El país entra en franca prosperidad económica y el presupuesto nacional, luego de muchísimos años, arroja superávit. Los exportadores, los diplomáticos y algunos gobernantes comparten las bonanzas de tanta carne y trigo que se llevan barcos extranjeros. En 1883, y dentro de ese clima de euforia para un sector de argentinos (los que disponen y dirigen rumbos y relaciones internacionales desde Buenos Aires), Dardo Rocha es un hombre exitoso.
Tras de construir la ciudad de La Plata, donde establece su Gobernación, lo quieren de todas partes. Pedro Olegario Luro y José Luro (hijos del vasco), ya doctorados, lo invitan a visitar Mar del Plata. Tanta insistencia, Dardo Rocha acepta. Los hijos de Luro, con otros jóvenes de 30 a 40 años integrantes de la dinámica generación del 80, comienzan a transitar el proyecto de tener “una Biarritz argentina”.
El tren llega hasta Maipú, Esos 129 kilómetros que faltan, Rocha los soporta en diligencia y a los tumbazos. Ya junto al mar, se queja: “Me duele todo el cuerpo y por varios días no podré sentarme”. El paisaje lo subyuga. Por ahí fue atrapado y los Luro le piden gestiones para extender el ramal ferroviario. “¡Si no lo quieren construir los ingleses, lo pago yo!”, el gobernador ya pensando en el palacete que tendría en la actual Garay y Paunero, de cilíndrica y dudosa arquitectura.
Es en setiembre de 1886 cuando ingenieros británicos que habían estudiado en Alemania realizan el primer viaje de prueba. Son 129 kilómetros de vías tendidas sobre lomas y pantanales. Y llegan satisfechos.
Dickman critica y compra
Daniel Dickman, amigo de los ingenieros ingleses, participa del viaje de prueba. Observador y curioso, su testimonio es válido. Escribe a su mujer. “Estoy alojado en la fonda ‘Alemana’, cuyo propietario es un sueco. Se come bastante bien pero en cuanto a higiene y comodidades, deja bastante que desear”. Martín diría que es bastante bocón. Pero tonto no es. “A este pueblo le veo futuro”, dice en la carta. Al otro día, casi regalados, compró varios terrenos. Eligió lejana zona. Allí, con los años, se construiría la Estación del Sud cuyo edificio ahora padece destino de Estación Terminal de Ómnibus.
Dickman da material para futuros historiadores: “Por acá no hay ladrones ni enfermos y todos duermen con las puertas abiertas. Para vivir, el médico y el boticario (¿serían Adrián Botana y Antonio Valentini?), tienen que explotar una cantera de cal. El cura párroco tampoco tiene mucha tarea. Se pasa gran parte del dia jugando a la pelota a paleta. Es un campeón”.
El viaje de inspección, aprobado. “¡Ok!” al tendido de rieles y al inicio de los viajes con pasajeros en el próximo verano. Se ha puesto la piedra fundamental a una nueva etapa del pueblo y, alegóricamente, comienza “la segunda fundación”. ¿Y esto…, dígame, acaso un delirio revisionista? Pragmatismo y realidad. Es hora que las estatuas bajen de los peldaños y caminen un poco por esas calles de Dios. Y quizá a la gente que habita Mar del Plata pueda interesarle conocer algo bien fundamentado acerca de esa “segunda fundación”, como la denominaba don Agustín Rodríguez, destacado político conservador (fue intendente interino, alguna vez), delicado poeta, tierno narrador y constante periodista.
Un balneario propio
La clase gobernante de la década del 80 surge de la clase aristocrática de entonces. O de sus aledaños y adyacencias. Y la clase aristocrática autóctona se origina tanto en la heredad de los “guerreros de la independencia” (grandes extensiones de tierra, influencias, poder y prestigio), como en aquellas familias surgidas de troncos generacionales llegados con la inmigración masiva (los Luro, por ejemplo) o la selectiva (el padre del doctor Pellegrini, otro ejemplo). Pero eso si, enriquecidas.
Los “gaucheros” como las matronas de abolengo los despreciaban en selectas reuniones del Bristol Hotel. Hasta descubrirse Mar del Plata (después también, cómo no) la clase gobernante y aristocrática argentina “gasta sus fortunas y disfruta sus ocios dorados en Europa”.
Pueden ser largas temporadas en Biarrtiz (con preferencia), Ostende, Miramar, Baden Baden o, quizá, San Sebastián. Y tal cual corresponde a la clase dirigente de un país que se considera rico, el sueño de tener una “estación de baños” propia es natural y realizable. Podía convertirse en fácil realidad. Hasta entonces, la alternativa interna con respecto al Mediterráneo europeo son las quintas de Adrogué. Un barrio de posesión indiscutible en los meses de verano, tal cual se aspiró lo fuera Mar del Plata (“somos los mayores contribuyentes y si votan a Bronzini no venimos más a veranear y entonces se morirán de hambre”), como alertaron en 1920. Pero los habitantes de Mar del Plata eligieron intendente al paliducho Bronzini con el aporte fundamental de los votos depositados por el padrón de extranjeros. Y ellos siguieron viniendo hasta que comenzó la decadencia definitiva de la “villa balnearia”.
El destacado escritor y periodista marplatense Enrique David Borthiry escribió en la década del noventa la sección “Historia Viva de Mar del Plata”, en la que contaba con su particular visión hechos poco conocidos que se sucedieron a lo largo de los años. Más de tres décadas después, LA CAPITAL las rescata del archivo. Para leer y disfrutar.