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Opinión 12 de junio de 2022

De cumbres y precipicios

Alberto Fernández junto a Biden.

 

Por Jorge Raventos

Con su participación en la Cumbre de las Américas convocada por el presidente de Estados Unidos, Alberto Fernández intentó desplegar un protagonismo que le es esquivo en casa. Su discurso cuestionó que los organizadores excluyeran de la cumbre a Cuba, Venezuela y Nicaragua y fue presentado en muchos medios del mundo como un gesto contestatario. Probablemente contribuyeron a esa interpretación los aprontes de Fernández para ausentarse de la cumbre y su intención de armar una reunión paralela que incluyera a las naciones descartadas, gestos de los que oportunamente desistió. El Presidente tomó distancia de las actitudes de resistencia; señaló que, por el contrario, “no vine a poner más muros, sino a construir puentes” y admitió que los “funcionarios y dirigentes de Estados Unidos sabían perfectamente lo que iba a decir. (…) No hubo ningún tipo de sobresalto”. Agregó que Biden, con quien habló posteriormente, no le expresó “ningún reproche, todo lo contrario”.

Las aclaraciones de Fernández difícilmente tranquilicen a ese sector de la opinión que reclama de las autoridades argentinas un seguidismo sin fisuras de las posiciones que atribuye a la administración estadounidense. En rigor, el gobierno de Biden estuvo a punto de invitar a la administración venezolana y, de hecho, una delegación de alto nivel viajó de Washington a Caracas en mayo para negociar con el régimen de Maduro un ablandamiento de las sanciones que le han aplicado. La Casa Blanca olvidó que reconocía como presidente en funciones a Juan Guaido y -el realismo primero- mira a Venezuela como a un gran productor de petróleo en tiempos de escasez mundial del combustible.

Biden, por otra parte, está conduciendo un país que, pese a las inéditas cifras de inflación que experimenta ha inyectado billones de dólares para impedir que la economía se paralice. Fernández apuesta a que su colega de Washington no lo reprenderá desde posturas neoliberales.

En verdad, la vulnerabilidad que presenta el gobierno a los ojos de observadores externos e internos deriva no de actitudes desobedientes, sino del desorden institucional, del patético encogimiento de la autoridad y de la creciente debilidad del sistema político.

Tres episodios de los últimos días pueden testimoniar la delicuescencia política del país: las peripecias que culminaron con el desplazamiento del ministro de Producción, Matías Kulfas, el “desmesurado” intercambio epistolar entre dos figuras principales de la oposición: Mauricio Macri y el presidente del radicalismo, Gerardo Morales, y la acción judicial que dirigentes del Pro iniciaron en relación con la construcción del gasoducto Kirchner.
Desde el ministerio de Producción se había insinuado que una licitación vinculada con la construcción del gasoducto Néstor Kirchner había sido amañada para favorecer a Techint.

El resultado, más allá del despido y la posterior aclaración de Kulfas, es que se ha embadurnado con sospechas una obra central para que la Argentina no despilfarre dólares importando gas, sino que consiga dólares exportándolo y reduzca los costos de la industria argentina.

Las acciones judiciales y las denuncias cruzadas, motivadas por el faccionalismo, son obstáculos que el sistema político interpone con espontaneidad a una herramienta de crecimiento y progreso del país.

La señora de Kirchner, que precipitó con sus reclamos la caída de Kulfas, no consiguió en cambio ubicar un soldado propio en ese puesto. Una regla de equilibrio ecológico del peronismo establece que “el que saca no pone”. Fernández convocó para esa tarea a Daniel Scioli, que regresa desde Brasil en momentos en que, extinguidas las expectativas en Fernández, el peronismo busca una figura para la elección de 2023.

La pérdida de poder del binomio electoral triunfante en 2019 se difunde entretanto a todo el sistema político y se refleja en sucesos como los de los últimos días, en el insidioso proceso inflacionario, en la trepada del índice de riesgo-país o en situaciones como las que diagnosticó Héctor Magnetto en la reunión de AEA del martes 6 de junio:

“No hay razones físicas ni geográficas para que una empresa, un inmueble o un salario estén tan devaluados en nuestro país en relación con la región y con el mundo. Hay básicamente razones políticas, institucionales y económicas”.

