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Opinión 3 de septiembre de 2017

El negocio de “la grieta”

por Ernesto Behrensen

¿A quién le sirve profundizar la división entre los argentinos? Esa es la pregunta que habría que hacerse para entender el proceso político que atraviesa el país por estos días.

Desde la política, existen dos bandos claros a los que les conviene alimentar, por distintos motivos, esta división del país.

Por un lado, está el gobierno de Mauricio Macri. Y por el otro, Cristina Fernández de Kirchner.

Macri llegó al poder más por errores del kirchnerismo que por méritos propios. Su equipo supo explorar el cansancio de la sociedad tras 12 años de gobierno que dejaron un país en una situación límite.

En clara minoría en el Congreso y en los gobiernos provinciales, buscó en la primera parte de su gestión los acuerdos necesarios para poder llevar adelante sus políticas.

Como un ajedrecista, manejó los tiempos para denunciar la “herencia” y los casos de corrupción de los antiguos ocupantes de la Casa Rosada y escogió hacerlo recién en su segundo año, en coincidencia con el turno electoral legislativo.

Con una gestión complicada y sin muchos resultados para mostrar, al macrismo le conviene agitar el fantasma del kirchnerismo y promover la antinomia “pasado versus futuro”.

Cristina Fernández, a su vez, no pudo, no supo, o no quiso generar una alternativa de continuidad y pareció preferir un cambio para luego intentar regresar al poder.

Desde la oposición, la ex presidenta tuvo que “bajar a la realidad” y, como una dirigente más, debió lidiar y armar una estrategia para posicionarse. Apostó a la teoría del “helicóptero”, se subió a cada causa que pudo, por más que se contradijo a sí misma.

Desde el llano, tuvo que afrontar las consecuencias de los actos cometidos en su gobierno: causas judiciales, funcionarios detenidos, embargos a sus cuentas, allanamientos a sus propiedades.

Pero ambos, macrismo y kirchnerismo, se necesitan. Uno y otro se eligieron como “enemigos”. Es más fácil hacer política con los errores del otro que con la gestión o ideas propias.

Al macrismo mal no le fue con esta estrategia, pero sería un error considerar que por los resultados de las elecciones primarias del 13 de agosto tiene el futuro asegurado.

El 35 por ciento obtenido en todo el país no es un número para festejar. Por oposición, el 65 por ciento rechazó sus propuestas. La ventaja que tiene el oficialismo nacional es que ese 65 por ciento está fragmentado.

“Cristina no ganó nada” lanzó Esteban Bullrich tras conocerse los números del 13 de agosto. Con esa lógica, el macrismo tampoco.

Pero mientras se alimenta esa “grieta”, la vida continúa. Y allí, en el presente, es donde están los problemas.
Las buenas intenciones del gobierno no alcanzan. Y sin la fortaleza política necesaria es imposible llevarlas a la práctica.

La campaña electoral para el 22 de octubre, que anticipadamente se inició esta semana, demuestra que ambos sectores continuarán con la idea de ubicar al otro como “enemigo”.

Macri se puso al frente de su espacio y junto a María Eugenia Vidal salió a recorrer la provincia de Buenos Aires mezclando gestión y campaña. El lunes, en José León Suárez; el miércoles en Florencio Varela; el jueves, en Pilar. En todos los actos, discursos electorales.

Cristina Fernández tuvo que esperar 15 días para festejar. El macrismo jugó sus cartas, con estilo similar al kirchnerista, y tuvo éxito en demorar lo más posible la difusión de su derrota en la provincia de Buenos Aires.

Cuando habló desde La Plata, Cristina volvió a ser Cristina. Obsesionada por lo que difunden los medios de comunicación, chicanera, soberbia. Por más que intente disfrazarlo, su estilo está ahí.

Usó el caso de la desaparición de Santiago Maldonado, los problemas económicos e intentó mostrarse como víctima de una campaña en su contra.

¿Era necesaria la arquitectura de Cambiemos para deslegitimar la victoria mínima de Cristina en la provincia? ¿No hubiese sido mejor reconocerla el mismo 13 de agosto y destacar el avance del macrismo en todo el país?

Tanto el macrismo como el kirchnerismo tienen cosas en común: ambos se muestran cómodos en los actos armados por sus equipos. Es su “zona de confort”.

Pero cuando salen de ella, se encuentran con los cuestionamientos. Así le pasó esta semana a Vidal en Tres de Febrero, cuando en una caminata no respondió a un camionero que le preguntó ‘¿dónde está Santiago Maldonado?’. También le pasó antes a la vicepresidenta Gabriela Michetti en el hospital Garraham.

Cristina, quien buscó explotar la desaparición del joven artesano mientras se realizaba el acto en la Plaza de Mayo difundiendo imágenes suyas, con rostro compungido, en una iglesia del partido bonaerense de Merlo, también tuvo que escuchar reclamos. En este caso, de la madre de una de las víctimas de la tragedia de Once, ocurrida en 2012, quien le espetó: “Usted es una asesina”.

La desaparición de Maldonado se convirtió en un serio problema para el Gobierno. Obsesionado por la comunicación y por ser “políticamente correcto”, el oficialismo debe enfrentar el caso desde lo político pero también desde lo institucional.

La Gendarmería está acusada de realizar una “desaparición forzada” y es el Estado nacional el responsable de aclarar la situación. Santiago Maldonado no está. Eso es lo importante. Y no las excusas oficiales o los aprovechamientos de la oposición.

Las explicaciones dadas por Patricia Bullrich y Marcos Peña no echaron luz sobre el hecho y poco aportaron el kirchnerismo y la izquierda.

La “grieta” tiene sus límites. Puede servir para una campaña electoral o como estrategia comunicacional. Pero a la hora de gobernar es necesario incluir a todos. Y eso no se hace agrandando las diferencias, sino pensando en los intereses de la sociedad en su conjunto.

DyN.