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Arte y Espectáculos 11 de diciembre de 2017

“Cerrado por fútbol”, para disfrutar a Eduardo Galeano

Historias dispersas, textos inéditos y "joyitas"varias, pueden hallarse en "Cerrado por fútbol", el libro de Eduardo Galeano que acaba de publicarse en la Argentina. Aquí una selección para disfrutar

Acaba de publicarse “Cerrado por fútbol” (XXI Siglo veintiuno), el libro de Eduardo Galeano. Seguramente los “lectores futboleos” de Galeano hayan leído con fervor El fútbol a sol y sombra, un libro de 1995. Pero el fútbol era una pasión tan presente en la vida de Galeano que atraviesa toda su obra.

“Cerrado por fútbol” reúne todo lo que Galeano ha escrito, antes y después de ese texto célebre, sobre el deporte que más amó: historias dispersas o escondidas en todos sus libros, además de textos completamente inéditos, perdidos o inaccesibles.

El periodista (y gran amigo de Galeano) Ezequiel Fernández Moores escribió el prólogo lleno de anécdotas conmovedoras y divertidas del Galeano “futbolero”, y con testimonios de sus amigos Joan Manuel Serrat, Chico Buarque y Jorge Valdano.

Surge de estos textos una visión del fútbol riquísima y actual: el fútbol como “cochino negocio”, como espectáculo, como soporte publicitario, y pese a todo, como espejo fiel de la realidad y espacio para el encuentro colectivo y la pasión popular.

“Cuando el Mundial comenzó, en la puerta de mi casa colgué un cartel que decía: Cerrado por fútbol. Cuando lo descolgué, un mes después, yo ya había jugado sesenta y cuatro partidos, cerveza en mano, sin moverme de mi sillón preferido. Esa proeza me dejó frito, los músculos dolidos, la garganta rota; pero ya estoy sintiendo nostalgia.”

“Desde chico quise ser jugador de fútbol. Y fui el mejor de los mejores, pero sólo en sueños, mientras dormía. Al despertar, no bien caminaba un par de pasos y pateaba una piedrita en la vereda, ya confirmaba que el fútbol no era lo mío. Estaba visto; yo no tenía más remedio que probar algún otro oficio. Intenté varios, sin suerte, hasta que por fin empecé a escribir.”

Este libro reúne todos los textos que Galeano escribió sobre fútbol, la mayoría dispersos en su obra publicada, pero también varios inéditos y verdaderos hallazgos, como la crónica en la que, con sólo 23 años, llama “traidor” al Che Guevara en persona por haber adquirido en Cuba la pasión por el béisbol. Las páginas proponen un recorrido por la historia del fútbol, desde la época en que un jugador recibía una vaca por cada gol hasta el tiempo de los jugadores multimillonarios agobiados por el éxito, pasando por el relato de los diez futbolistas que se pintaron la cara de negro en solidaridad con su compañero discriminado por la hinchada; también hablan de Maradona, “el hombre que no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir”, y de Zidane que en su último partido embistió a un rival y se retiró expulsado de un mundial mediocre.

Eduardo Galeano creía que el fútbol expresaba “emociones colectivas”, esas que generan “fiesta compartida o compartido naufragio, y existen sin dar explicaciones ni pedir disculpas”. De esas pasiones habla Cerrado por fútbol

El lector

En uno de sus cuentos, Soriano imaginó un partido de fútbol en algún pueblito perdido en la Patagonia. Al equipo local, nunca nadie le había metido un gol en su cancha. Semejante agravio estaba prohibido, bajo pena de horca o tremenda paliza. En el cuento, el equipo visitante evitaba la tentación durante todo el partido; pero al final el delantero centro quedaba solo frente al arquero y no tenía más remedio que pasarle la pelota entre las piernas.
Diez años después, cuando Soriano llegó al aeropuerto de Neuquén, un desconocido lo estrujó en un abrazo y lo alzó con valija y todo:
—¡Gol, no! ¡Golazo! —gritó—. ¡Te estoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! —y cayó de rodillas, elevando los brazos al cielo.
Después, se cubrió la cabeza:
—¡Qué manera de llover piedras! ¡Qué biaba nos dieron!
Soriano, boquiabierto, escuchaba con la valija en la mano.
—¡Se te vinieron encima! ¡Eran un pueblo! —gritó el entusiasta. Y señalándolo con el pulgar, informó a los curiosos que se iban acercando:
—A éste, yo le salvé la vida.
Y les contó, con lujo de detalles, la tremenda gresca que se había armado al fin del partido: ese partido que el autor había jugado en soledad, una noche lejana, sentado ante una máquina de escribir, un cenicero lleno de puchos y un par de gatos dormilones.

