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Opinión 15 de mayo de 2022

El árbol y el bosque

 

Por Alberto Farías Gramegna

La presentación el 11 de junio próximo en la ciudad de Mar del Plata de “El hombre de un solo libro: creo luego existo” (Ed. Martín, 2021), una aproximación descriptiva al pensamiento ideológico desde la perspectiva de la Psicología Social y de la Personalidad, libro ya presentado el pasado año en la Universidad de Murcia, España, me ha motivado a seguir pensando y escribiendo sobre un tipo de pensamiento estructurado que, más allá del sesgo normativo que a la sazón contenga, se asienta en una modalidad psicológica discursiva con formato de relato dogmático.

Y bien, el concepto de “dogmático” alude a la creencia en que todo se explica desde un solo lugar de interpretación: el dogma, cualquiera sea su naturaleza.

El Diccionario de la RAE refiere a un mínimo de seis acepciones para esa expresión, casi todos adjetivos., que van desde los tratados doctrinales confesionales hasta aquellos del orden jurídico, pero el presente artículo no se relaciona con ello. De manera diferente se enfoca exclusivamente en la perspectiva psicológica del análisis actitudinal ligado a una lógica particular del pensamiento en la vida cotidiano de cualquier sujeto, estructurado sobre creencias ligadas básicamente a lo emergente desiderativo-emocional y compatible solo con la definición de la cuarta
acepción del diccionario: “adj. Inflexible, que mantiene sus opiniones como verdades inconcusas”,
es decir verdades “per se”, incuestionables.

Esta es una manera general discursiva-afectiva de intentar acomodar la realidad a mi idea sobre esa realidad: la “realidad subjetivada” (percibida) y que se expresa luego de sufrir un proceso de interpretación por el tamiz de la estructura del deseo, en “realidad subjetiva”, que encastre todas las piezas en un puzle perfecto.

Pensando la duda

René Descartes proponía una idea revulsiva para su época: de todo era posible dudar, menos del
propio pensamiento que dudaba. Lo real, lo seguro era ahora el sujeto pensante y racional por
oposición al paradigma de la sociedad medieval, expresión del orden feudal vinculado a la tierra y al dogma religioso, donde no se concebía al individuo como tal, hombre libre para pensar y pensarse a sí mismo como centro del Universo.
La mirada relativista de Descartes abrió en Occidente las puertas al pensamiento crítico moderno,
aunque él mismo no cuestionaba la existencia de la voluntad divina, de la que en todo caso también provenía como señal habilitante, su capacidad de dudar y pensarse a sí mismo. Trascendencia y pensamiento abierto resultaban así compatibles. A su manera retomaba implícitamente el mito original del libre albedrío humano para elegir y hacerse responsable, sujeto a la mirada trascendente del Creador.

Pero -y he aquí la relevancia y su aporte al cambio desde lo consuetudinario- no era entonces una
señal para reafirmar un dogma de sometimiento a un poder de control del pensamiento, sino para
reemplazarlo por un método que abrió el camino para la lógica racional moderna, lógica más
dialéctica que meramente formal, con las que suelen entrar en colisión las personalidades
dogmáticas, que justamente a diferencia que Descartes, no toleran la duda, ni el cambio, es decir son reaccionarias a la cultura plural de las sociedades abiertas.

¿“Personalidad dogmática” o “Identidad dogmática”?

¿El “pensamiento dogmático” surge ínsito en una determinada personalidad o ésta lo “adopta”
porque le es funcional a su manera de interactuar con el mundo? No debemos aquí buscar la
disyunción propia de las dicotomías; más bien es la conjunción de ambas causales la que parece
adecuada. Sabemos que la personalidad no está dada desde el inicio de la vida. Por lo contrario, es
una lenta construcción dialéctica entre biología, ambiente y cultura, como la ciencia psicológica ha
determinado. Por lo tanto, serán las “formas” y los “modos”, fuertemente influidos por la
emocionalidad (factor a que, en mi opinión, no se le presta aún la importancia que tiene), las que
consolidan las “creencias” que luego habrán de expresarse en los relatos sesgados que interpretan la realidad. El discurso dogmático omniabarcativo, estructurado, coherente en su lógica interna y
sistemático (lo que constituye en sentido estricto una “ideología”), sea en el terreno político, social,
ecológico, cultural, místico, etc. es una etapa compleja desarrollada en contacto estrecho con la
cultura interactiva del sujeto con sus colectivos de inclusión y pertinencia a lo largo del desarrollo de su adolescencia y adultez, en la que el sujeto adecua funcionalmente su personalidad a sus deseos primarios -y en general maniqueos- de manipular de manera omnipotente “el bien y el mal” (sic).

