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Opinión 1 de mayo de 2016

Historia e historia

por Luis Tarullo

La realidad, sobre todo cuando hay problemas, discurre con tal vertiginosidad que, en este caso, la movilización de las centrales sindicales del último viernes ya puede considerarse historia.

De todas maneras, quedan secuelas y es obvio que la manifestación callejera convocada por las cinco confederaciones gremiales (las tres CGT peronistas y las dos CTA de centro-izquierda) tuvo mensajes explícitos e implícitos que anotó el gobierno.

La retahíla de demandas es prácticamente la misma que los sindicatos vienen enarbolando desde el gobierno cristinista, aunque agravada ahora por los efectos de medidas drásticas adoptadas por la administración macrista y factores de arrastre, como la incesante inflación.

De todas maneras, uno de los datos más salientes fue que no hubo ruptura entre gobierno y sindicatos, aunque se hayan escuchado discursos con tono rudo.

La muestra está en la preservación de la figura presidencial que hicieron los dirigentes (por ejemplo, al afirmar que la manifestación “no es contra nadie”) y la respuesta conciliadora de los funcionarios, que dijeron coincidir con los reclamos pero, lógicamente, aseguraron que están trabajando en las soluciones.

Pero si bien unos y otros buscan equilibrio y tienen una voluntad que está lejos aún de la intención de dinamitar puentes, hay una incipiente inclinación de la balanza cuando se mira la cuestión desde una perspectiva estrictamente política.

El macrismo y sus aliados en el gobierno han tenido algunos logros, pero ello ocurrió cuando hay imperiosas necesidades de por medio. Uno de los ejemplos más claros fue el de los fondos buitre, conflicto que el oficialismo logró sortear porque quienes apoyaron desde la oposición precisan, llanamente, el auxilio económico del poder central.

En cambio, cuando se trata de cuestiones políticas químicamente puras, la cosa se presenta de manera contraria. Tal el caso de la ley antidespidos, donde el peronismo en el Senado votó exactamente (incluso casi en números) al revés de cuando lo hizo por el tema holdouts. Y el oficialismo tampoco pudo contrarrestar la masiva movilización ni plantarse de manera contundente a posteriori.

En política es un principio más viejo que la ruda que cuando uno no ocupa o no puede ocupar un espacio, el otro se lo arrebata.

Es innegable que los dirigentes sindicales, duchos en innumerables batallas en todos los frentes, están reacomodando las fichas en tiempo récord después del catastrófico efecto dominó al que los sometió el kirchnerismo-cristinismo.

Sin embargo, y esto también es incontrastable, ninguno puede cantar victoria. Ambos, gobierno y gremios, deben recorrer un largo camino para resolver los problemas de los trabajadores y satisfacer sus mutuas conveniencias.

En las obligadas negociaciones están incluidos otros temas que no forman parte de ningún discurso público encendido ante las multitudes.

Por ejemplo, la plata de las obras sociales, una masa de dinero cuya devolución paulatina le han prometido a los gremios, pero que dista mucho de saciar la sed de los entes sindicales de salud.

Eso sí, hay un punto en común en el que coinciden plenamente: hay quienes no están invitados a este cóctel político.

Los sindicalistas se lo hicieron saber por todos los medios a los ultramontanos partidarios del modelo K que pretendieron enancarse en la protesta.

Ello, aunque algunos no lo explicitan pero lo dicen sin tapujos en privado, también alcanza a la líder de ese grupo residual, la ex presidenta Cristina Fernández, quien con un ya desgastado tono pretenciosamente épico dijo que “la Patria salió a la calle porque no tiene miedo, quiere futuro”. La ex mandataria intenta sentarse a una mesa a la que nadie la ha convidado.

Si bien nadie tiene la bola de cristal, pueden percibirse horizontes. Y en estos escenarios también suele empezar a definirse el paso transitorio a la historia de cosas y hechos y el definitivo de las personas.

DyN.



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