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Opinión 9 de mayo de 2021

Ese miedo tan temido

(FOTO: Unsplash | Melanie Wasser)

Por Alberto Farías Gramegna

“El miedo es el argumento de la razón y la prisión del corazón” – Anónimo

“Solo los grupos capaces de discutir sin miedos sus problemas, teniendo claro la importancia primordial de los
resultados de su función, superan las crisis del cambio y crecen enriqueciendo a cada uno de sus miembros” – Alberto Relmú.

Cuando en los inicios de los ochenta la dramaturga Diana Álvarez creó y dirigió aquellos míticos unitarios “Nosotros y los miedos”, rodeando con inteligencia la censura del régimen militar de la época, planteó uno de los temas más tabúes: la paradoja de tener miedo de hablar del miedo, en particular de nuestros miedos.

El miedo es la conducta autodefensiva de los animales superiores por antonomasia. El miedo es la respuesta al peligro posible, a la injuria física o psicológica. El miedo humano es la resultante de nuestra condición de criaturas incompletas, falibles y vulnerables, pero también de nuestra necesidad de ser reconocidos y aceptados socialmente.

El miedo puede ser un motor de adaptación y detección del peligro, pero también puede ser un efector de alienación y parálisis. Se ha dicho que frente a un peligro real es mucho más útil la prevención activa que el temor pasivo. El miedo puede deshumanizar y al mismo tiempo puede ayudar a reconocer la real dimensión de una amenaza. Y estos tiempos pandémicos parecen confirmarlo. El miedo es lo primero que aparece en una víctima y también lo que busca lograr el ocasional victimario. En nombre del miedo se pueden obedecer órdenes indignas, se puede vender el alma y se puede denigrar al semejante. Es tan inicuo tener miedo de vivir responsablemente con uno mismo como patológico desestimar toda amenaza real en nombre de la omnipotencia temeraria. “Ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida”, habría dicho Alberto Cortés.

Por desgracia o por suerte Súperman solo existe en la saga del cómic que deleitaba la omnipotencia imaginaria de nuestra infancia. Nacemos desnudos y libres, pero también carentes y al socializarnos la libertad paradojalmente puede darnos miedo. Hace más de medio siglo el célebre psicólogo y filósofo Erich Fromm escribió “El miedo a la libertad”, un clásico sobre la lucha del hombre por ser él mismo, con su identidad libérrima por sobre los temores adocenados, las mediocridades de la sociedad “políticamente correcta” y las identidades corporativas, los fanatismos, las ideologías de dominio sobre la vida de los otros. Libertad y crecimiento son momentos solidarios: la primera es condición necesaria para el genuino desarrollo madurativo del organismo, pero al final del proceso se verá que sólo un sustentable y diversificado crecimiento autonómico permite el ejercicio continuado de aquella libertad inicial.

El miedo al fracaso

En los años 80 Edward Deming, un experto en gestión empresarial e impulsor de una nueva manera de organizar el trabajo, -luego de sus éxitos en Japón- dirigió un cambio de paradigma en la compañía General Motors que marcó el inicio en Occidente de la gestión por objetivos y valores del capital humano. La estadística como factor de autocorrección de errores y la calidad como meta fueron los objetivos primarios. Pero lo realmente revolucionario fue que la condición necesaria para el éxito del proyecto era el cambio radical de la cultura de gestión: la antigua manera de ordenar las tareas verticalmente y de acción irreflexiva se reemplazó por el protagonismo, la horizontalización de los procesos de comunicación y el consenso dialogado en la toma de decisiones, que pasó del sujeto aislado de la cadena de producción al trabajo en equipo. Y en el centro de ese cambio de cultura Deming colocó como efector y efecto un punto ético y operativo nodal que sintetizó: “No more fear”…”No más miedo”.

La empresa comprendió que las cosas no funcionaban bien si la gente trabajada con miedo, insegura de cometer errores, de no entender las consignas laborales, de ser castigadas, de ser marginada por su personalidad o sus ideas, de ser perjudicadas por sus críticas a los jefes o a los procedimientos, etc.

Una organización (y lo mismo vale para una sociedad) que funciona en base al miedo será siempre una organización social mediocre, incapaz de crear, de crecer, de innovar, de dignificar la vida de sus integrantes. Con el tiempo irá perdiendo talentos por fuga de cerebros o matará por acción u omisión las semillas de los novatos con inquietudes e irreverencia productiva. Los gerenciamientos puramente directivos y con sesgos autoritarios generan un clima de inmovilidad, de resentimiento y de expectativas negativas, falta de automotivación e insolidaridad entre pares. El trabajador hace solo lo que se le pide y de la peor manera posible. Sobrevive a cambio del “salario del miedo”, porque sabe que el escenario implica por naturaleza una potencial situación “explosiva”, como en la mítica novela de Arnaud, llevada al cine por Henri Clouzot.

Miedo a la verdad del otro

Nosotros somos “los otros de los otros”. Por eso cada cual piensa que la realidad se superpone con la percepción personal que creemos única y verdadera. La presunta verdad del otro nos da miedo porque pone en tela de juicio la nuestra y con ella la idea misma de realidad como relato unívoco. Es cierto que hay quienes están más enamorados de su verdad que otros, y pretenden imponerla elevándola a la categoría de universal. Pero también ocurre que a veces negamos nuestra propia percepción por miedo a quedar fuera de la colmena. Preferimos creer que tal vez estemos equivocados y confundimos así un mero pensamiento de grupo asimilándolo -como si fuera de suyo- a lo verdadero: si muchos dicen que el cielo es de color verde… ¿Entonces tal vez no sea celeste como lo veo? Si no soporto la exclusión de una mayoría temporal es probable que finalmente yo también un día termine viéndolo verde.

Esto sería muy conveniente para mantenerme en la “zona de confort”. La psicología social llama a este fenómeno “temor al desvío del pensamiento de grupo”.

Ante este dilema, un mecanismo frecuente es no pensarlo más y bloquear un sentimiento para evitar tanto el miedo a ser distinto como el miedo a ser igual. De eso mejor no se habla. Así el miedo resultará ser el “socio del silencio”.

Al igual que en el film de Daryl Duke sobre la novela del danés Anders Bodelsen, uno encubre al otro con su silencio, pero el precio será el chantaje a mi conciencia, la degradación de la dignidad y finalmente la vergüenza. Todo parece indicar entonces que cuando el miedo impide la palabra… el silencio no es salud.