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Opinión 5 de enero de 2020

El gobierno, el mundo y la ética de la responsabilidad

Por Jorge Raventos

“El aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”: el proverbio chino advierte que inclusive los sucesos más leves pueden producir consecuencias notables. El ataque con drones decidido por Donald Trump el último jueves, que aniquiló en Bagdad al militar más poderoso de Irán, no fue por cierto un hecho minúsculo; es razonable que el mundo entero se pregunte con aprensión hasta dónde alcanzarán sus derivaciones y cuál será su dimensión. Nadie duda de que habrá consecuencias.

El general eliminado, Qasem Soleimani, no sólo era el comandante de la fuerza de élite Al Quds de la Guardia Revolucionaria iraní, (encargada de las operaciones iraníes en el exterior, desde Líbano a Yemén, desde Siria a Irak) sino el principal estratega de la inteligencia política y militar de Irán durante al menos las dos últimas décadas y el segundo hombre más poderoso de su país.

El ataque decidido por el presidente de los Estados Unidos fue, por otra parte, inopinado y sorpresivo: ni el Congreso de los Estados Unidos ni los aliados estratégicos de los Estados Unidos fueron advertidos de lo que varios de ellos consideraron un acto de guerra. El propio Donald Trump se defendió de esa caracterización (“No fue para empezar una guerra”, argumentó) y definió al militar aniquilado como peligroso terrorista y responsable de ataques contra personas e intereses de los Estados Unidos. “El general Soleimani estaba desarrollando activamente planes para atacar a diplomáticos estadounidenses y militares en Irak y por toda la región”, informó simultáneamente el Pentágono. El 27 de diciembre, un contratista estadounidense había muerto en un ataque de las milicias proiraníes en Bagdad; Washington reaccionó con una ofensiva aérea que produjo 25 bajas en la guerrilla Kataeb Hezbolá, una de las organizaciones satélites de Teherán que operaba el general Soleimani. En respuesta, fuerzas proiraníes en Bagdad cercaron y atacaron fieramente la embajada estadounidense, un episodio que constituyó, si se quiere, el antecedente de la decisión letal de Trump.

La reacción del mundo

El mundo reaccionó con prudencia ante los hechos: tanto los aliados europeos de Washington (a menudo reticentes frente al estilo impositivo del presidente norteamericano) como las potencias competidoras (China, Rusia) pusieron en un segundo plano el señalamiento de responsabilidades y subrayaron los llamados a la calma y a desescalar la violencia. Los alemanes, en cualquier caso, dejaron claro que “las acciones de Estados Unidos han sido una reacción a una serie de provocaciones militares de las que Irán es responsable”, pero insistieron en que “lo importante es contribuir a una desescalada con prudencia y moderación (…) y buscar una solución por la vía diplomática”.

Del otro lado de la grieta, Rusia señaló que “el asesinato de Soleimani es un nivel de riesgo que conducirá a mayores tensiones en la región” y China demandó “instantáneamente a todas las partes involucradas, en particular a Estados Unidos, guardar su calma y dar prueba de moderación, a fin de evitar una escala de tensiones”.
Más allá de las voces alarmistas que agitan en los medios riesgos de una “tercera guerra mundial” (una conclusión precipitada dada la asimetría entre Irán y Estados Unidos y considerando que Washington y Beijing están acordando paralelamente las condiciones de su competencia y complementación mundial), lo que parece real es que se recaliente el conflicto regional en Medio Oriente y que se produzcan hechos de retaliación contra intereses de Estados Unidos y quienes sean considerados sus amigos o aliados en cualquier lugar del mundo.

El líder supremo de Irán, ayatolá Alí Khamenei, dijo que una “dura represalia está esperando” a los Estados Unidos. El secretario general de Hezbollah en Líbano, Hassan Nasrallah, proclamó que “la responsabilidad de la resistencia en el mundo entero es vengar la muerte del general Soleimani” y las guerrillas proiraníes en Siria y Yemén exigieron represalias directas y rápidas”.

Prudente silencio

El gobierno argentino ha guardado prudente silencio frente a los hechos. El ministro de Relaciones Exteriores Felipe Solá es un político realista y el presidente Alberto Fernández también. Lo que una cancillería cautelosa debe hacer en casos como este es pensar en primer lugar en los intereses del país y en los consensos regionales. Argentina no puede estar fuera del mundo. Tampoco es razonable que sobreactúe.

El Brasil de Jair Bolsonaro, que en muchos aspectos ha decidido alinearse con la política mundial de Donald Trump, elige terrenos en los que diferenciarse. Por ejemplo, no parece sentirse intimidado por las amenazas de Washington relacionadas con el buen relacionamiento con China (y sobre todo, con sus empresas tecnológicas), estrecha sus vínculos con Beijing y ha anunciado que convocará a la muy competitiva empresa Huawei a que participe en sus planes de desarrollo de la tecnología 5G.

