Interés general

Día del Animal: Charly, ni formal ni cortés

En el Día del Animal, la experiencia de vivir con Charly desde hace un año. Un perro de la calle que ya se convirtió en amo y señor de la casa.

por Marcelo Pasetti

@marcelopasetti

Aquella mañana, hace casi un año, apareció en mi vida. Yo caminaba por la costa, cerca de Camet, y minutos después de que se largara un sorpresivo chaparrón, apareció. Sucio, rengo, desgarbado, mojado, pero animado. A las cinco cuadras constaté que seguía muy cerca, acompañándome. Aún faltaba mucho para llegar a casa, sin dudas se iría. Como hacen tantas otras veces estos “vagos” que te persiguen y abandonan su propósito a los pocos minutos, más aún si los ignorás por completo, como hice con Charly -que fue bautizado así por su andar desgarbado, como el autor de tantos hits de nuestra película musical-, a quien ni siquiera quería mirar. Pero el famélico estaba jugadísimo. Al rato se ubicó dos pasos detrás de mí, en silencio. Ni media caricia, ni una palabra…

En casa ya habían sido parte de la familia dos ovejero alemán, un boxer, dos shnauzers y un marca perro. Charly era menos que marca perro. Y más aún esa mañana. Seguramente ya se iría, me abandonaría, intentaba convencerme a medida de que la distancia a casa era más cercana.

“Si éste llega a la puerta se gana el plato de comida”, pensé. Y así fue. Sin siquiera mirarnos, llegamos hasta la veterinaria de la avenida adonde fui por su premio. No comió, más bien devoró, e incluso estuvo a punto de tragarse el recipiente que le puse en la puerta.

Nuevamente comenzó a llover. Y ahí sí, el desgarbado, el tímido, el rengo, sacó a relucir todo su histrionismo, con miradas que hablaban. ¿Qué hago con este animal, sobre todo después de haber jurado que nunca más sufriría por un perro? La hago corta: lo “invité” a entrar al garaje, sólo para que no se moje más. Una vieja frazada sobre el piso se convirtió en la cama de un príncipe, a juzgar por cómo durmió plácidamente durante tres horas.

 

Ya a la tarde estaba adentro. No sólo eso. Era el dueño del sillón del living. Sorpresivamente ya sin renguear y como si me conociera desde hace 30 años, se movía a sus anchas, lo que evidenciaba que no extrañaba en absoluto sus horas previas de callejero.

“En cuanto le abras la puerta se va y no vuelve más”, me aseguraron. Olvidate. Nada de eso ocurrió. Admito que los primeros días creía que volvería a sus paisajes costeros, pero el tipo reflexionó y selló el cambio de domicilio.

Charly ya es parte de la familia. Es feo. Con una barba que lo avejenta. No tiene dos años, me sorprendió el veterinario en su primera visita, pero parece de 15. Y ya ha hecho méritos suficientes como para ser invitado de honor al facebook “Los cuatro patas callejeros”.

Los cables del parlante, una zapatilla Nike, dos pares de medias y las tapas de cuatro libros de la colección de Jauretche, prolijamente colocados en el estante más bajo de la biblioteca, pasaron por sus filosos dientes. Incluso dos correas muy fashion que desentonaban con su origen social.

Escapadas con glamour

Hay que decir que no ha perdido algunos hábitos. Puede comer su ración nocturna y a los pocos segundos, en la salida previa a la hora de dormir, correr desesperado para husmear en las bolsas de basura de los vecinos a quienes aprovecho, por esta vía, para informarles que la bestia almuerza y cena todos los días. O sea, no hablen más a mis espaldas.

Charly, claro está, es un maleducado. Ante el reto, cuando compite con los de la 9 de Julio, te mira con cara de Trump, como diciendo “¿y ahora me vas a cambiar?”. Eso cuando se digna a mirarte, claro. Por lo general, ante el grito, el amigo sigue caminando, ignorándote por completo, razón por la cual, a la inversa de lo que sucedía un año atrás, el hombre es el que camina detrás del desgarbado, suplicándole que se detenga para dejarse abrochar la correa.

Este verano, dos noches distintas, di por concluida la relación. Ante un descuido, al abrir la puerta desapareció. Búsquedas infructuosas, a pie y en auto, y rendición a las dos horas. Pero como la esperanza es lo último que, dicen, se pierde, al mirar por la ventana lo encontré ahí, moviendo feliz su cola, satisfecho y pipón, como si nada hubiese pasado.

Perrera como pocas personas he visto en mi vida, mi cuñada trajo la mágica solución. Un collar que tiene incorporada una chapa grabada con mi número de teléfono. Alguna vez me llamaron desde la Fonte D`Oro, donde lo encontré comiendo facturas y galletitas, merced al aporte de mozos y clientes. Otra noche el telefonazo provino de una clienta de Antares. “Está en el fondo con los mozos”, me informó. Y efectivamente, allí se encontraba, sentado, aceptando caricias y maníes. Temo que hasta cerveza le dieron. Me vio y dio vuelta la cara. La estaba pasando bien. Como se verá, Charly ha modificado algunas conductas, y elige lugares con cierta onda a la hora de rajarse.

Cada mañana vamos juntos a la playa, ese es nuestro rito (él quema energías, y yo puedo decir que camino todos los días). Verlo correr y jugar con las olas es un canto a la libertad. Pero claro está, toda la magia se pierde cuando, como cuando éramos chicos, se convierte en milanesa tras revolcarse en la arena. Ni formal, ni cortés: así es Charly.

Compañero de sillón, a la hora de ver alguna serie de Netflix con una copa de vino en la mano -yo, no él, aclaro-, apoya su cabeza en mi pierna y se duerme. “La gente inteligente no tiene animales, para así evitar preocupaciones”, decía yo. Y entre sus ronquidos, me río.

Dan mucho estos bichos. Multiplican lo que reciben. Hoy seguro, en su día -aunque no tenga idea de que se celebra- recibirá la zapatilla que quedó sana para que se divierta un rato, pero seguramente, el muy jodido esta vez ni la tocará.

Hay muchos Charly en las calles de Mar del Plata. Alguno te está esperando. Estate atento. Te va a seguir, te va a clavar una mirada llena de tristeza, y te vas a hacer el duro convencido de que no te doblegará. No te preocupes. El sillón es grande, y compartirlo, te lo aseguro termina siendo una decisión acertada y saludable.

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