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Opinión 13 de septiembre de 2021

Educación, la llave que abre el cerebro

Por Gustavo de Elorza Feldborg (*)

La neurociencia tiene la capacidad de transformar la educación en la medida en que ofrece nuevos métodos para entender los vínculos entre el aprendizaje y el desarrollo cognitivo, así como la forma en que interactúan en modo causa/efecto. No solamente porque el desarrollo cognitivo depende del aprendizaje sino porque, recíprocamente, el desarrollo cognitivo es la condición sine qua non que propicia el aprendizaje. Esto quiere decir que los valores de causa y efecto son retroalimentados permanentemente.

La neurociencia también provee herramientas adecuadas para evaluar la eficacia de diferentes pedagogías a través de trabajo de campo y de experimentación. Una línea de investigación prometedora sería analizar cómo los sistemas cognitivos interactúan sobre los sensoriales a medida que avanza el desarrollo de la persona. Según Goswami (2015) un ejemplo interesante se da en el estudio de las lenguas no maternas. En este caso, la neurociencia estaría en condiciones de ofrecer una explicación pormenorizada de los mecanismos que vinculan la audición, el desarrollo fonológico y la alfabetización.

La vinculación estrecha entre la audición, la habilidad fonológica y la incorporación de la alfabetización fue ampliamente estudiada de forma precursora por el neurólogo británico Oliver Sacks, quien analizó el desarrollo cognitivo en personas hipoacúsicas y cuyos resultados plasmó en el ya clásico libro “Veo una voz”. En él daba cuenta del considerable retraso madurativo y cognitivo que experimentaban personas sordas que no habían sido o bien oralizadas o bien alfabetizadas mediante lenguaje de señas. En ellas se hacía patente la premisa de Wittgenstein que se refiere a que los límites del lenguaje propio son los límites del mundo de cada uno. Y esto significa y da valor a la palabra y a la posibilidad de pensamiento a través de la palabra que, de faltar, sume a la persona en una desventaja cognitiva crucial.

Del bombardeo de información que recibe el cerebro a diario, y mediando un proceso atencional decisivo, la memoria almacena aproximadamente el 10% de esa información consciente. Respecto de esto, cabe agregar que influye notablemente la forma en que esa información es transmitida: en el caso de que la misma se ofrezca de formas que no despierten el interés del estudiante, se obtendrá como resultado que no habrá interacción docente-alumno ya que este último adoptará un rol pasivo, como consecuencia del escaso nivel de estimulación cerebral que incidirán sobre la motivación.

En cambio, si la propuesta es desafiante de modo de provocar un esfuerzo intelectual del estudiante, el cerebro se mantendrá activo, favoreciendo el aprendizaje. La actividad cerebral se incrementa frente a los estímulos recibidos y se activan las respuestas. Esto último es de suma importancia en el planeamiento de las clases: el docente deberá escoger entre una propuesta que mantenga al alumno apático y otra que lo estimule. En otras palabras, deberá decidir si privilegia la información o los cuestionamientos sobre esa información. (Etchepareborda & Abad-Mas, 2005).

Partiendo de estos hallazgos, Ortiz (2009) propone nuevas intuiciones pedagógicas que dan preeminencia al funcionamiento del cerebro frente al conocimiento, constituyendo una “Teoría del Aprendizaje Neuroconfigurador”. Asimismo, postula los conceptos de Neurocurrículo, Neuroevaluación, Neuroclase, y afirma el advenimiento de un nuevo paradigma al que bautiza como “Pedagogía configuracional”, basada en el papel de las neuronas, las redes y los circuitos cerebrales en el aprendizaje.

De esta forma, para este nuevo paradigma no es tan importante entender la clase en términos de espacio-tiempo como en términos neuropsicológicos. El aprendizaje neuroconfigurador tiene tres etapas: afectiva, instrumental y cognitiva. El circuito del conocimiento parte del sentimiento, de allí a la acción y sólo finalmente al intelecto. La configuración afectiva influye sobre la cognitiva y ambas están mediadas por una configuración instrumental, a través de operaciones, acciones, capacidades y actos que la persona despliega en el marco de una actividad. (Almeneyra et al, s/f)

Podríamos hablar, entonces, de una verdadera “pedagogía de la pregunta” como herramienta fundamental del aprendizaje. El docente debe generar cuestionamientos, intereses, curiosidad e interrogantes sobre aquello que desea enseñar para obtener un genuino aprendizaje neuroconfigurador, puesto que las preguntas surgidas en el alumno y la búsqueda de posibles respuestas será lo que active la creación de nuevos circuitos y redes neuronales, y en esto se sustenta el aprendizaje autónomo y duradero (García-Barrera, 2015).

Esta afirmación puede considerarse revolucionaria: no se promueve aprendizaje trasladando conocimiento sino generando inquietudes, cuestionamientos, dudas, en fin, interrogaciones acerca de cualquier tema a aprender. Un aprendizaje de estas características da vuelta la concepción original del maestro como detentador unívoco del saber y como transmisor por excelencia a una masa acrítica que recibe acríticamente. Es necesario decir, también, que para generar las preguntas y despertar las curiosidades, el docente debe tener no solamente la experticia adecuada en su campo de saber sino también el manejo de las herramientas precisas que colaboren en esa tarea, las cuales incluyen formación en neurociencias a fin de que sus esfuerzos didácticos sean más eficaces y adaptados a las formas en que el cerebro aprende.

El docente también obtiene una ganancia del empleo de conocimientos de las neurociencias y no sólo el estudiante como sujeto que aprende. La neurociencia facilita la tarea de los docentes, les permite invertir menos tiempo y esfuerzo para conseguir las mismas metas. En muchos casos, sólo comprueba por medios científicos lo que la pedagogía ya conocía. Pero de esta forma, se vuelve un refuerzo a determinadas prácticas docentes y permite que el profesor las aborde con mayor confianza.

Los educadores suelen a menudo realizar estudios, posgrados o especializaciones para tener un ámbito donde reflexionar sobre su propia práctica tamizada desde la teoría. En este sentido, la neurociencia cognitiva tiene algo que aportar. No es en sí misma una metodología o solución educativa, así como tampoco una receta mágica para los problemas que se presentan en el aula. Es más bien un marco que permite al docente rever su práctica desde otra óptica y con una elaboración teórica más sólida.

Sin embargo, y aunque la neurociencia no se puede considerar como un manual infalible para “enseñar mejor”, a esta altura de las indagaciones neuroeducativas aparecería de una verdad irrefutable la capacidad de esta reciente línea investigativa y de los nuevos paradigmas que de ella emanan, para conseguir que los procesos de enseñanza y aprendizaje se vean no solamente enriquecidos sino también convertidos en más efectivos.

 

(*) Profesor e investigador universitario, especialista en educación y nuevas tecnologías.