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Opinión 18 de abril de 2021

Escuelas, pandemia, política y lucha por el sentido común

Por Jorge Raventos

El último viernes, el país volvió a superar otra marca funesta: ese día se registraron 29.472 casos de contagio con coronavirus; hubo 160 muertes disparadas por el mal, con las que el país se acerca a los 60 decesos (59.084). Del total de casos, el área metropolitana albergó casi las dos terceras partes.  Tres de cada cuatro camas de cuidados intensivos disponibles en la región metropolitana se encuentran ocupadas.

Con ese paisaje inquietante, que se venía agravando durante las últimas semanas, la Casa Rosada, había intentado  en primera instancia que los gobernadores y el jefe de la Ciudad de Buenos Aires consensuaran  decisiones restrictivas y -sobre todo- que aportaran a legitimarlas (y, eventualmente, compartieran el costo político que previsiblemente demandarían).

Alarmado por los pronósticos de los epidemiólogos,  presionado por el consejo técnico de éstos (favorable a una estricta limitación de actividades) conciente de su decaída autoridad política y temeroso de no ser obedecido, el Presidente se inclinó por un camino consensual. Pero el eco de  ese movimiento fue restringido e insuficiente. Aunque el gobierno bonaerense de Axel Kicillof se mostró partidario de la línea dura restrictiva, Fernández no se sintió suficientemente acompañado por la administración porteña. Horacio Rodríguez Larreta -presionado a su vez, en sentido opuesto, por el ala militante de su coalición- acató con críticas las medidas consensuadas con el gobierno nacional y las aplicó con renuencia (toleró, por caso, una extensión del horario de funcionamiento de restaurantes y, en la práctica del horario de circulación de personas).

Tarde piaste

Así las cosas, el Presidente decidió el miércoles tomar el toro por las astas y anunció un horario de  cierre de la circulación más amplio que el que regía hasta entonces, dictaminó el cierre de los shoppings hasta fin de abril,  la suspensión por dos semanas de la escolaridad presencial, la supervisión de las medidas restrictivas por fuerzas federales (policía federal, gendarmería, prefectura y policía aeroportuaria) y la convocatoria a las fuerzas armadas para cumplir misiones sanitarias auxiliares y de control.

“Me eligieron para gobernar y debo tomar las decisiones. Yo siempre dialogo, pero esta medida no la consensué – declaró el Presidente- la tomé yo, y me hago cargo yo, y son las fuerzas federales las que tienen que hacer cumplir esto”. A Alberto Fernández se le venía reclamando que ejerciera sin timidez la autoridad presidencial. Decidió satisfacer ese pedido. Tarde piaste, dirán algunos.

Es una jugada arriesgada o (según otros interpretan) desesperada. El desgaste social provocado por la extensa cuarentena con la que se afrontó la primera oleada del virus vuelve ahora políticamente costosa la reiteración de restricciones a la movilidad. Sin embargo, las limitaciones se vuelven indispensables ante el fortísimo incremento de los contagios y el moroso proceso de vacunación, determinado a su vez por el limitadísimo abastecimiento de dosis.

Fernández fue empujado por los hechos y también se inspiró en ejemplos ajenos. Uruguay, que se venía exhibiendo como un ejemplo de liberalidad y de éxitos antipandemia que no había usado las restricciones, debate hoy ardorosamente su aplicación porque en las últimas semanas se ha convertido en el país de más altas tasas de contagio y de letalidad. Está claro que ante el desafío del Covid no hay reglas escritas en el mármol.

En Alemania, que había capeado con calma la primera oleada de la pandemia, la respetada Angela Merkel reclama ahora medidas muy duras, enfrentando a dirigentes de su propio partido y a la oposición (sobre todo  la de extrema derecha, agrupada en el partido Acción por Alemania). Ella quiere un programa excepcional que se aplique por igual en todo el país (la estructura federal de Alemania le otorga mucha autonomía a los estados) y que incluye cierre de comercios, instalaciones culturales y deportivas, límites a los contactos personales y toques de queda nocturnos. “La situación es grave, muy grave y debemos tomarla en serio- argumenta Merkel-. El virus no entiende las medias tintas. Solo entiende un idioma: la contundencia; el coronavirus no negocia y  los titubeos no sirven”.

