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Opinión 24 de febrero de 2019

El futuro de Cambiemos ya no es lo que era antes

por Jorge Raventos

Otra vez se ha puesto en marcha la calesita del dólar. El miércoles 20 de febrero la cotización del billete verde superó los 41 pesos, en una semana en la que, aunque al fin se consiguió hacer control de daños, se interrumpió la calma chicha que imperó durante una breve temporada en el mercado cambiario.

Agitación en el gobierno. Allí, con motivos muy atendibles, se atribuyen al precio del dólar los rasgos de un papel de tornasol: sus trepadas indican crecientes niveles de acidez en el ánimo público.

No es el único indicador de malestar, claro. Para frenar el dólar el Banco Central apela a subir la tasa de interés (es decir: vuelve más inalcanzable el crédito a la producción) y además, en paralelo con el alza de la divisa se registra un incremento notable de la inflación.

En la ciudad de Buenos Aires, según la oficina porteña de Estadísticas, los precios superaron en enero en casi un punto la media nacional registrada por el Indec (3,5 por ciento contra 2,9). Los analistas privados estiman que la inflación de febrero superará la del primer mes del año. Con un agravante: lo que más crece es el precio de la canasta básica alimentaria, metro patrón de la línea de indigencia que incluye la cantidad mínima de alimentos para subsistir. En este caso el alza de enero fue de 3,9 por ciento y se prevé que en febrero vuelva a superar la inflación media. Traducción: lo más pobres pagan más caro, la indigencia crece.

Tout va très bien, Madame la Marquise

Evadiendo esos datos duros, el optimismo panglossiano que difunde la propaganda del oficialismo suele combinar dos argumentos. El primero contiene el plagio inconfeso de una célebre frase de Carlos Menem (“Estamos mal pero vamos bien”) y busca consuelo a las desgracias del presente remitiendo al incierto porvenir: todo estará mejor en el segundo semestre, la economía experimentará un oportuno repunte justo para el tiempo electoral.
Se sabe que predecir es difícil; sobre todo, el futuro.

El segundo razonamiento saltea directamente la economía y sostiene que la verdadera fortaleza del oficialismo reside, más bien, en la política. En este sentido, las noticias no parecen tampoco demasiado buenas últimamente. La autoridad política de la Casa Rosada se ve desafiada desde dentro de la misma coalición de gobierno y golpeada por sus propias bases.

Y afuera, lo que estaba (y aún sigue estando) fraccionado, empieza a juntarse.

El amarillo ya no cae tan bien

La derrota de Carlos Javier (El Colorado) Mac Allister en la interna de Cambiemos de la provincia de La Pampa para nominar al candidato del oficialismo nacional a la gobernación representó una señal ominosa para los estrategas de Balcarce 50. Mac Allister es un protegido del Presidente, unido a él desde Boca Juniors, y fue vencido por el radical Daniel Kroneberger en una proporción de casi 3 a 1. Dato singular: en una elección no obligatoria, los votos en blanco también superaron en esa proporción a los del hombre de Macri, en una muestra de protesta que, si puede golpear a la política en su conjunto, sin duda afecta más a los que tienen más responsabilidad.

Que el candidato del Presidente haya perdido como perdió reabre una duda en, por ejemplo, la provincia de Buenos Aires: la decisión de no desdoblar la elección que tomó María Eugenia Vidal, ¿beneficiará a Macri traspasándole a él los índices de aprobación que obtiene la gobernadora, o la perjudicará a ella contagiándole los rechazos que recibe la gestión nacional?

En su afán por explicar una derrota incómoda, Mac Allister se refugió por su parte en una lógica inconveniente: aseguró que había ocurrido una colusión entre el radicalismo y La Cámpora, convirtiendo así de rondón al kirchnerismo en vencedor oculto del Pro, y a sus aliados en Cambiemos en cómplices y beneficiarios de una conjura: “A mí me ganó el peronismo. Está claro que hubo un acuerdo entre los K y los radicales. Perdí porque hubo un acuerdo entre ellos”.

