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Opinión 23 de junio de 2019

El macrismo después de Pichetto y el cristinismo con Alberto y Massa

por Jorge Raventos

En las horas previas al siempre agitado cierre de las listas de candidatos, el presidente Macri produjo algunos gestos significativos. Por ejemplo, se hizo tiempo para recibir a Amalia Granata, la modelo que se convirtió en diputada electa por Santa Fe superando allí a Cambiemos con la bandera celeste del rechazo al aborto. Macri hizo otra cosa: autorizó la incorporación a la lista oficialista bonaerense de candidatos a diputados del nombre de Alberto Assef, presidente del Partido Nacionalista Constitucional.

Assef es un veterano político que empezó como yrigoyenista properonista (estuvo entre los primeros radicales conectados a Juan Perón en la década de 1970), fue aliado del coronel Mohamed Alí Seineldín y supo vincularse a distintas figuras justicialistas (desde Menem hasta Kirchner y Massa).

Fue Miguel Pichetto quien acercó a Assef a Cambiemos, extrayéndolo de un lugar sensible: el Partido Nacionalista Constitucional es virtualmente la única estructura legal que sostiene el frente Despertar y la candidatura presidencial “libertaria” de José Luis Espert; según los estudios demoscópicos, esta opción electoral podría arrebatar entre 4 y 6 por ciento de sufragios del “caudal originario” del macrismo. Evitar que Despertar se presente equivale a recapturar ese capital de votos. Una respuesta provisoria para los que analizan la alianza de Macri con Pichetto según el número de votos que éste aporta.

El episodio Assef tanto como el encuentro con María Granata muestran que Macri está empeñado en hacer política, en pelear voto a voto y en cerrar todas las grietas por las que puede perder votantes.

Si el frente de Espert puede convocar a aquellos votantes macristas descontentos porque el gobierno no llevó a fondo un programa de reformas económicas liberales ortodoxas, Granata refleja a un electorado descontento por la apertura del debate sobre el aborto, que Macri franqueó.

Ese electorado puede optar por la candidatura presidencial de un macrista (funcionario dilecto de Macri en la ciudad primero y en la etapa inicial del gobierno nacional), el mayor Juan José Gómez Centurión, combatiente destacado en la guerra de Malvinas y orgulloso candidato de NOS, “el único frente que no postula a defensores del aborto en sus listas”.

Gómez Centurión nunca fue, en rigor, un macrista típico, de los que prefiere Marcos Peña, pero constituye uno de los costados del conglomerado que sumó a la victoria de Cambiemos en 2015 y 2017. Apoyado ahora por las vigorosas e intensas corrientes del evangelismo, puede quedarse con dos o tres puntos porcentuales de votos que el oficialismo necesitará imperiosamente en una elección tan competitiva como la que se está gestando. El encuentro con Granata puede, quizás, cortar en parte esa sangría.

En la Casa Rosada están aprendiendo que no todo se resuelve con focus groups.

Es la política, despistado

Cuando invitó a Miguel Pichetto a acompañarlo en la fórmula oficialista, Mauricio Macri apostó a un vínculo explícito con el peronismo y reintrodujo a su fuerza en el territorio de la política, al que los ideólogos de su entorno más próximo se pretendían ajenos.

Fue una apuesta audaz, porque desafió el reflejo condicionado antiperonista (y en gran medida antipolítico) de una porción no desdeñable de su propio electorado. Fue también una apuesta forzada. La renuncia de Cristina Kirchner a disputar la presidencia y la consecuente candidatura de Alberto Fernández implicaron un desplazamiento al centro del tablero y habilitaron un reagrupamiento del grueso del peronismo (incluido el Frente Renovador de Sergio Massa) y un avance más allá de los límites rígidos que hasta allí le imponía la potencial postulación de la señora de Kirchner.”Una movida más y era jaque mate”, resumió el último miércoles el radical Federico Storani. En ese contexto, la fórmula Macri- Pichetto fue una respuesta eficaz y un intento de contraofensiva.

Aunque Pichetto declaró esta semana que “vendrán muchos peronistas a respaldar al presidente Macri”, no debería pensarse que ese efecto, de existir, sea inmediato, ni habría que centrar allí el éxito de la jugada. E principio, por presión del bloque que dirigió hasta aceptar la invitación de Macri, Pichetto tuvo que abandonar su silla en el Consejo de la Magistratura. Ninguna operación es puro rédito.

En el corto plazo el oficialismo debería contabilizar, sí, como un triunfo haber recuperado iniciativa y optimismo, dos insumos que languidecían antes de la operación Pichetto. Además, hay que registrar la buena reacción de los mercados (dólar en baja) y una mirada menos acuciante sobre la ventaja (de todos modos, más estrecha) que las encuestas todavía le asignan a la fórmula Fernández-Fernández.