El sombrerero

Sonó el teléfono, escuché la voz cascada: un error así, no puedo creer, óigame bien, yo no hablo por hablar, que una equivocación vaya y pase, a cualquiera le sucede, pero un error así…
Me quedé mudo. Me vi venir lo peor. Yo acababa de publicar un libro sobre fútbol en un país, mi país, donde todos son doctores en la materia. Cerré los ojos y acepté mi condenación:
—El Mundial del 30 —acusó la voz, gastada pero implacable.
—Sí —musité.
—Fue en julio.
—Sí.
—¿Y cómo es el tiempo en julio, en Montevideo?
—Frío.
—Muy frío —corrigió la voz, y atacó:
—¡Y usted escribió que en el estadio había un mar de sombreros de paja! ¿De paja? —se indignó—. ¡De fieltro! ¡De fieltro, eran!
La voz bajó de tono, evocó:
—Yo estaba allí, aquella tarde. 4 a 2 ganamos, lo estoy viendo. Pero no se lo digo por eso. Se lo digo porque yo soy sombrerero, siempre fui, y muchos de aquellos sombreros… los hice yo.


Verano del 42

Hace años, en Kiev, me contaron por qué los jugadores del Dínamo habían merecido una estatua.
Me contaron una historia de los años de la guerra. Ucrania ocupada por los nazis. Los alemanes organizan un partido de fútbol. La selección nacional de sus fuerzas armadas contra el Dínamo de Kiev, formado por obreros de la fábrica de paños: los superhombres contra los muertos de hambre.
El estadio está repleto. Las tribunas se encogen, silenciosas, cuando el ejército vencedor mete el primer gol de la tarde; se encienden cuando el Dínamo empata; estallan cuando el primer tiempo termina con los alemanes perdiendo 2 a 1.
El comandante de las tropas de ocupación envía a su asistente a los vestuarios. Los jugadores del Dínamo escuchan la advertencia:
—Nuestro equipo nunca fue vencido en territorios ocupados.
Y la amenaza:
—Si ganan, los fusilamos.
Los jugadores vuelven al campo.
A los pocos minutos, tercer gol del Dínamo. El público sigue el juego de pie y en un solo largo grito. Cuarto gol: el estadio se viene abajo.

Rendición de París

Cuando era un chiquilín descalzo, que pateaba pelotas de trapo en calles sin nombre, se frotaba las rodillas y los tobillos con grasa de lagartija. Eso decía, y de ahí le venía la magia de sus piernas.
José Leandro Andrade era de poco hablar. No festejaba sus goles ni sus amores. Con el mismo andar altivo, y aire ausente, llevaba la pelota atada al pie, bailando rivales, y a la mujer atada al cuerpo, bailando tango.
En las Olimpíadas de 1924, deslumbró a París. El público deliró, la prensa lo llamó La Maravilla Negra. De la fama brotaban las damas. Le llovían cartas, que él no podía leer, escritas en papel perfumado por señoras que mostraban las rodillas y echaban humo en aros desde sus largas boquillas doradas.
Cuando regresó al Uruguay, trajo kimono de seda, guantes de color patito y un reloj que le adornaba la muñeca.
Poco duró todo.
En aquellos tiempos, el fútbol se jugaba a cambio del vino y la comida y la alegría.
Vendió diarios en las calles. Vendió sus medallas.
Había sido la primera estrella negra del fútbol internacional.

Los derechos civiles en el fútbol

El pasto crecía en los estadios vacíos.
Pie de obra en pie de lucha: los jugadores uruguayos, esclavos de sus clubes, simplemente exigían que los di- rigentes reconocieran que su sindicato existía y tenía el derecho de existir. La causa era tan escandalosamente justa que la gente apoyó a los huelguistas, aunque el tiempo pasaba y cada domingo sin fútbol era un insoportable bostezo.
Los dirigentes no daban el brazo a torcer, y sentados esperaban la rendición por hambre. Pero los jugadores no aflojaban. Mucho los ayudó el ejemplo de un hombre de frente alta y pocas palabras, que se crecía en el castigo y levantaba a los caídos y empujaba a los cansa- dos: Obdulio Varela, negro, casi analfabeto, jugador de fútbol y peón de albañil.
Y así, al cabo de siete meses, los jugadores uruguayos ganaron la huelga de las piernas cruzadas.
Un año después, también ganaron el campeonato mundial de fútbol.
Brasil, el dueño de casa, era el favorito indiscutible. Venía de golear a España 6 a 1 y 7 a 1 a Suecia. Por veredicto del destino, Uruguay iba a ser la víctima sacrificada en sus altares en la ceremonia final. Y así estaba ocurriendo, y Uruguay iba perdiendo, y doscientas mil personas rugían en las tribunas, cuando Obdulio, que estaba jugando con un tobillo inflamado, apretó los dientes. Y el que había sido capitán de la huelga fue entonces capitán de una victoria imposible.