Las relaciones entre el partido del Presidente y la UCR ya están suficientemente tensas como para agravarlas con excusas narrativas.

La desobediencia cordobesa

Más significativa que la derrota pampeana ha sido la desobediencia cordobesa. La Casa Rosada se empeñó durante semanas en desaconsejar una elección interna para dirimir las principales candidaturas de esa provincia (y, de hecho para imponer una fórmula amiga constituida por un radical filoPro, el diputado Mario Negri, y un Pro puro de oliva, el exárbitro Héctor Baldassi). Pero el intendente de la ciudad de Córdoba, líder partidario de la UCR, no sólo resistió la sostenida presión de Balcarce 50 e inscribió su precandidatura a gobernador para enfrentar a Negri, sino que sumó a su rebeldía a Rodrigo de Loredo, el yerno del ministro de Defensa Oscar Aguad y hasta ahora considerado un miembro conspicuo de la feligresía del jefe de gabinete nacional, Marcos Peña. De Loredo se postulará a la candidatura de intendente de la capital cordobesa en la lista de Mestre y enfrentará a Luis Juez, el preferido por la Casa Rosada para esa posición.

El miércoles 20, Mestre confió a una radio porteña que había recibido múltiples presiones del Ejecutivo nacional para que le allanara el camino a la fórmula Negri-Baldassi, es decir: para que desistiera de sus propias aspiraciones y evitara una interna, pretensión que rechazó con firmeza no exenta de elegancia:

“Me plantearon como que votar hacía crujir al espacio político. Y eso no es así, recordemos que nuestro presidente, Mauricio Macri, llegó por primarias”, razonó.

Un argumento que se reitera

El argumento de no temer a las elecciones internas es moneda corriente en la UCR. Martín Lousteau lo esgrimió durante la gira por Oriente a la que fue invitado por Macri. Muchos radicales imaginan que el propio Lousteau podría ser challenger del Presidente en una PASO destinada a definir la principal candidatura de Cambiemos en octubre. Figuras de peso como Enrique Nosiglia, Ricardo Alfonsín o Ernesto Sanz son favorables, si no necesariamente a la postulación de Lousteau, a la concreción de una interna.

“Yo creo en las PASO presidenciales, me gustan”, dijo por caso, Sanz esta semana, saliendo de un extenso período de silencio político. Nosiglia, por su parte, que comparte con el Presidente la pasión boquense y abundantes conversaciones sin testigos, ha insistido ante Macri que una buena puja interna por la candidatura presidencial contribuiría a contener y encauzar los talantes críticos que de otro modo pueden buscar otras formas de expresión.

“La interna fortalece”, le ha dicho. Pero esa no es la doctrina de Balcarce 50, que administra sobre todo Marcos Peña: desde allí se pretende unidad, verticalidad y disciplina como instrumentos para fortalecer la autoridad del Presidente.

Por el momento lo que se observa es que el Pro, la fuerza del Presidente, va perdiendo influencia en la coalición Cambiemos. Por caso, en otra provincia importante, Santa Fe, donde el macrismo estuvo cerca de quedarse con la gobernación en 2015 con el cómico Miguel Del Sel como candidato, en esta ocasión decidió ceder el terreno a los radicales y frustrar las aspiraciones de su líder partidario local, Federico Angelini, presionado a dar un paso atrás para no arriesgar una nueva interna con la UCR. Después de La Pampa, el Pro se atiene a la frase sobre “el que se quemó con leche…” (en Entre Ríos, otro caso, acaban de resignarse a que la candidatura de Cambiemos quede en manos de otro radical).

La maniobra santafesina, manejada desde el poder central, ni siquiera consiguió dar una alegría a la difícil aliada Elisa Carrió (que pretendía que su primo Mario Barletta, radical y ex intendente de Santa Fe, fuera el beneficiario de la retirada del Pro): la UCR impuso su deseo, la candidatura de José Corral.

