa, en consecuencia, la idea de que un asesinato solo puede verificarse en esta historia si se encastran de manera forzada muchas situaciones y peripecias. Tal vez ese sinsentido refuerza la sospecha de que Lario tuvo control total sobre su destino último.

Un agregado inquietante que jamás trascendió: dentro del morral de Fernando Lario, el que estaba junto a la campera al borde de un acantilado, había una nota por encima de todas: “¿Cómo se sigue? Hacia donde vas hay algo más y mejor. Muerte – Termina nacimiento- Empieza”.

La última línea homicida

A mediados de septiembre de 2016 un policía se aproximó a la causa Lario con un hombre que decía haber escuchado una conversación fundamental. Entonces se le tomó declaración con reserva de identidad. Dijo que en una reunión terapéutica para personas con problemas de adicciones, en Dolores, un integrante –hijo de su pareja- había confesado ser el autor del crimen de Lario. Que lo habían asaltado, tirado sus ropas a la playa y prendido fuego en un automóvil por la zona sur.

El testigo de identidad reservada no dio demasiados detalles pero fue suficiente para que la familia Lario, por medio de su abogado Julio Razona, se esperanzara en que estaba allí la punta del ovillo de la verdad.

Más de un año después, en noviembre de 2017, se pudo contar con la declaración oficial de ese joven adicto, el que resultó ser Ezequiel Gómez. Este joven estaba alojado en la cárcel de Batán por el delito de robo y no era desconocido para la Justicia marplatense: se trataba del novio de Erica Falconnat, la mujer que murió en extrañas circunstancias en 2015. Gómez había sido acusado del asesinato, pero los investigadores terminaron por entender que Falconnat se había suicidado y lo absolvieron.

Lo cierto es que por aquel primer aporte del testigo de identidad reservada, Gómez fue imputado del homicidio en ocasión de robo de Lario y cuando le tocó declarar presentó una versión diferente. Dijo que, en realidad, otro adicto en recuperación había dicho eso al “quebrarse” durante una ronda de testimonios. Esa persona señalada por Gómez resultó ser un albañil con quien, poco antes de la desaparición, el arquitecto Lario había tenido un supuesto altercado en una obra en la que trabajaban juntos.

Tras esta comparecencia el fiscal Castro evaluó la participación de Gómez en el presunto homicidio y la descartó, por lo que pidió su sobreseimiento. Gómez se transformó así en el único imputado que tuvo esta causa. La hipótesis resultante, la del albañil, quedó en un limbo, sumó testimonios y no mucho más. Al albañil jamás se lo citó.

Una de las publicaciones de recompensa por datos sobre el paradero de Fernando Lario.

Según Razona ese albañil interceptó a Lario, lo asaltó parar robarle un dinero que llevaba, produjo una escena falsa de suicidio, lo asesinó y quemó su cuerpo en un automóvil. Pero no hubo una sola prueba de ello. Razona aduce que no se investigó a tiempo, pero en verdad todo son solo conjeturas.

Vale decir que en la causa no hay ninguna referencia a que Lario el sábado 7 de julio saliera de la facultad con 17 mil pesos o una caja de dólares como se asegura para justificar el móvil del robo-asesinato-teatralización suicida. Es más, dos días antes, Lario había pedido prestado a un cliente la ínfima suma de 500 pesos y el compromiso de saldar la deuda con un obrero que le insistía para cobrarle parecía imposible de cumplir. Al menos ese sábado.

El pozo fallido

A fines de 2019, ya con la fiscal Andrea Gómez a cargo de la causa, reapareció esa hipótesis de un modo lateral y terminó siendo la gran decepción de toda la causa. No la fiscal, sino al dimensión del operativo y su nulo resultado.

Todo comenzó con otro testigo que dijo saber dónde estaba oculto el cuerpo de Lario y señaló un pozo molinero de la zona de Valle Hermoso. Ese testigo era conocido de aquel albañil, lo que dio a su relato una  concatenación con la hipótesis homicida. De todos modos, se notaba que el hombre de 72 años no quería decir cómo había dado con ese dato tan relevante (aseguró que al ir a defecar a ese monte una vez que pasaba con su camión descubrió unas zapatillas y, mágicamente, las relacionó con Lario). La fiscal Gómez, más para descartar que por estar convencida, pidió buscar en el pozo pero en lugar de restos humanos se encontró con un infortunio: que los rescatistas no encontraran el fondo en la primera bajada. Eso hubiera significado una búsqueda más como cualquier otra de las tantas que se hicieron. Pero entonces ya era tarde para retroceder y se debió hacer una excavación sin precedentes en busca de un cadáver que allí no estaba.

Excavación en Valle Hermoso.

La reciente decisión de la fiscal Gómez de no acompañar el pedido de detención que el abogado Razona hizo sobre el albañil hace desvanecer la línea del homicidio aunque técnicamente no agotarla. Se realizarán algunas diligencias más. Existe una promesa del Fiscal General, Fabián Fernández Garello, de no archivar la causa. Pero hoy el horizonte no ofrece demasiadas salidas.

El móvil puesto en que un albañil lo mató por despecho laboral (de paso aprovechó para asaltarlo, o a la inversa) y antes de hacerlo dejó las pertenencias de Lario bien acomodadas junto a un acantilado para simular una escena suicida, previo a lo cual obligó a la víctima a mandar un mensaje con sesgo depresivo –luego a escribir otro con normalidad- es más propio de un audaz ejercicio imaginativo que de lo que emana de la prueba obtenida en 8 años.

Ese fue uno de los móviles posibles de un homicidio. El móvil “patronal/laboral”. Otro fue el “sentimental”, ya que Lario mantenía más de una relación a la vez en muchos momentos de su vida, incluso el 7 de julio de 2012. Pero nada de eso se comprobó.

Otro fue el móvil “patrimonial” porque Lario debía supuestamente mucho dinero y, en esa suposición, un acreedor (¿alguien mata a quien debe cobrarle una deuda?) pudo aleccionarlo. Otro móvil fue “político”, ya que Lario se había involucrado en política y tenía por “segunda” novia a una mujer muy vinculada al kirchnerismo. Otro, en la línea de sus relaciones amorosas, que podía haber provocado el enojo tras una infidelidad. Todos no solo fueron descartados sino que, además, jamás se agregó una sola prueba a favor de algunos de ellos que pudiera reforzarlos.

En definitiva, los indicios sobre el suicidio (mensajes, notas, decepciones profesionales, reclamos laborales, deudas, escena física en un acantilado, probables problemas ocultos de salud, informes psicológicos y psiquiátricos) dan la noción de ser mucho más potentes que los que hay sobre un homicidio. La hipótesis de que Lario haya podido quitarse la vida parecería ajustarse mejor que cualquier otra a la evidencia recogida en el expediente. Quizá la verdad esté dentro de la causa 15021-12 a la vista. Quizá siempre lo estuvo y hoy, 8 años después, se siga insistiendo por otra en un embate porfiado y permanente. Como el de las olas contra un acantilado.

 

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