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Opinión 11 de julio de 2022

El pensamiento dogmático y sus prejuicios

Creer para ver o el “sesgo de autoconfirmación”.

Alberto Farías Gramegna.

Por Alberto Farías Gramegna (*)

 

Dogmático: Inflexible, que mantiene sus opiniones como verdades incuestionables- Dic. RAE
Prejuicio: Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal- Dic. RAE
Tomás de Aquino decía que temía “al hombre de un solo libro”, y se refería al pensamiento dogmático, que no acepta variación ninguna. El concepto general de “dogmatismo”, cualquiera sea el ámbito sociopolítico-cultural donde se aplique, proviene de la creencia en que todo se explica desde un solo lugar de interpretación de la realidad: el dogma.

Se trata de una modalidad general discursiva, que vemos con mucha frecuencia especialmente en los relatos de la política, al intentar acomodar la realidad a mi idea valorativa sobre esa realidad, la “realidad subjetivada” (percibida) y que se expresa luego de sufrir un proceso de interpretación por el tamiz de la doctrina política, en realidad subjetiva, “la única verdad” (sic), es decir dogmática. La psicología nos muestra que ese proceso fortalece mi identidad de pertenencia real o ilusoria a la dimensión de lo que los sociólogos llaman “sesgo de tribalidad”, ser parte de algo que me incluye y me trasciende como individuo.

He desarrollado en detalle estos procesos identitarios en mi reciente publicación “El hombre de un solo libro: creo, luego existo” (Ed. Martín; 2021), como en “El hombre y su circunstancia: taxonomía del homotipo cotidiano”, de próxima edición en España. Allí señalo que Descartes proponía una idea revulsiva para su época: de todo era posible dudar, menos del propio pensamiento que dudaba. Lo real, lo seguro era ahora el sujeto pensante y racional por oposición al paradigma de la sociedad medieval, expresión del orden feudal vinculado a la tierra y al dogma religioso, donde no se concebía al individuo como tal, hombre libre para pensar y pensarse a sí mismo como centro del Universo. La mirada relativista de Descartes abrió las puertas al pensamiento moderno y señaló el camino para la lógica racional moderna, lógica más dialéctica que meramente formal, con las que suelen entrar en colisión las personalidades dogmáticas, que justamente, a diferencia que Descartes, no toleran la duda, ni el cambio, es decir son reaccionarias a la cultura plural de las sociedades abiertas.

El “hombre dogmático”, que suele ser a menudo además ideológico, por contraste con el “hombre gnoseológico” (gnosos: conocimiento) es, por fuerza, un hombre prejuicioso. El prejuicio puede ser definido como una forma distorsionada de interpretación de la realidad.

El prejuicio puede partir de una base real, pero inevitablemente contiene información errónea, sobredimensionada y distorsionada, a la vez que generalizada a la totalidad un caso o evento, sea una persona, un hecho o una comunidad.
El prejuicio es refractario a las pruebas fácticas porque se anuda a un deseo o un mecanismo autodefensivo por un sesgo de inseguridad propio del sujeto, que este atribuye a factores exógenos a su propia percepción.
El hombre dogmático no acepta la multiplicidad de enfoques o creencias que puedan contrariar a la certeza de su dogma sociopolítico y cultural, por lo que prejuiciosamente descalifica de antemano cualquier otra opinión o enfoque de lo que se trate. Así, el discurso doctrinal con arreglo a la axiología partidaria es un ejemplo de lo dicho. El núcleo duro de la creencia axiológica se “encapsula” alejándose de cualquier dinámica dialogal. Pierde de esta manera la capacidad de “pensamiento libre”, en tanto este concepto implica circulación dialéctica de ideas en su interjuego contradictorio.

Un estancamiento de las ideas creativas -que hace algunos años propusimos llamar “objeto oclusor”, por su capacidad de ocluir, detener- se instala entonces en una lógica circular de tautologías, y auto justificaciones, reemplazando lo simbólico del “logos” (discurso que da razón a las cosas) por lo imaginario de un espejo que le devuelve su imagen alienada en pura emocionalidad visceral, adicta, es decir sin palabras.