Más allá de la táctica

El propio Presidente, como se ha visto, se ha reanimado y vuelve a mostrar un espíritu combativo. Aunque en un escenario poco pertinente (un acto escolar), el Día de la Bandera desplegó un discurso áspero de cuestionamiento a “los señores Moyano”. Con el peronismo de Pichetto a sus espaldas, Macri puede gambetear ahora las eventuales acusaciones de antiperonismo. Además, matizó la ofensiva: no se trataba de un ataque al sindicalismo en general, ya que destacó la actitud virtuosa de otras organizaciones gremiales del transporte dispuestas a analizar alrededor de una mesa un acuerdo para bajar los costos logísticos y mejorar la competitividad de la producción argentina. Se trataba de concentrar la mira en el estilo específico de los dirigentes de Camioneros, padre e hijo, cuya imagen es desastrosa en la mayoría de la opinión pública (incluso en los sectores que votan justicialismo). El Presidente ahora tiene que afinar su discurso para sostener su alianza con Pichetto (y no cerrar la puerta abierta hacia el peronismo).

Así, la jugada Pichetto, que empezó como táctica electoral puede desplegar un alcance más larga, allanando el terreno para acuerdos de Estado. En su momento (que no era todavía el momento de Macri), Pichetto, junto al radical Ernesto Sáinz había sugerido un gran acuerdo de gobernabilidad en el que intervinieran las principales fuerzas políticas y también las organizaciones sindicales y empresarias. Ese dato del pasado probablemente sea un programa del futuro próximo si Macri consigue su reelección. Como resultado de esa operación habrá reformas (pese a algunas resistencias) pero (pese a los mercadófilos que quieren allanar el camino con una aplanadora) tendrán un ritmo gradual y un alcance socialmente sostenible.

Si esto ocurriera, Pichetto sería una bisagra para permitir que el nuevo período sea una transición normalizadora de amplia base, donde el conjunto del sistema político (los gobernadores, socios esenciales) asuma participación y responsabilidades.

Conteniendo a Cristina

Muchos jugadores se plantean ahora cuál sería el “futurible” argentino en caso de que la encrucijada cruel del cuarto oscuro determine una victoria del binomio Fernández-Fernández.

Lo nuevo (consecuencia de la candidatura de Alberto Fernández y también de la incorporación de Sergio Massa al espacio) es que la eventualidad de un triunfo F-F ya no suscita una reacción unánime de rechazo en el círculo rojo.

Una porción de ese sector, mayormente empresarial ha pasado a admitir esa eventualidad electoral como una simple opción B, no tan dramática como se la pinta desde la propaganda oficialista.

Es razonable: hasta en el seno del Cambiemos se admite que esa propaganda exagera a veces hasta llegar a lo inverosímil. “Lo de que Argentina va a ser Venezuela claramente no es cierto”, declaró esta semana Federico Storani.

Ahora surgen interpretaciones (o relatos, si se quiere), según los cuales un eje formado por Alberto Fernández (ya presidente, en esa hipótesis) y Sergio Massa, apoyado en los gobernadores y también en las fuerzas moderadas (las que mantienen la alternativa de centro junto Roberto Lavagna y Juan Manuel Urtubey así como las que hoy integran el oficialismo) impediría cualquier intento antisistema de sectores nostálgicos del cristinismo y conducirían la nave hacia el puerto común del gran acuerdo de gobernabilidad.

Entre los acuerdos resultantes de la opción A y los de la opción B habría, según esta narrativa, apenas diferencias de grado: una reforma más veloz (pero no tanto) en el caso A; una mirada más social, pero sosegada y permeable a reformas (en el caso B).

Así, la polarización electoral y la famosa grieta que ha quebrado amistades y hasta vínculos familiares terminarían evaporándose como una ilusión. O cocinándose a la par en un mismo caldo.

¿Es verosímil ese paisaje? Como dice el poema: “Lástima grande que no sea verdad tanta belleza”.

Por cierto, algunas de aquellas combinaciones y convergencias están dentro del campo de lo posible y conjeturable. Mucho más en una época en que los cruces transpartidarios se han naturalizado. Pero la quimera de confrontaciones resueltas mágicamente es hija de la fantasía. Nace, en verdad, de la convicción compartida por amplios sectores del país de que es indispensable que prevalezca una estrategia de unión nacional sobre las miradas facciosas. Pero el peso de esa convicción no es tanto como para anular conflictos que tienen raíces y fundamentos en la realidad.

En la ecuación de la realidad A no es igual a B.

No se trata de anular identidades ni de forzar una homogeneización falsa. Alcanzaría, simplemente, con admitir que, pese a las diferencias, A y B forman parte del mismo conjunto. Que la unidad no disuelve el conflicto, pero lo resuelve, lo administra, lo encauza.



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