Es claro que Merkel tiene la ventaja de que su país no aplicó cuarentenas estrictas en la oleada anterior y eso quizás presupone menos fatiga previa ante las restricciones. Pero ella es una líder que se está yendo, aunque su extenso y eficaz mandato le ha otorgado un capital de confianza.

Poder y autoridad

 Fernández tiene aún por delante las tres cuartas partas de su mandato. Después de un año largo en el cargo y de haber alcanzado por momentos altas cimas de popularidad, su autoridad se ha venido deshilachando ante el influjo expansivo de su vicepresidente y los tropiezos experimentados en la crucial lucha contra la pandemia.

 

De las decisiones que adoptó el miércoles, el parate en la presencialidad escolar es el aspecto más discutido, no sólo por sus costados educativos (las pantallas no reemplazan adecuadamente la convivialidad ni la función didáctica del colegio: en muchos hogares no hay ni computadora, ni conexión a internet ni capacidad o tiempo de los padres para apoyar el aprendizaje de los chicos) sino también por la organización de los hogares: alguien debe quedarse con los niños y ese alguien no puede trabajar durante ese período.

 El gobierno compartía tanto esos reparos que el ministro de Educación había militado por la no suspensión de las clases presenciales hasta horas antes del anuncio del Presidente.  “Tuve discusiones dentro de mi mismo equipo”, confesó Fernández. Nicolás Trotta había insistido en su posición, pero Fernández objetó que “eso es cierto, pero en este momento pesa más la lucha contra epidemia. Las clases presenciales no son solo las clases presenciales: hay que ir a un colegio primario y ver el horario de salida de los chicos, ver cómo las madres se agolpan frente a la puerta, ver cómo de ese modo el contagio puede hacerse más fácil, ver cómo los chicos juegan entre sí cambiándose los barbijos, ver lo difícil que es”.

También es cierto que mantener los colegios en funcionamiento implica multiplicar la circulación y los usuarios de medios de transporte. 

Los críticos de la medida presidencial se apresuraron a argumentar que las escuelas no son focos de contagio. Sin duda hay situaciones más riesgosas que las clases presenciales,  pero según datos oficiales -del ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires- entre el 17 de marzo y el 12 de abril se registraron en escuelas 6221 casos. Esas cifras, en el contexto de los nuevos picos y las nuevas cepas del virus que se han manifestado en las últimas semanas habían determinado el miércoles un paro de los gremios docentes porteños.

A los datos fácticos hay que agregar factores simbólicos: la educación es una actividad muy valorada en la sociedad (así esa valoración tenga sentidos distintos y aun contradictorios), razón por la cual todo lo que luce como una limitación (se trate de la suspensión de clases, una reducción presupuestaria, o un ingreso universitario circunscripto) suscita a priori disconformismo.

Es comprensible, pues, que la oposición haya centrado allí su rechazo a las medidas del Presidente, así como era esperable que Rodríguez Larreta hiciera lo propio. La bandera de la educación es rendidora, particularmente en la ciudad de Buenos Aires. De hecho “decenas de personas” -según anotó La Nación- se movilizaron para protestar por la restricción escolar.

Aunque dos o tres meses atrás el gobierno porteño había contemplado la posibilidad de suspenderla por un lapso, Horacio Rodríguez Larreta venía sosteniendo la bandera de la presencialidad y se aferró a ella. Larreta ratificó que no había sido consultado (“ se rompió esa forma de trabajo”), subrayó su  convicción de que “los chicos de la Ciudad el lunes tienen que estar en las aulas” y su compromiso de “hacer todo lo que esté a nuestro alcance para lograr que así sea. Tenemos tres o cuatro días para retomar el diálogo que el gobierno nacional cortó”.

