Recursos humanos, identidad e inclusión social.
Por Alberto Farías Gramegna*
textosconvergentes@gmail.com
En el reciente libro “Ser en el hacer” (R&S Ediciones, Mula, España, 2023) me he ocupado especialmente en analizar la relación estrecha entre el rol laboral y la identidad personal.
En gran medida lo que siento que soy se relaciona con el hacer de mi tarea laboral, es decir que mi hacer determina gran parte de mi ser. Cuando queremos saber a qué se dedica alguien en el mundo del trabajo es frecuente que al preguntarle responda: “soy” … arquitecto, comerciante, carpintero, empresario, profesor, etc.
Lo que llamamos la “identidad laboral” o también “identidad de rol” es un aspecto determinante a la hora de evaluar el equilibrio emocional y la capacidad de adaptación saludable a la organización del trabajo.
La temática de la competencia profesional (lo que sé hacer) y el desempeño laboral (cómo lo hago) tiene mucho que ver con esto. La identidad general de una persona puede sesgarse en tres dimensiones: 1) la identidad de género (IG) que incluye los aspectos relacionados con el género y los emblemas de la sexualidad. 2) la identidad histórica (IH) que se vincula con los aspectos históricos y familiares en el marco de la estructura de parentesco y 3) finalmente la identidad de rol laboral (IRL), que recorre los aspectos relacionados con las expectativas atribuidas y asignadas en el plano de la performance socio-laboral.
Los efectos de la desocupación
Los efectos derivados de la desocupación pueden clasificarse con arreglo a los siguientes aspectos sobre los que impactan: económico, sanitario, educativo, social, cultural y psicológico. Además de la dimensión ética-moral implicada, por supuesto.
El primero, el económico, resulta obvio, ya que la pérdida de trabajo implica -de suyo- no solo un catastrófico derrumbe del nivel y la calidad de vida, sino que al multiplicarse provoca a mediano plazo una depresión general del consumo interno y por ende una “elitización” del mercado.
En otras palabras, el mercado se reduce a la demanda de los que pueden acceder y mantenerse dentro del sistema.
La cuestión sanitaria se refiere tanto al deterioro general de la calidad de vida como a sus derivaciones en lo referente al subconsumo de alimentos básicos con la consiguiente desnutrición infantojuvenil y el aumento de la morbimortalidad. Por otra parte, la paulatina pauperización de las condiciones de existencia desemboca en un inevitable descuido y falta de control de la higiene ambiental -cercana y del entorno mediato- y alimenticia, con los riesgos de aparición de epidemias que se creían superadas.
Veamos ahora la dimensión educativa. Históricamente muchos jóvenes pertenecientes a hogares de bajos recursos, abandonaban sus estudios para salir a buscar trabajo que difícilmente consiguen, entre otras razones por la paradoja de no estar adecuadamente capacitados.
No hay educación posible con las necesidades básicas insatisfechas. Así mismo la crisis estructural de la Escuela argentina no ha creado las suficientes condiciones que capaciten para el mundo actual.
Socialmente la desocupación crea situaciones de desconfianza e inseguridad, rompiendo los lazos comunitarios de solidaridad. El desocupado es un paria que amenaza la rutina protectora del que tiene empleo. Es una fuerza inquieta que presiona negativamente sobre las aspiraciones de mejora del que tiene trabajo, ya que la sobreoferta en el mercado, a largo plazo, tiende estadísticamente a facilitar un descenso de las expectativas de estabilidad y excelencia contractual.
Es cierto que al mismo tiempo se pueden generar grupos de pares que se unen en la desgracia para ayudarse. Tal las cooperativas o las bolsas de trabajo barriales, los grupos de canje de producto o servicios, etc.
Así mismo, un grupo social que queda al margen de la inserción laboral, empobrece su producción cultural, ya se tome este término desde la antropología o en el más restringido sentido de cultivarse individualmente. En el primer caso porque si bien es cierto que la escasez puede estimular la inventiva, la mera subsistencia crítica tiende a producir subculturas del adocenamiento y la depresión de las costumbres por imposibilidad de sostenerlas y ponerlas en valor en el tiempo. En el segundo caso, porque simplemente quien no sabe cómo seguir alimentándose o vistiéndose, pierde la motivación necesaria para dedicar energías a informarse y capacitarse.
El hombre sin trabajo: acerca del “síndrome reactivo al desempleo”
En el marco de lo que podríamos llamar la “psicología del desocupado”, hemos sintetizado algunos trastornos del “Yo” observados ante la pérdida de trabajo, que designamos “síndrome reactivo al desempleo” (SRD).
Esto nos lleva finalmente a la temática de la identidad en la crisis de la pérdida de trabajo. La “psicología del desocupado” que hace años he sintetizado en distintas publicaciones como “síndrome disfuncional del Yo”. Sus características individuales (es decir observadas en el sujeto al margen de su pertenencia gremial, social o política) son: a) tendencia al aislamiento que surge como defensa frente a la hostilidad y el miedo. Por ejemplo, la dificultad en comprender qué debe hacer y la paulatina creencia de que será inútil todo esfuerzo en pos de un resultado exitoso en la búsqueda de trabajo, desemboca en una gradual retracción de los espacios de participación e intercambio social. Por eso no es difícil entender que quienes participan orgánicamente de las agrupaciones reivindicativas de desocupados, terminen encontrando allí paradójicamente, una nueva identidad social, que reemplaza a la que perdieron al quedarse sin ocupación.
b) aparición de un dilema complejo: la afirmación de un individualismo activo o resignado como filosofía de vida versus la opción de ingresar a un colectivo comunitario de acción participante (movimiento social, barrial, etc.), que lo iguale como par en el fragor ideológico de la lucha por la inclusión laboral.
c) disminución de la autoestima como consecuencia de una sensación de inadecuación social. Cuando la relación meta-esfuerzo-satisfacción se quiebra, no por voluntad o neurosis personal sino por factores externos al individuo, el resultado puede ser un Yo que experimente una vivencia de impotencia y auto reproche por el fracaso. La persona puede sentirse entonces inútil y “culpable”.
d) un curioso mecanismo de “negación” junto al famoso “sentimiento de culpa” hacen una extraña pareja en otros casos observados: se juzga severamente por no haber logrado hacer lo que cree que se espera de él y la angustia desencadenada puede traer aparejado un gesto reiterado de negar lo que le está pasando o pudiera pasar en el futuro.
e) La aparición eventual en algunos casos de una mayor agresividad, ya que la frustración de una necesidad de cualquier índole suele suscitar en principio ese tipo de respuesta, hasta que se procese y se establezca un nuevo equilibrio interno.
f) Finalmente si no logra insertar la frustración en una red socio-familiar que le devuelva la confianza en sí mismo, el sujeto podría encaminarse a una espera fatalista, caracterizada por pensamientos inquietantes como la posibilidad de perder la vivienda o no poder educar a sus hijos, etc.
Queda claro entonces que cualquier proyecto de reconversión y desarrollo macroeconómico que no contemple una política estratégica de reciclado de los puestos de trabajo y la consiguiente reinserción de la gente desocupada al sistema productivo, se encontrará con formidables obstáculos en su camino para lograr las metas buscadas. Sin dudas, la gran tarea de hoy en el mundo globalizado es liderar el cambio en la marcha del crecimiento armónico: pasar de “Empleo se busca” al “Se busca empleado” en el marco del actual paradigma del factor humano en la organización del trabajo.
* Psicólogo consultor en RRHH y Psicología del Trabajo.