De tal manera que su identidad personal se perfila en torno a un “Yo” y un “Sí mismo” fuertemente
acorazado ante cualquier “amenaza” de la realidad que ponga en duda sus certezas. Dudar o aceptar otras “verdades” perturba el equilibrio, la estabilidad de su identidad, por lo que el sujeto lo vive como algo “peligroso” y lo moviliza emocionalmente, incluso hasta la agresividad ante lo diferente.

Soy, pienso y actúo así, porque profeso una determinada creencia (mudada en lealtad a la idea) en tal o cual visión del mundo, que me conforta certificando una “verdad” en la que creo cierta sin
necesidad de verificación alguna, porque se legitima tautológicamente por el solo hecho de revelarse a mi deseo de creer en ella, de manera clara y distinta.

Así, finalmente, las “personalidades dogmáticas” tienen poca o ninguna capacidad para adaptarse
plásticamente a los cambios: son “reaccionarias” a ellos por naturaleza, prejuiciosas y rígidas en sus asertos, temen los cambios del progreso y la modernidad, aunque se crean paradójicamente
“progresistas”. A la manera del mítico Procusto pretenden recortar los comportamientos para
hacerlos entrar en sus lechos doctrinales, que suelen remitir a discursos formales vinculados a textos icónicos “fundacionales” sujetos a una constante exégesis por parte de sus lectores.
El árbol y el bosque: el dogmatismo en la política

El pensamiento dogmático en política suele ceder a la tentación de sumarse a colectivos imaginarios, en los que prevalece un reduccionismo conceptual inmediatista, y en los que la cercanía agobiante de la interpretación unicausal de los hechos hace que el árbol tape la complejidad del bosque, tal como por ejemplo en los relatos de populismos de izquierdas y derechas, que predican consignas mesiánicas y demagógicas sobre las personas y las cosas en nombre de premisas supuestamente altruistas de justicia y/o de orden, que lucen bien a los nobles ideales o a las buenas intenciones de quienes andan por la vida buscando una causa que les ayude a encontrarse a sí mismos a partir de una identidad ideológica, y más allá de la legitimidad ético-moral de algunos ideales. Fruto de insomnios extemporáneos, aquellas consignas suelen terminar a menudo en siniestras noches de lamentables pesadillas sociales.

Sin embargo, un segmento de muchas sociedades -y la nuestra no escapa a ello- parece no querer enterarse de aquello y resulta protagonista recurrente de una curiosa y dramática contradicción: es a la vez dogmática-populista y escéptica-agnóstica, sin que parezca notar ese extraño sincretismo que por definición debiera ser incompatible, ya que el dogmático es por fuerza, un creyente en la letra, mientras que el escéptico duda y desconfía de los textos formales y las recetas morales.

El uno es rígido, el otro flexible; el primero absoluto, el segundo relativo. Pero en los colectivos de opinión señalados convergen en simultáneo estas dos actitudes ante una diversidad de temas sociales y políticos, aunque hilvanados siempre por la creencia implícita en un fuerte asistencialismo omnipresente. La esencia resultante de esa curiosa porción sociocultural es un
oportunismo de matriz populista y humor social inestable, ambiguo y rara vez éticamente asertivo.

Tal es esa singular variante mágica que constituye lo que se conoce en psicosociología como un
sesgo del “carácter nacional”, fruto de la historia de reemplazar la cruda realidad adulta, en donde
todo tiene su precio en trabajo productivo y esfuerzo personal, por la fantasía de la eterna gratuidad estatal propia de un naturalismo edénico. Al igual que el ciudadano de la antigua Roma, -Tito Livio dixit- el de nuestro ejemplo no puede soportar “los vicios que critica, ni sus remedios” cuando alguien sensato por fin pretende aplicarlos. Es que tal vez solo al tomar debida distancia del omnipresente árbol, pueda percibir la complejidad variopinta del bosque.



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