Dato lateral: ese radicalismo santafesino ante el que el Pro cedió terreno es ya una fuerza tan revuelta internamente que una semana atrás fue intervenido por el comité nacional de la UCR. La dura medicina fue el único procedimiento que encontró la conducción partidaria para imponer la alianza con el Pro en Cambiemos como estrategia única del radicalismo en la provincia. La necesidad del escarmiento traduce una progresiva debilidad del magnetismo: el Pro va perdiendo sex appeal.

Después de las elecciones provinciales y de las nacionales de octubre-noviembre, la coalición oficialista, tanto si le toca volver a gobernar o (más aún) si una derrota la traslada al papel de oposición, habrá cambiado sustancialmente su relación de fuerzas interna y, en suma, sus rasgos de identidad.

Mirando al otro polo

Hay otro flanco débil en la perspectiva político-electoral del oficialismo: su apuesta estratégica a la polarización con Cristina Kirchner y a la división opositora empieza a ser desafiada en la realidad.

En primer lugar, el peronismo alternativo y el kirchnerismo, sin disimular las diferencias que los separan, parecen decididos a privilegiar una estrategia opositora común (incluso abierta eventualmente a otras fuerzas). Están consolidando ofertas o procedimientos electorales unificados ya en una decena de provincias. En Santa Fe, por ejemplo, el kirchnerismo replegó sus candidatos para facilitar la convergencia de distintas familias justicialistas (incluyendo a los renovadores de Sergio Massa), que confluirán, sea en una interna entre María Eugenia Bielsa y Omar Perotti, sea (hay tiempo todavía) en una fórmula para la gobernación acordada por todas.

En el Congreso, esa tendencia a golpear en conjunto se tradujo esta semana en la Comisión Bicameral Permanente de Trámite Legislativo: allí rechazaron tres decretos de Necesidad y Urgencia firmados por Mauricio Macri, entre ellos el que dictó la extinción de dominio sobre bienes y fondos de origen sospechoso. La oposición política (y muchos juristas independientes) habían cuestionado la vía del decreto para imponer esas penalidades cuando en el Congreso ya había en trámite avanzado un proyecto de ley. Más allá de los argumentos, la jugada indica los riesgos de la estrategia oficialista de apostar a una división que puede volverse ilusoria.

La misma estrategia central de la polarización con Cristina Kirchner empieza a ingresar en zona opaca. Ya se ha señalado en esta columna que sectores de lo que en el gobierno llaman “el círculo rojo” temen los efectos de esa política y hasta han empezado a operar para neutralizarla y para convencer a la expresidente de que no presente su candidatura.

Más allá de esas ideas y gestiones (significativas inclusive si no consiguen su objetivo) la duda sobre la candidatura de CFK ha comenzado a filtrarse en medios y columnas que hasta hace muy poco la consideraban indiscutible.

Algunos comentaristas de evidente simpatía oficialista hacen conmovedores esfuerzos argumentales, menos para convencer a terceros que para seguir convencidos ellos mismos de que esa hipótesis, clave de la estrategia electoral de la Casa Rosada no puede fallar. Quizás deberían permitirse alguna duda: la señora de Kirchner viene mostrando una astucia táctica probablemente guiada por la comprensión de que la mayor victoria a la que puede aspirar reside en impedir el triunfo del oficialismo. Una verónica de ella expondría dramáticamente los flancos débiles de la estrategia de la Casa Rosada.

Lo más problemático de la situación del gobierno es que, a diferencia de lo que piensan sus cruzados más facciosos, en condiciones de debilidad política (poder insuficiente y tres años de desgaste) sus conjeturas más ambiciosas dependen menos de sus propios actos que del comportamiento de terceros: los mercados, la sociedad, los consumidores, los inversores, los votantes, la opinión pública.

Y de una oposición política que, evidentemente, también juega.