Personalidad y dogmatismo

Las “personalidades dogmáticas” (dicho esto en sentido descriptivo con arreglo a su percepción del mundo) tienen poca o ninguna capacidad para adaptarse plásticamente a los cambios: son “reaccionarias” por naturaleza, prejuiciosas y rígidas en sus asertos, temen los cambios del progreso y la modernidad, aunque se crean “progresistas”. A la manera del mítico Procusto pretenden recortar los comportamientos para hacerlos entrar en sus lechos doctrinales, que suelen remitir a discursos formales vinculados a textos fundacionales paradigmáticos, sujetos a una constante exégesis por parte de los prosélitos.

Ahora bien, ¿el pensamiento dogmático surge en una determinada personalidad o ésta lo adopta porque le es funcional a su manera de interactuar con el mundo?

No debemos aquí buscar la disyunción propia de las dicotomías; más bien es la conjunción la que parece adecuada. Sabemos que la personalidad no está dada desde el inicio de la vida.

Por lo contrario, es una lenta construcción dialéctica entre biología, ambiente y cultura, como se ha determinado modernamente.

Por lo tanto, serán las “formas” y los “modos”, fuertemente influidos por la emocionalidad (factor a que, en mi opinión, no se le presta aún la importancia que tiene), las que consolidan las “creencias” que luego habrán de expresarse rígidamente como creencias dogmáticas.

El discurso dogmático elaborado (desde lo ideológico-político a lo místico-cultural, religioso, etc.) es una etapa posterior, en la que el sujeto adecua funcionalmente su personalidad a un “justificativo” existencial: soy, pienso y actúo así porque profeso la fidelidad en tal o cual relato doctrinal que me conforta certificando la verdad en la que creo sin necesidad de verificación posterior alguna.

Un colectivo social contradictorio

El pensamiento ideológico-dogmático en política suele ceder a la tentación de sumarse a colectivos imaginarios, como los populismos de izquierdas y derechas -y a cuanta autocracia variopinta se ofrezca al pintoresco mercado ideológico- que predican consignas mesiánicas y demagógicas sobre el destino del mundo, las personas y las cosas, en nombre de premisas supuestamente altruistas, de justicia y orden, que lucen bien a los nobles ideales o a las buenas intenciones de quienes andan por la vida buscando una causa que les ayude a encontrarse a sí mismos a partir de una identidad ideológica y más allá de la legitimidad de algunos ideales compartidos por la gente de bien.

Fruto de insomnios extemporáneos aquellas consignas terminan a menudo -y así lo muestra la Historia- en siniestras noches de lamentables pesadillas sociales. Sin embargo, siempre un segmento de muchas sociedades parece no querer enterarse de aquello y resulta protagonista recurrente de una curiosa y dramática contradicción: es a la vez dogmática-populista y escéptica-agnóstica, sin que parezca notar ese extraño sincretismo que por definición debiera ser incompatible: el dogmático es, por fuerza, un creyente en la letra, mientras que el escéptico duda y desconfía de los textos formales y las recetas morales a ultranza.

El uno es rígido, el otro flexible; el primero absoluto, el segundo relativo. Sin embargo, curiosamente, en aquellos colectivos de opinión, convergen en simultáneo estas dos actitudes ante una diversidad de temas sociales y políticos, aunque hilvanados siempre por la creencia implícita en un fuerte asistencialismo paternalista. La esencia resultante de esa porción sociocultural es un oportunismo de matriz populista y humor social inestable, ambiguo y rara vez éticamente asertivo. Tal es esa singular variante “mágica” del “carácter” de ciertas comunidades nacionales, fruto de la historia de reemplazar la cruda realidad adulta (en donde todo tiene su precio en trabajo productivo y esfuerzo personal) por la fantasía de la eterna gratuidad estatal propia de un naturalismo edénico. Al igual que el ciudadano de la antigua Roma, -Tito Livio dixit- el de nuestro ejemplo no puede soportar “los vicios que critica, ni sus remedios” cuando alguien sensato por fin pretende aplicarlos.

Tal como dijo Ortega en ocasión de su estancia en estas tierras: “No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas, directamente y sin más”.

(*) Psicólogo, profesor universitario y consultor en RRHH
http://afcrrhh.blogspot.com/