Lo de retomar el diálogo, si bien implicaba un pase de facturas a la Casa Rosada (por romperlo), no sonaría bien en el ámbito endurecido de la coalición opositora. Por eso, además de solicitarle al Presidente que lo recibiera “esta misma tarde”, Larreta dejó en claro que su administración presentaría un recurso de amparo ante la Corte Suprema para que declarara inconstitucional el DNU de Fernández.

Mr Chasman y Chirolita

Larreta procura caminar por un filo delicado: quiere mantener el tono moderado y acuerdista que le ha dado satisfacciones, aunque ahora debe hacerlo mostrando una firmeza  más ostensible, ya que su público está muy enojado con el gobierno nacional.

Pese a todo, estos tirones se producen en la misma semana en que negociadores del gobierno y de Juntos por el Cambio avanzaron en un acuerdo para postergar un mes las elecciones primarias y las generales. En la esfera de la política, la tensión y los acuerdos son paralelas que se tocan.

Lo que complica a todos es que la irritación social (motivada por la inflación, las restricciones, los miedos que alienta el virus, expandidos en la última semana tras la muerte de un personaje de tanta popularidad como Mauro Viale) por momentos apunta no solo contra una fuerza específica, sino contra la política en su conjunto. Un fenómeno  realimentado con la prédica persistente de sectores oportunistas e intolerantes.

El propio Larreta siente esa presión. Se le reclama que  “actúe haciendo respetar su Constitución y su autonomía”, una demanda que alude a la decisión presidencial de convocar la presencia en la ciudad de fuerzas federales y la colaboración inclusive de las Fuerzas Armadas en la tarea sanitaria. Le piden al jefe porteño que amplíe el campo de las divergencias pero él (como su aliada Elisa Carrió) teme convertirse en instrumento de la ingobernabilidad. En cualquier caso, cualquiera sea la decisión que adopte la Corte Suprema sobre la presencialidad, si trata el caso, como ha recomendado la Procuración, la Ciudad de Buenos Aires habrá atornillado con más fuerza su estatus institucional equivalente al de una provincia. La Casa Rosada argumenta que constitucionalmente no lo tiene y que, por lo tanto, la Corte no es jurisdicción originaria para la Ciudad.

Fernández y Larreta, dos moderados que están lejos de controlar todas las palancas de sus fuerzas políticas, son atacados desde el campo adversario con armas análogas. Así como al Presidente se le asigna dependencia ciega de la señora de Kirchner (¡y hasta de Axel Kicillof!) y se atribuye a estas influencias Las últimas medidas “sorpresivas e inconsultas”, desde el oficialismo se adjudica a Larreta un endurecimiento determinado por Mauricio Macri. “Que venga a discutir el dueño del circo”, castigan.

Es un castigo injusto: no son marionetas, sólo actúan en un  contexto que los condiciona. Lo cierto es que ambos -Fernández y Larreta- aún peleando procuran mantener abiertas las vías del diálogo institucional.

Fernández ha elegido un momento de debilidad para hacer uso del poder presidencial. Necesitaba imponer las restricciones porque la solución para el desafío pandémico -la vacunación masiva- tarda en concretarse. Es preciso cubrir un bache temporal  hasta que lleguen vacunas en cantidad suficiente (sean de la OMS, de Rusia, de China o de Estados Unidos, que puede convertirse en sorprendente proveedor). Tanto él como Larreta libran batallas en varios frentes, cuando en rigor los argentinos tienen uno determinante: la pelea contra el virus. Y esa pelea requiere unidad nacional.

Fernández juega fuerte cuando está débil (inclusive emergiendo recién de su contagio)  porque la vacunación y la batalla contra el Covid son las oportunidades que le quedan a mano para recuperar la autoridad presidencial y escribir su capítulo de historia.