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Opinión 13 de abril de 2018

El valor de las palabras… (y otras pequeñeces)

por Alberto Farías Gramegna

“Cuida tus pensamientos, pues se convierten en palabras, cuida tus palabras, pues se convierten en acciones, cuida tus acciones, pues se convierten en hábitos, cuida tus hábitos, pues se convierten en carácter, cuida tu carácter, pues se convierte en tu destino…Finalmente nos convertimos en lo que pensamos”. Margaret Robert (The Iron Lady)

“Cuando las palabras pierden su significado, la gente pierde su libertad”. Confucio

Se dice que a las palabras se las lleva el viento… Pero no tanto cuando están escritas en papel, porque resisten amarradas; que no así la ciberescritura, indefensa ésta al impulso del cortar y pegar. Cotidianamente usamos palabras que muchas veces no expresan exactamente lo que queremos decir, pero se sabe que el Hombre (sustantivo genérico colectivo, que no “de género”) es ante todo un ser de ambigüedad y animal de costumbre, bípedo emocional capaz de raciocinio (aunque le cuesta bastante).

Otras veces, de tanto usarlas (a las referidas palabras) en cualquier circunstancia y sin relación directa o estricta con su significado, van perdiendo la fuerza de su sentido y terminan como algo inservible o generando un mal entendido, situación frecuente en sociedades dilemáticas (como la nuestra), y ya se sabe que “se empieza cediendo en las palabras y se termina cediendo en los hechos”.

En su autobiografía “Las palabras” dice Jean Paul Sastre: “Nuestra esencia, aquello que nos definirá, es lo que construiremos nosotros mismos mediante nuestros actos”, por tanto, la existencia precede a la esencia, a lo que habremos de ser. ¿Pero qué tiene que ver esta afirmación con las palabras?: mucho, porque nuestra forma de hacer en el mundo termina construyendo nuestro vocabulario singular, que a su vez delimitará nuestro ser, la cosmovisión que tendremos de los dichos y los hechos cotidianos”.

Las cosas por su nombre

Para los antiguos “nominalistas” los nombres de las cosas serían sólo palabras generales y no representaban a los objetos realmente existentes. Sin embargo, el lenguaje es comunicación sobre terceras cosas en el intento de representarlas “como son en realidad allí fuera”, y sus características “universales” otorgan crédito a la postura de los llamados “realistas”. Pero esta es una discusión académica extemporánea. Construimos con palabras un mundo subjetivo, particular, una realidad sobrepuesta a la materialidad de las cosas y la evidencia de los hechos, y lo hacemos paradojalmente para reflejar la realidad concreta que nos rodea. Esa “realidad personalizada” por el lenguaje, que va y viene, hacia y desde las cosas y los hechos, nos sirve para entender el entorno en que nos movemos, pero a veces el mal uso de las palabras puede ser la señal de que estamos “pensando mal” (permítaseme la expresión políticamente incorrecta) las relaciones que tienen esas cosas entre sí, la causalidad dialéctica de los hechos mismos y nuestra propia influencia sobre todo ello. Llamar a las cosas por su nombre es reconocerlas en su doble existencia: material y lingüística, pero resulta que esa suerte de nominalismo, no agota el intento de saber qué cosa es la “realidad real” dado que las palabras, más allá de los códigos del lenguaje, no sólo “denotan” (refieren significados compartidos) sino que “connotan” (confieren significaciones personales). Por ejemplo: “mesa” refiere a una tabla de cierta forma con patas sobre el que se apoyan cosas, etc., pero además confiere para el que la mira o la piensa, “aquella mesa” de la casa de mi abuela, donde ella me servía la pasta italiana cuando la visitaba con mi madre, etc. Y por tanto afectivamente no es lo mismo “cualquier mesa”, por lo que el significante “mesa” en el momento que lo aludimos no representa exactamente lo mismo para mí que para mi interlocutor: la emotividad hace la diferencia. Y precisamente esa emocionalidad diferencial en la cognición constituye el sustrato de las ideologías, (religiosas, políticas, socioculturales, etc.) que hacen a unos ver y sentir lo que otros no ven ni sienten.

Un país de maravillas

Vivimos en una sociedad que ha hecho un culto perverso de las palabras, quitándole el estricto sentido que tenían en el contexto de un corpus de significados. Si bien el habla revitaliza la lengua, cuando a esta se la traiciona impostando o transponiendo contenidos bajo vocablos que no prestaron consentimiento para otros decires, se abre la puerta que conduce a un cambalache de valores: Lo malo se llama bueno, al caos llamamos libertad, a la democracia dictadura y lo científico va de la mano con la charlatanería en un carnaval de palabras donde naturalizamos la lectura entre líneas, dándole a los dichos el sentido opuesto a lo que formalmente dicen. Así, los textos parecen estar escritos en clave.

Razón llevaba Humpty Dumpty, al aclararle a Alicia, la del País de las Maravillas, que cuando él usaba una palabra, la misma quería decir lo que él quería que dijera, ni más ni menos. A lo que Alicia señaló que la cuestión era saber si se podía hacer que las palabras signifiquen cosas tan diferentes. La respuesta no se hizo esperar: “La cuestión es saber quién es el que manda… eso es todo”. En ese caso el poder arbitrario vulnera al lenguaje. La palabra del Poder, aunque sea legítimo, tiende a moldearse en función recíproca con el poder intrínseco de la palabra como enunciado de un relato coherente con una intencionalidad de logro. En general no busca describir sino prescribir unanimidad. Pero aburrido, atroz y empobrecido sería el mundo si todos viéramos lo mismo al mirar las mismas cosas. Con frecuencia se olvida que la posibilidad de expresar las diferencias, no importan si razonables o irracionales, constructivas o resentidas, es el más importante beneficio de la Libertad que se reconoce precisamente en el respeto al valor de las palabras, las unos y las de los otros… Y eso no es ninguna pequeñez.

(*): Panorama desde el blog.