Pelé/1

Dos clubes británicos disputaban el último partido del campeonato. No faltaba mucho para el pitazo final, y seguían empatados, cuando un jugador chocó con otro y cayó despatarrado al piso.
Una camilla lo retiró de la cancha y en un santiamén todo el equipo médico puso manos a la obra, pero el desmayado no reaccionaba.
Pasaban los minutos, los siglos, y el entrenador se es- taba tragando el reloj con agujas y todo. Ya había hecho los cambios reglamentarios. Sus muchachos, diez contra once, se defendían como podían, pero no era mucho lo que podían.
La derrota se veía venir, cuando de pronto el médico corrió hacia el entrenador y le anunció, eufórico:
—¡Lo logramos! ¡Está despertando! Y en voz baja, agregó:
—Pero no sabe quién es.
El entrenador se acercó al jugador, que balbuceaba incoherencias mientras intentaba levantarse, y al oído le informó:
—Tú eres Pelé.
Ganaron cinco a cero.
Hace años escuché, en Londres, esta mentira que decía la verdad.

Maradona

Ningún futbolista consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del negocio del fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien rompió lanzas en defensa de los juga- dores que no eran famosos ni populares.
Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol. Sus devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más, el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable.
Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía.
La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero.


Todos somos tú

21.de junio

En el año 2001, resultó sorprendente el partido de fútbol entre los equipos de Treviso y Génova.
Un jugador del Treviso, Akeem Omolade, africano de Nigeria, recibía frecuentes silbidos y rugidos burlones y cantitos racistas en los estadios italianos.
Pero en el día de hoy, hubo silencio. Los otros diez jugadores del Treviso jugaron el partido con las caras pintadas de negro.


Mi querido enemigo

15.de julio

Blanca era la camiseta de Brasil. Y nunca más fue blanca, desde que el Mundial de 1950 demostró que ese color daba desgracia.
Doscientas mil estatuas de piedra en el estadio de Maracaná: el partido final había concluido, Uruguay era campeón del mundo, y el público no se movía.
En la cancha deambulaban, todavía, algunos jugadores. Los dos mejores, Obdulio y Zizinho, se cruzaron.
Se cruzaron, se miraron.
Eran muy diferentes. Obdulio, el vencedor, era de hierro. Zizinho, el vencido, estaba hecho de música. Pero también eran muy parecidos: los dos habían ju- gado lastimados casi todo el campeonato, uno con el tobillo inflamado, el otro con la rodilla hinchada, y a ninguno se le había escuchado una queja.
Al fin del partido, no sabían si darse un puñetazo o un abrazo.
Años después, le pregunté a Obdulio:
—¿Te ves con Zizinho?
—Sí. De vez en cuando. Cerramos los ojos y nos vemos.

Obdulio

1950. Río de Janeiro

Viene brava la mano, pero Obdulio saca pecho y pisa fuerte y mete pierna. El capitán del equipo uruguayo, negro mandón y bien plantado, no se achica. Obdulio más crece mientras más ruge la inmensa multitud, ene- miga, desde las tribunas.
Sorpresa y duelo en el estadio de Maracaná: Brasil, goleador, demoledor, favorito de punta a punta, pierde el último partido en el último momento. El Uruguay, jugando a muerte, gana el campeonato mundial de fútbol.
Al anochecer, Obdulio Varela huye del hotel, ase- diado por periodistas, hinchas y curiosos. Obdulio prefiere celebrar en soledad. Se va a beber por ahí, en cualquier cafetín; pero por todas partes encuentra brasileños llorando.
—Todo fue por Obedulio —dicen, bañados en lágrimas, los que hace unas horas vociferaban en el esta- dio—. Obedulio nos ganó el partido.
Y Obdulio siente estupor por haberles tenido bronca, ahora que los ve de a uno. La victoria empieza a pesarle en el lomo. Él arruinó la fiesta de esta buena gente, y le vienen ganas de pedirles perdón por haber cometido la tremenda maldad de ganar. De modo que sigue caminando por las calles de Río de Janeiro, de bar en bar. Y así amanece, bebiendo, abrazado a los vencidos.