Esa inquietud atraviesa actualmente, con diferentes intensidades y distintas perspectivas, a la mayor parte de lo que a veces se define como “clase dirigente”. Hay quienes temen que una situación signada por una presidencia anémica, un sistema de poder disgregado y obturado, una inflación descontrolada y una sociedad sofocada por la decadencia y la inseguridad pueda desembocar en algún estallido y una crisis institucional grave. Algunos se consuelan con la idea de que los desequilibrios y tensiones pueden soportarse hasta que en 2023 terminen canalizándose a través de los mecanismos electorales. Pero los conflictos entre las coaliciones principales y en el seno de cada una de ellas no decrecen y tampoco decae la “sensación térmica económica”, que combina un incremento de la preocupación con lo que los expertos definen como “una búsqueda desesperada de placer ansiolítico”, convertida -según cifras del especialista Guillermo Olivetto- en “el boom de turistas que se espera para el próximo fin de semana largo de junio y para las vacaciones de invierno o el crecimiento del 27% en las ventas de los shopping centers en el primer trimestre del año…

También se experimenta -según el diario La Nación- una “sensación térmica tributaria”. Será una sensación, pero ejerce su peso en la balanza de la política. Como dijo Bartolomé Mitre: “En democracia, cuando todo el mundo se equivoca, todo el mundo tiene razón”. La frase quizás cuadra también para analizar la imagen de los políticos.

Inmovilidad frenética

El tironeo interno del Frente de Todos ciertamente no se supera con las concesiones verbales o prácticas o con las cabezas amigas que el Presidente pueda ofrendar a su vice. Por debajo de la frenética inmovilidad en la que se desgasta el vértice del oficialismo, así como de la ilusión de muchos gobernadores de encontrar “un refugio en los territorios”, en el gran espacio del peronismo crece la inquietud por la suerte que pueden deparar las urnas de 2023.
Huérfano hoy de candidatos potables para disputar la presidencia, el peronismo empieza a revalorizar la figura moderada de Daniel Scioli y observa si Juan Schiaretti se decide a trascender el cordobesismo y a asumir un compromiso de alcance nacional. Son expectativas de quienes sostienen que, en lugar de radicalizarse como proponen el cristinismo y sus aliados, el peronismo debe abrir un camino para reencontrarse con el electorado independiente. Y buscan un liderazgo que comprenda esa realidad.

¿Y por casa, cómo andamos?

Pero los problemas internos y las fuerzas centrífugas no afectan exclusivamente al Frente de Todos (o, más ampliamente, al peronismo): la oposición también padece esos procesos.
La tensión interna del Pro constituye un capítulo de esos cruces; otro, no menos importante, es la discusión con el radicalismo que espera adquirir en la próxima etapa una personalidad mucho más autónoma que la que mantuvo en una coalición en la que prevaleció el Pro, particularmente durante la etapa de gobierno.

El cruce con excusa historiográfica de los últimos días entre Macri y Gerardo Morales es una luz amarilla que, paradójicamente, encienden los radicales.

La figura de Macri y la capacidad del sistema político de evitar una grave crisis de gobernabilidad antes de los comicios son dos factores que probablemente determinarán en los próximos meses la continuidad o no del radicalismo en Juntos por el Cambio. Si Macri llegara a ser el precandidato seleccionado por el Pro para intervenir en una primaria es muy dudoso que el radicalismo quiera seguir asociado a esa coalición. El parate de Morales a Macri debería considerarse un indicio. Como condensa la sabiduría de la calle: el que avisa no es traidor.

En otras circunstancias, problemas como los que hoy padece el oficialismo abrían naturalmente a la oposición las puertas del reemplazo. Pero como señalábamos aquí una semana atrás no habría que excluir la posibilidad de que la historia avance por el lado oscuro, “que la superación de la crisis del sistema político, en lugar de producirse a través de la sustitución de una coalición existente por su contraparte, encuentre su camino a través de una dialéctica de la disgregación, que genere reconstrucción y un nuevo liderazgo”.

En la periferia del sistema político, hay fuerzas que, ante el disconformismo que propician el gobierno y la principal oposición, buscan su oportunidad. Se observan contestaciones de distinta naturaleza: se nota una intensificación del activismo de las corrientes de izquierda y sus organizaciones piqueteras mientras, desde la derecha, Javier Milei explota la veta de la antipolítica, que le está rindiendo buenos frutos en las encuestas y en su incidencia sobre las bases de Juntos por el Cambio, donde se ha convertido en principal tema de conversación.