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Deportes 8 de agosto de 2016

El recuerdo de Carlos Wesenberg

A once años de su fallecimiento.

Por Roberto Falcone

Te conocí una tarde de marzo o abril del año 1996. Mi viejo me acompañó a la villa deportiva del club Kimberley para ver si me probaban en la 83 y podía empezar a jugar “en pasto”, lo que significaba que los chicos que amábamos la pelota ya no éramos tan chicos.

Todavía recuerdo a mi papá hablando con un coordinador de ese club, explicándole que no tenía como aspiración que yo fuera un profesional que me dedique al fútbol, sino que quería que éste fuese un complemento del colegio, lo verdaderamente importante para él. “Acá hay muchos chicos, ¿por qué no van a ver a Carlitos a Deportivo Camet que está al lado? El es el técnico. Creo que lo que vos estás buscando es eso”, le dijo el hombre amablemente a mi viejo. Y allá fuimos.

Estabas en la vieja cancha de “los coquitos”, que no sé si seguirá ahí pero estoy seguro de que cualquier chico de mi generación que pateó alguna vez una pelota en un club de esta ciudad sabe a lo que me refiero. Con tu infaltable camiseta celeste de Pepsi, esos rulos rubios que te distinguían, tu sonrisa de mil dientes y al lado de la cancha ese Renault 18 medio caído con el baúl rebosante de pelotas. Te tengo fresco en mi memoria diciendo en nuestro primer encuentro “lo importante es la escuela, yo quiero que con el fútbol se diviertan”.

Así se inició nuestra relación. No fuiste un entrenador “de paladar negro”, valorabas a los centrales por lo fuerte que la reventaban, aunque también cabría preguntarnos a nosotros mismos si dábamos para otra cosa. Sumamos después a mi hermano en la 85, a algunos otros amigos del colegio, y con el resto de los chicos que te seguían a vos se armaron algunas divisiones muy respetables y otras que no se comían menos de cinco cada sábado. Pero todo hecho a pulmón, dejando la piel y disfrutando el camino. Restándote horas de sueño por tu laburo nocturno en el casino ibas todos los días de la semana de 15 a 17 a entrenar a seis o siete pibes, los que podían y querían ir. Nunca tenías ningún problema en que faltáramos si había que estudiar para una prueba, eso era lo que te caracterizaba. Nunca había represalias, los fines de semana jugábamos todos, aunque sea veinte minutos. Y eso porque vos, que habías sido jugador en tu juventud, conocías como nadie la sensación apocalíptica del pibe que es todo ilusión cuando se cambia en un vestuario y después no juega ni un segundo. Algunos años te ayudó el gran “merengue” García, los recuerdo también con mucho cariño a “Quichu” Maffioni y a Daniel Lemmi. Pero el motor de todo eras vos, creo que eso nadie puede discutirlo. Respetabas a todos, y a cada jugador, tenga la edad que tenga, le hablabas como si fueras un padre. Les comprabas un sándwich antes de los partidos a los que tenían una vida más difícil; nunca me voy a olvidar de eso. Vos sabías todo de todos, dónde vivíamos, cuántos hermanos teníamos y varios etcéteras más.

 

Carlos Wesenberg.

Carlos Wesenberg.

 

Recuerdo con mucho pesar el año en el que no arrancó Camet. Fue el año 2000. Recién ahora caigo en la cuenta de la paradoja de que Camet se haya muerto con el cambio de siglo y la crisis que sobrevendría. Había que buscarse club, todo un tema. Algunos amigos míos del colegio jugaban en Talleres así que ahí recalé, mientras que vos lo hiciste en tu amado San José de los últimos años, en donde me consta que también, como no podía ser de otro modo, dejaste tu huella indeleble. Como uno a ciertas edades cree que la vida es eterna, pensé en volver a jugar con vos en algún otro momento. No pudo darse. Nunca volví a ver a muchos de mis anteriores compañeros , y siempre me pregunto de qué manera los habrá afectado a ellos tu partida física, la que más lloré en mi vida por lo inesperada, por el mazazo que representó. Porque hay gente que pasa por la vida de uno y provoca un impacto que atraviesa, y el más o el menos no depende de ningún lazo de sangre, no se compra en ningún lado. Son actos de estricta justicia perceptiva. Vos no eras un pariente, y me costaría mucho definirte como un amigo por la cantidad de años que nos llevábamos. Pero supiste generar la magia a partir de tu carisma y don de gente, y estoy seguro de que muchos otros que pasaron por tus manos de formador de hombres piensan cuanto menos algo parecido. Porque eso es lo que fuiste, un formador de hombres con la pelota como perfecta excusa. En este sábado por la mañana quise regalarte este homenaje chiquitito en el onceavo aniversario de tu fallecimiento, justo once, los que entran a la cancha en el deporte que tanto amaste y al que le dedicaste gran parte de tu intensa vida, que se apagó mucho antes de lo deseado.

 



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