Garrincha

1958. Estocolmo

Amaga Garrincha tumbando rivales. Media vuelta, vuelta completa. Hace como que va, pero viene. Hace como que viene, pero va. Los rivales caen despatarra- dos al suelo, uno tras otro, culo en tierra, piernas al aire, como si Garrincha desparramara cáscaras de banana. Cuando ha eludido a todos, incluyendo al arque- ro, se sienta sobre la pelota, en línea de gol. Entonces, retrocede y vuelve a empezar. Los hinchas se divierten con sus diabluras, pero los dirigentes se arrancan los pelos: Garrincha juega por reír, no por ganar, alegre pájaro de patas chuecas, y se olvida del resultado. Él todavía cree que el fútbol es una fiesta, no un empleo ni un negocio. Le gusta jugar a cambio de nada o por unas cervezas, en playas y campitos.
Tiene muchos hijos, propios y arrimados. Bebe y come como si fuera la última vez. Manoabierta, todo lo da, todo lo pierde. Garrincha ha nacido para derrumbarse; y no lo sabe.


Se venden piernas

Para Ángel Ruocco

Hasta el Papa de Roma ha suspendido sus viajes por un mes. Por un mes, mientras dure el Mundial de Italia, estaré yo también cerrado por fútbol, al igual que muchos otros millones de simples mortales.
Nada tiene de raro. Como todos los uruguayos, de niño quise ser jugador de fútbol. Por mi absoluta falta de talento, no tuve más remedio que hacerme escritor. Y ojalá pudiera yo, en algún imposible día de gloria, escribir con el coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la belleza de Pelé y la penetración de Maradona.

En mi país, el fútbol es la única religión sin ateos; y me consta que también la profesan, en secreto, a escondidas, cuando nadie los ve, los raros uruguayos que públicamente desprecian al fútbol o lo acusan de todo. La furia de los fiscales enmascara un amor inconfesable. El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no existiera, seguramente los pobres harían la revolución social y todos los analfabetos serían doctores; pero en el fondo de su alma, todo uruguayo que se respete termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del opio de los pueblos.

Y la verdad sea dicha: este hermoso espectáculo, esta fiesta de los ojos, es también un cochino negocio. No hay droga que mueva fortunas tan inmensas en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un buen jugador es una muy valiosa mercancía, que se cotiza y se compra y se vende y se presta, según la ley del mercado y la voluntad de los mercaderes.

Ley del mercado, ley del éxito. Hay cada vez menos espacio para la improvisación y la espontaneidad crea- dora. Importa el resultado, cada vez más, y cada vez menos el arte, y el resultado es enemigo del riesgo y la aventura. Se juega para ganar, o para no perder, y no para gozar la alegría de dar alegría. Año tras año, el fútbol se va enfriando; y el agua en las venas garantiza la eficacia. La pasión de jugar por jugar, la libertad de divertirse y divertir, la diablura inútil y genial, se van convirtiendo en temas de evocación nostalgiosa.

El fútbol sudamericano, el que más comete todavía estos pecados de lesa eficiencia, parece condenado por las reglas universales del cálculo económico. Ley del mercado, ley del más fuerte. En la organización desigual del mundo, el fútbol sudamericano es una industria de exportación: produce para otros. Nuestra región cumple funciones de sirvienta del mercado internacional. En el fútbol, como en todo lo demás, nuestros países han perdido el derecho de desarrollarse hacia adentro. No hay más que ver los seleccionados de Argentina, Brasil y Uruguay en este mundial del 90. Los jugadores se conocen en el avión. Solamente un tercio juega en el propio país; los dos tercios restantes han emigrado y pertenecen, casi todos, a los equipos europeos. El Sur no sólo vende brazos, sino también piernas, piernas de oro, a los grandes centros extranjeros de la sociedad de consumo; y al fin y al cabo, los buenos jugadores son los únicos inmigrantes que Europa acoge sin tormentos burocráticos ni fobias racistas.

Parece que muy pronto cambiará la reglamentación internacional. Los clubes europeos podrían, de aquí a poco, contratar a cuatro, o quizá cinco, jugadores extranjeros. En ese caso, me pregunto qué será del fútbol sudamericano. No nos van a quedar ni los masajistas.
En estos tiempos de tanta duda, uno sigue creyendo que la tierra es redonda por lo mucho que se parece al balón que gira, mágicamente, sobre el césped de los estadios. Pero también el fútbol demuestra que esta tierra no es muy redonda que digamos.

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