En relación con el episodio americano-iraní, el presidente Bolsonaro se limitó estos días a señalar que la suba de la cotización del petróleo provocada por ese intermezzo perjudica a su país. Los influyentes militares de Brasil han insistido en que el presidente no se pronuncie sobre la muerte de Soleimani y parecen hasta ahora haber conseguido ese objetivo.

Los estrategas militares mantienen una situación de alerta ante el hecho de que el mes próximo, Brasilia será escenario de una conferencia internacional sobre seguridad en Medio Oriente, una iniciativa de Washington tendiente a aislar políticamente a Irán, programada antes de la actual escalada. Una versión anterior de esa conferencia ocurrió un año atrás en Polonia. En las actuales circunstancias la reunión adquiere otra dimensión. Irán es un importante mercado para las exportaciones brasileñas de maíz, soja y carnes, que podrían ser afectadas por represalias contra aliados estadounidenses aunque, por cierto, Washington es un aliado muy significativo.

El canciller Felipe Solá había concretado diez días atrás un primer contacto prolongado con su colega brasileño, Fernando Fraga Araujo. Aquella conversación estuvo enderezada principalmente a retejer una relación que tenía varios hilos sueltos a raíz de cruces de declaraciones de los presidentes de ambos países. Ahora vendría bien charlar sobre coincidencias convenientes del bloque mercosuriano ante estos alarmantes acontecimientos.

El gobierno de Alberto Fernández tiene sus propios motivos para actuar con cautela y reflexión en estos momentos. Argentina va a necesitar ayuda de Washington para ordenar su difícil situación financiera y para que no se sumen obstáculos al deseado flujo de inversiones que el país necesitará para desarrollar sus ventajas comparativas.

Un reciente artículo publicado por la agencia Bloomberg atribuyó a fuentes de la Casa Blanca lo que muchos observadores han interpretado como un mensaje para Fernández. La nota dice que, según el gobierno de Trump, el país “cruzó un límite” al autorizar la actividad política del boliviano Evo Morales en Argentina y al eludir mayores responsabilidades en la censura al régimen venezolano de Nicolás Maduro y que esas asignaturas podían costarle a la Argentina el no respaldo de Washington en sus gestiones financieras.

Es posible que el artículo no refleje una postura “de” la Casa Blanca sino “de una fracción” de la Casa Blanca. Lo que, en todo caso, le presta cierta verosimilitud a cualquiera de ambas interpretaciones es un antecedente ocurrido el día de la asunción de Alberto Fernández: en esa ocasión Mauricio Claver-Carone, un asesor de Trump, no asistió a la ceremonia en protesta por la presencia en el Congreso del presidente cubano y de un alto funcionario del régimen de Maduro. Antes, en conversaciones en México, el propio Carone y otro enviado de Washington, habían enumerado ante Fernández (todavía no asumido) algunos puntos de especial interés para la Casa Blanca. La cuestión venezolana era uno. Otro, cobra importancia en la actualidad: se trata de la caracterización de Hezbollah como organización terrorista, un punto que fue discutido por la ministra de Seguridad nombrada por Fernández, Sabina Frederic, una antropóloga vinculada a las corrientes cristinistas. En el contexto del conflicto que se recalentó con la muerte del general Soleimani, el tema dista de ser menor.

El gobierno empieza a ser urgido por una situación que cruza los hechos locales y los mundiales en tiempo real. Hay sectores de la opinión pública y de la oposición que le requieren simultáneamente que reaccione con principismo moral censurando a Washington por actuar con belicismo irresponsable, pero que atienda a Trump cuando le reclama que rompa con Venezuela, todo ello sin olvidar el tema de los acreedores y el FMI. Cruel incertidumbre.

En verdad, el dilema sólo puede resolverse actuando con realismo. El propio Fernández, sin desconocer situaciones de injusticia, sabe que debe actuar reconociendo prioridades y relaciones de fuerza.

Los países, como Argentina, que tienen una escala no protagónica y fuerzas limitadas y no pueden imponer sus propios principios y reglas de juego, deben priorizar sus intereses, evitar conflictos estériles con potencias mayores o decisivas, reservar ese recurso para defender cuestiones fundamentales, elegir los caminos que le permitan cumplir a mediano y largo plazo sus objetivos y la integración de su sociedad.

Optar por ese camino a veces es incómodo, muchas veces no permite argumentos políticamente correctos, otras veces ocasiona conflictos o rupturas (recuérdese, por caso, la batalla del petróleo que encaró Arturo Frondizi en discusión con sus propios textos del pasado). Pero ese realismo está justificado por la ética de la responsabilidad.



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